OSWALD WIRTH
La Masonería moderna no debía ser una Minerva que surgía armada del cerebro de un Júpiter ideólogo. Su programa no fue concebido anticipadamente por un fundador que pretendiera sacar provecho de la antigua Masonería para adaptarla a grandiosos destinos. En 1717 ningún astrólogo genial supo prever la altura, a la cual debía encumbrarse la institución naciente. Ésta, desde luego, no se preocupó sino de asegurar su existencia. Quería hacer buena figura y se puso a la busca de adherentes susceptibles de realzar su prestigio.
Hombres instruidos, pensadores, vinieron así a la Franc-Masonería, que desde 1723 pudo presentarse ante el mundo con principios nuevos, que ninguna asociación humana había sabido formular con la misma precisión.
Se trataba de enseñar a los hombres a colocarse por encima de todo lo que los divide, para llevarlos a practicar entre ellos la verdadera fraternidad universal. La iniciación de los constructores se hizo el tema de esta enseñanza, porque fue entendido que el Templo por edificar por los Franc-Masones representa la Sociedad humana ideal, hecha perfecta gracias al perfeccionamiento intelectual y moral de los Individuos. La Franc-Masonería no pretendía realizar sobrenaturalmente la Edad de Oro o el Reino de Dios sobre la tierra; afirmaba, al contrario, que los hombres no deben contar sino con sí mismos, puesto que ellos son las Piedras que han de tallarse para adaptarse al edificio viviente que se construye bajo la dirección del Gran Arquitecto del Universo.
El Maestro constructor supremo, en el cual los Masones se complacen en reconocer al Dios de sus diferentes religiones, se distingue en realidad de todas las entidades teológicas. La ontología y la metafísica no significan nada en la génesis de un símbolo que deriva lógicamente de la concepción misma del simbolismo masónico.
Éste representa al masón como a un obrero que trabaja en la realización de un plan inmenso, muy demasiado extenso, para que la inteligencia humana pueda asimilárselo. El progreso se efectúa, en efecto, fuera de nuestra comprensión y de nuestra voluntad, como si fuese concebido y deseado por una potencia superior a la nuestra. Esta potencia desconocida coordina los esfuerzos difusos y estimula las energías a fin de hacerlas concurrir a la Gran Obra de la Construcción Universal.
Los masones se ponen conscientemente a su servicio; se inician para comprender mejor su tarea y encontrarse así en estado de trabajar más útilmente, Pero, si no tuvieran conciencia de estar en las tinieblas, ¿A qué fin buscarían la luz?. Es preciso que sientan su inferioridad ante el Maestro para someterse a su escuela y apelar a su inspiración.
Los Maestros saben lo que nosotros ignoramos; es preciso no confundirlos con los Contra-Maestros escogidos a falta de ellos para instruir a los Aprendices y dirigir los Compañeros. Como el ritual nos lo da a entender, los Verdaderos Maestros se sientan invisibles en una radiante claridad, detrás del espeso telón que los separa de los obreros abandonados a sí mismos en la noche y el luto.
El abandono, sin embargo, es más aparente que real, porque el deseo de obrar bien atrae la ayuda misteriosa a la cual tenemos derecho. Seamos valientes y la voz de los Maestros resonará en nosotros. Pero, ¿Quiénes son estos guías instructores, estos desconocidos?. La Masonería encara el problema sin resolverlo, como para incitar a sus adeptos a penetrar el misterio en que se envuelve el último arcano de toda iniciación.
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