OSWALD WIRTH
Bajo la multiplicidad de las apariencias exteriores infinitamente variadas, se oculta una realidad interior cuyo atributo esencial es la unidad. Esto es lo que ha hecho decir a los antiguos, uno en el todo. Ellos concebían una substancia única, disimulada bajo los aspectos, constantemente diversificados de la materia. Como creían, por otra parte, que una sola y misma vida circula a través de todos los seres vivientes, admitían por analogía que una sola luz intelectual se manifiesta en todas las inteligencias.
Somos más o menos inmortales en la medida en que nos ligamos a la Unidad fundamental de los seres y de las cosas. Si la universalidad repercute en nuestro centro animador, participamos de lo permanente y de lo imperecedero. Si al contrario, sólo se refracta lo transitorio en nosotros, no hay ninguna razón para que sobrevivamos a lo que en su naturaleza misma es efímero y fugitivo, o temporal, como dicen los místicos.
En desacuerdo con los Iniciados, los místicos se figuran una vida eterna distinta a la que llevamos en este bajo mundo. Ellos no comprenden que la vida es necesariamente Una y que vivimos desde ya en la eternidad: Lo que los engaña es que con relación a nuestra personalidad la vida única se desdobla según aparezcamos en la escena de la objetividad o que nos retiremos de ella momentáneamente.
Estas fases de retiradas son marcadas por el sueño y por la muerte, estados similares de los cuales el uno no es más alarmante que el otro. Mientras dormimos, el actor que, para desempeñar su papel ha entrado literalmente en nuestra piel, se desprende de ella y vuelve a ser momentáneamente él mismo. Pero al término de algunas horas vuelve a escena hasta el día en que renuncia al teatro y no reaparece más: entonces es cuando se produce lo que se ha convenido en llamar la muerte, simple incidente en vista del principio que en nosotros piensa y obra.
Como nada puede perderse o destruirse, toda actividad prosigue bajo otro modo de aplicación. Por eso la tradición masónica considera al Masón muerto como llamado a trabajar en un plano superior. Había en él una energía consagrada a la Grande Obra, fuerza indestructible con el mismo título que toda otra fuerza. Esta energía es independiente del instrumento gracias al cual se manifestaba entre nosotros. Ella se transforma sin extinguirse; pero, si se quiere permanecer en el terreno iniciático, conviene no llevar más lejos la afirmación.
Si nos referimos al simbolismo del tercer grado, estamos separados del más allá por un velo impenetrable. Estamos organizados para trabajar en el dominio restringido que nos revelan nuestros sentidos. Dediquémonos, pues, a nuestra tarea, sin dejarnos distraer de ella por una curiosidad indiscreta en el estado presente de nuestra condición. El obrero (buzo) que se ha revestido con la escafandra en vista del trabajo que debe ejecutar debajo de las olas, haría mal en lamentar no ver los vastos horizontes de la superficie de las aguas. El debe contentarse con lo poco que percibe en las semi-tinieblas del fondo fangoso en que lo retienen sus suelas de plomo. El aparato del que es prisionero le permite operar en un medio que no es el suyo; mientras está ahí encerrado, el buzo se abstrae de sus recuerdos del aire libre a fin de dedicarse íntegramente a su labor. Este es también nuestro caso mientras estamos materializados. Es preciso entonces sacar el mejor partido posible de los órganos de que disponemos y esforzarnos en desempeñar concienzudamente nuestro oficio de buzos.
Sin embargo, no se ha pedido al buzo se convenza de que toda su vida se pase en el fondo del agua. No ha descendido ahí sino para cumplir una misión que se le ha impuesto arriba. ¿No sucederá lo mismo al misterioso actor quien, por la necesidad de una causa elevada, se ha embozado en nuestra personalidad?.
Los antiguos sabios no han pretendido jamás ser más iluminados en esta materia que el común de los mortales. Ellos no se gloriaban de poseer ninguna sensibilidad anormal reveladora de los secretos del otro mundo o de la otra vida. La meditación los ponía en el camino de suposiciones razonables, sobre las cuales preferían guardar silencio, dejando a los adivinos y a las pitonisas las divagaciones sobre lo que es normalmente inconocible.
Lo que subsiste después de la muerte es, por otra parte, principalmente el Recuerdo. Dejar tras de si una memoria honrada debe ser la ambición de cada uno. Por más humilde que sea el papel, es preciso representarlo bien, el arte de vivir bien, es el supremo de todos: es el gran arte o arte real al cual se consagran los Iniciados.
El que ha vivido bien, se inmortaliza, aunque no sea sino bajo la forma de una influencia atávica feliz, corriente destinada a fortificarse, sobre todo si la descendencia es fiel al culto de los antepasados.
Este culto tiene sus raíces en un instinto muy seguro. Ha dado lugar a prácticas pueriles; pero es profundamente respetable en la pureza de sus principios. Debemos vivir de manera que dejemos detrás de nosotros un dinamismo de bien, herencia más preciosa que aquella sobre la cual el fisco percibe sus derechos. Esta sucesión inmaterial se abre, por otra parte, al beneficio de todos los que saben aprovecharla, sin que ningún interesado pueda ser frustrado.
La influencia benéfica ejercida así, no depende del ruido que ha podido hacerse alrededor de una personalidad. El silencio no tarda en producirse sobre los que más han hecho hablar de ellos. La gloria no es generadora sino de una miserable inmortalidad, imagen caricaturesca de la verdadera.
Sepamos vivir bien y la muerte no será para nosotros sino el medio de vivir siempre.
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