OSWALD WIRTH
Aparecemos transitoriamente en el teatro del mundo para desempeñar en él un papel determinado; pero no podemos entrar en escena sino disfrazándonos con una personalidad22. (Persona en latín significa máscara, y por extensión rol, actor). Pedimos prestado a este efecto un organismo a la especie animal más refinada del planeta, después nacemos con las características de una raza para soportar en seguida las influencias del medio nacional y familiar. Así se constituye el personaje que representamos: éste tiene su nombre y cree reconocerse gracias al espejo ante el cual se caracteriza. Es un singular actor, que desempeña su papel con una convicción absoluta, puesto que se identifica por completo con el personaje representado.
La representación, sin embargo, está limitada; cuando cae el telón, el actor cesa de representar y vuelve a su vida real. Poco importa entonces el personaje que encarnaba para las necesidades de la obra: rey o mendigo, señor o lacayo, todo no era sino convencional. Ahora no queda sino un artista más o menos satisfecho de su modo de representar y de interpretar el pensamiento del autor.
Fascinado por lo que hiere los sentidos, el individuo ordinario pone en su papel toda su alma y lo vive, como si su verdadera vida se desarrollara sobre las tablas. Raros son los actores de la comedia humana que se dan cuenta de que representan y saben dedicarse a desempeñar bien sin ser engañados por su papel.
Estos sabios no se ilusionan ni por las riquezas de las decoraciones, ni con la suntuosidad de los trajes; tampoco no se conmueven fuera de razón con las peripecias del drama que se representa. Estos son iniciados que han sabido romper el encanto de las apariencias teatrales: saben que están disfrazados según las exigencias de su papel y no olvidan lo que son en la realidad de la vida.
Conocerse a sí mismo, bajo este punto de vista iniciático fue el gran problema de Sócrates. Si el individuo pudiera discernir lo que es él, detentaría el Arcano de los arcanos de tala filosofía trascendente. Un actor misterioso tiene el rol de nuestra personalidad. ¿Qué artista es éste que no se muestra sino en escena, revestido y enmascarado?.
Si queremos saberlo obedezcamos al ritual. Tornemos mentalmente las espaldas al mundo objetivo o teatral y entremos en nosotros mismos, para sumergimos en la noche de lo subjetivo. Descendamos a los infiernos, a esa negrura indispensable para el buen éxito de la Grande Obra. Allí escuchemos las revelaciones del silencio y de la obscuridad; un dios se manifestará, si realmente hemos sabido morir para el mundo exterior, para el fenomenalismo que cautiva a los profanos.
Este dios no tiene nada de los ídolos que crea la imaginación; no está dentro del dominio de las formas, pero es esencialmente viviente y obrante: es el agente o el actor en toda la fuerza del término, entidad profundamente real con relación a los fantasmas falaces de las apariencias fenomenales.
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