Los Masones se Agitan. Hiram los Conduce

OSWALD WIRTH

Esforcémonos ahora en sorprender en la obra a los Maestros enigmáticos de la Franc-Masonería.
En el siglo XVII, las antiguas confraternidades constructoras habían perdido su razón de ser. Al desenvolverse el Estado moderno, de más en más centralizado, hizo superfluas las organizaciones de la necesidad de protección mutua de los individuos. Habiéndose relajado la disciplina de los oficios, las corporaciones envejecidas no perpetuaban otra cosa que los abusos de los gremios y de las maestrías, sobre las cuales la Revolución francesa estaba llamada a hacer justicia.
En las Islas Británicas, donde las tradiciones son tenaces, el pasado no pudo resignarse a desaparecer. Los Free-Masons continuaban allí reuniéndose misteriosamente para cumplir con ritos desconocidos del público. Su asociación se decía muy antigua y pretendía poseer secretos que se remontaban al sabio rey Salomón. Se sabía que un juramento terrible sujetaba a los afiliados a una discreción absoluta y que ellos debían prestarse mutua asistencia, aunque fuese con peligro de su vida.
El silencio de los iniciados picó la curiosidad de numerosos gentleman, que consintieron en hacerse miembros honorarios de la confraternidad en la esperanza de beneficiarse con extraordinarias revelaciones. Tal fue, al menos el caso de Elías Ashmole, el sabio arqueólogo que se hizo recibir Free Masons en Washington, el 16 de octubre de 1646.
Pero es de suponer que este hombre distinguido por sus extensos conocimientos se encontró decepcionado de lo poco que pudieron enseñarle sus iniciadores, porque no reapareció en Logia sino treinta y cinco años más tarde, en Londres, donde se le había rogado prestar su concurso en la recepción de seis gentleman.
Contrariamente a la tesis sostenida por autores mal informados, Ashmole no debe, pues, ser considerado como el fundador de la Franc-Masonería moderna. Este hermetista estimó que los Free Masons se entregaban a juegos infantiles y no se dio ni el trabajo de estudiar sus tradiciones y sus ceremonias. Juzgando, sin duda, lastimosas las leyendas corporativas sobre la transmisión de los secretos del arte de edificar, debió reírse de los “misterios” que consisten en signos de reconocimiento y otras sutilezas convencionales.
Apresurémonos a decir que el sabio se equivocó: creyendo saber no supo prestar la atención requerida, y adivinar así lo que se ocultaba de raro y de fecundo bajo la humildad de las apariencias.
Los cándidos artesanos, que de muy buena fe se aseguraban depositarios de una tradición preciosa, no engañaban a su clientela de gentes de calidad. Los “misterios” eran reales, pero no al alcance de cualquiera, por más iluminado, de todas las luces científicas de su tiempo que fuera.
Hiram no pedía entonces a sus adeptos sino que cumplieran fielmente los ritos tradicionales. Su misión era modesta: guardianes de un fuego sagrado, destinado a no extinguirse, les incumbía mantener una brasa ardiente bajo la ceniza de su ignorancia. Con una piedad conmovedora, observaban religiosamente usos cuyo alcance estaban lejos de sospechar. Considerándolos como inmutables, se dedicaban escrupulosamente a no descuidar ningún detalle de todas las formalidades prescritas que tenían ante sus ojos un valor sacramental. Ellos atribuían así una importancia capital a sus ceremonias secretas y estaban persuadidos de que la omisión del más fútil detalle de ritual tachaba de nulidad una iniciación. Si la falta era constatada, fuerza era recomenzar la recepción entera, operando esta vez según todas las reglas.
Estas minucias supersticiosas debían ofuscar a las inteligencias cultivadas, ávidas de teorías, de sistemas y de disertaciones sabias. Intrigados por el secreto de la piedra filosofal, o por otros enigmas análogos, estos aficionados de la sabiduría desdeñaban desbastar modestamente la Piedra Bruta; de esta manera cruzaron la antigua Masonería sin sacar provecho de ella.
Entre los Masones libres y aceptados, extraños a la práctica del arte de edificar, se encontraron no obstante espíritus perspicaces, para quienes los símbolos no eran enteramente letra muerta. Atraídos por la fe visiblemente sincera de sucesores inhábiles de los gloriosos artistas de la Edad Media, se unieron a la Masonería, resueltos a sondear infatigablemente sus misterios.
Desde entonces, Hiram tuvo discípulos intelectuales, cuyas disposiciones pudo cultivar, animando a sus piadosos servidores a persistir en su saludable conservantismo.
En el número de éstos se cuentan los cándidos Free Masons londinenses de 1717, que estaban obcecados por una sola idea: no dejar en peligro de desaparecer su antigua y venerable confraternidad. ¡Ay!, los tiempos eran duros. Se hacía difícil aún en Londres reunirse anualmente en número conveniente para celebrar con aparato la fiesta obligatoria de la Orden. De más en más desiertas, las Logias corrían riego de no ser bien pronto más que un recuerdo del pasado. En este caso extremo, cuatro Logias moribundas agruparon sus efectivos, a fin de resistir, costara lo que costara, a la disolución definitiva.
De la resolución enérgica tomada en común, nació entonces la Franc-Masonería moderna, débil y miserable niño comparable al que la leyenda hace nacer en Belén entre un buey y un asno. Transportados al albergue que reemplaza al establo, estos animales simbolizaban la testarudez de vivir y la falta de instrucción iniciática. ¡Qué importa, si el Verbo masónico no manifestado todavía, se encarnaba en un organismo vigoroso, que le permitía conquistar el mundo y regenerarlo a su debido tiempo!.

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