OSWALD WIRTH
Sacudiendo el yugo de los prejuicios, la razón se rebela contra todo lo que no resiste la prueba de la crítica. Nada mejor; pero, ¿El juez que condena está cierto de encontrarse enteramente iluminado?.
Nada existe sin su razón de ser. Profundicemos, pues, antes de rechazar. Este método no es revolucionario; pero es iniciático. La juventud impaciente no se acomoda a él; pero la edad madura debe adoptarlo como regla. El Maestro no juzga sino con perfecto conocimiento de causa.
Si se ha penetrado de lo que simboliza el cadáver de Hiram, no despreciará nada de lo que es humano. Se guardará en particular de abrumar con un desdén irreflexivo todo lo que un racionalismo estrecho se apresura demasiado en rechazar como absurdo.
Nuestro razonamiento no tiene nada de infalible y su claridad no alcanza sino a un radio limitado. Todo está, por otra parte, muy lejos de ser explicado, por lo tanto una prudente reserva se impone, sobre todo respecto a las creencias tenaces, que se mantienen de siglos en siglos, a despecho de las religiones reinantes y de todas las filosofías de los grandes talentos. Estas son las supersticiones. Ahora bien, tomado en su acepción más amplia, este término se aplica a todo lo que sobrevive (superstes). Toda superstición, es pues, una supervivencia: la supervivencia de una costumbre o de una práctica tiene la noción de lo que primitivamente le dio nacimiento. Nosotros no sabemos ya por qué cumplimos los actos sociales de la vida corriente, que, sin embargo, han sido lógicamente determinados en su origen. Actualmente los cumplimos mecánicamente, por obedecer a la costumbre y sin preocuparnos de su justificación racional. Nuestra vida es así un tejido de supersticiones, muy inocentes en su mayor parte.
Otras lo son menos puesto que, lejos de pasar desapercibidas, chocan a los amigos de la razón. Es aquí donde el Maestro-pensador se distingue del Aprendiz que se ejercita en razonar. Una superstición mantendrá la atención de los espíritus reflexivos tanto más cuanto ella aparezca más esparcida, más antigua y más grosera. Está permitido, en efecto, decirse a priori que, si la verdad absoluta se nos escapa, no sabríamos, por otra parte, encontrarnos en presencia de un error total amplia y durablemente acreditado entre los hombres. Estos no adhieren con obstinación, a despecho de todos los buenos razonamientos, sino a las nociones que no son enteramente falsas, pero cuya verdad inicial ha sido desfigurada. Lo mismo que imperceptibles pepitas de oro que son acarreadas por el lodo de los ríos, hay verdad en el fárrago grotesco de las supersticiones. Sepamos, pues lavar el barro de las edades para desprender de él el metal precioso.
No olvidemos que nuestros ritos y nuestros símbolos nos han llegado bajo la forma de supersticiones, es decir, de supervivencias conservadas con piedad, mientras que nadie podía darles una interpretación lógica. Por otra parte, el pasado no nos ha entregado todavía todos sus secretos. Merece ser estudiado en aquellas de sus supervivencias que más nos desconciertan. Ya a la luz de un conocimiento mas profundizado de las facultades humanas, no nos encojamos de hombros ante la relación de las hazañas atribuidas a los hechiceros. Sabiamente, procuremos hacer la parte de las imaginaciones exaltadas, esforzándonos en desprender lo verosímil de lo ficticio. Las creencias populares recogidas hasta entre los salvajes, proporcionan inestimables indicaciones sobre lo que se podría llamar la revelación natural. Hay allí un inmenso dominio de investigación que el Iniciado no debe descuidar si quiere realmente recobrar la Palabra Perdida. El cadáver de Hiram está delante de nosotros: inclinémonos sobre él, levantémoslo y volvámoslo a la vida, infundiéndole la nuestra en lo que no desea sino hablar para instruirnos.
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