La Supervivencia

OSWALD WIRTH

El que deja una obra tiene la sensación de que no muere por completo.
Desde que la humanidad ha sido capaz de reflexión, el hombre que no poseía todavía ni arte ni industria, hizo consistir la gran obra en la reproducción de la especie. Todo lo que se relaciona con la generación se hizo sagrado. Erigido en forma de menhir, la imagen del órgano viril se convirtió en el primer símbolo del poder creador; en el seno de la familia el padre se sintió divinizado, de ahí el patriarcado primitivo. Morir sin posteridad pasaba entonces por ser el peor de los infortunios, como si muriese por completo quien no dejaba nadie detrás de si para honrar su memoria.
Más tarde, el nómada se hizo sedentario y pareció participar de la vida del árbol que había plantado. El fundador de un hogar se convirtió en su dios Iar y el reconocimiento público divinizó asimismo al constructor de un puente, de un acueducto o al individuo que había hecho un pozo. Los grandes llegaron entonces a querer inmortalizarse por formidables e indestructibles construcciones que debían servirles de tumbas. Las Pirámides son testigos de esta pueril ambición.
Más noble es la búsqueda de lo Bello que ha obsesionado a los humanos desde que se han elevado por encima de la animalidad. La necesidad de ornamentar los objetos, de darles una forma armoniosa, se manifiesta en los más antiguos vestigios del trabajo de los primitivos. Esta necesidad formó artistas enamorados de su obra digna de ser admirada de una manera durable por las generaciones futuras. Ahora bien, no está muerto quien ha realizado la belleza: éste revive en todos los que tienen el mismo culto, en todas las almas que la armonía hace vibrar y de la cual se ha hecho el intérprete.
A las artes plásticas se sobreponen bajo este punto de vista la música y la poesía. En un lenguaje rimado, que la memoria retiene con agrado, los rapsodas cantaron las leyendas confiadas a la tradición oral. La escritura en seguida permitió fijar la palabra, y el arte de escribir apareció desde entonces como uno de los gajes más seguros de la inmortalidad.
Pero no es sino muy relativo en el dominio de la supervivencia basada en obras objetivas y tangibles. Las obras maestras perecen y olvidamos a sus autores. Lo que, por el contrario, no perece jamás es la acción buena y generosa efectuada en beneficio del gran número. Ella procede de una fuerza creciente sin cesar, que anima a los individuos.
Que éstos desaparezcan poco importa, si la energía que obraba en ellos subsiste. Desinteresémonos, pues, por una inmortalidad que nos representaríamos como individual. Nuestra personalidad se extinguirá y si más tarde los avocadores imaginaran entrar en relación con nosotros, no constituirían sino un fantasma semejante a las nociones que ellos podrían hacerse de nosotros. Exaltándose terminarían, tal vez, por hacer objetivo lo que ellos tienen en su mente, porque toda nigromancia no es sino una fantasmagoría en la que el operador hace los gastos.
Un Iniciado no evocará, pues, jamás, un personaje, cualquiera que sea. El continente, la máscara (persona) no es nada a sus ojos; no se interesará sino por el contenido, por la energía animadora que es la única imperecedera.
Esta energía es atraída por el deseo de obrar bien y de consagrarse en cuerpo y alma a la Grande Obra. ¿Quién, pues, obra en nosotros si no es la fuerza que animó a nuestros predecesores?. Hiram que resucita es una realidad. Sepamos meditar y comprender.

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