OSWALD WIRTH
Si hubiéramos de creer a nuestros adversarios, seríamos magos negros entregados a las más espantosas prácticas: sacrilegios, asesinato por hechizos, invocación del diablo, aquelarres, orgías, etc. Ninguna acusación nacida de una fantasía delirante nos ha sido perdonada: toda una literatura especial da fe de ello. Los primeros cristianos gozaron también de tan mala reputación, porque, como nosotros, se reunían a “cubierto” y el despecho de los profanos los lleva siempre a interpretar como malo lo que pasa al abrigo de su indiscreción. Si fuéramos hechiceros, aún en el sentido menos malévolo de la palabra, deberíamos buscar la manera de desarrollar ciertas facultades llamadas “psíquicas”. Nuestras logias serían escuelas de magia práctica, con clases de magnetismo humano, como lo soñaba Mesmer, o de videncia, según los procedimientos de Cagliostro, de Puységur o de los ocultistas contemporáneos.
En realidad, los Franc-Masones no se interesan especialmente por el ocultismo, el que no estudian sino desde el punto de vista de llevar a todos los dominios sus investigaciones incesantes en busca de la verdad. Nunca se han presentado como taumaturgos y sus secretos no tienen nada de común con los del Grande o el Pequeño Alberto.
Pero, ¿No haremos magia inconsciente, bajo la influencia misteriosa de una potencia sobrenatural cuidadosamente oculta?. Aquí entramos en los dominios de la fe ciega donde la razón pierde sus derechos.
Sin embargo, como el error no es nunca absoluto, conviene rebuscar el grano de verdad que puede disimularse bajo el hacinamiento de las peores extravagancias. Todo no es límpido en nuestros usos y somos muy capaces de entregarnos candorosamente a ritos sospechosos. Así es como los antiguos Masones estaban lejos de sospechar que se entregaban bien y bonitamente a una operación mágica, procediendo a la transmutación instantánea de la más banal de las cámaras en un templo real, adecuado para la verificación de su culto.
Después de haberse puesto al abrigo de toda indiscreción profana, los adeptos del Arte Real ciertos ya de estar únicamente entre ellos, encargaban al H∴ Experto trazar, con tiza o carbón, un rectángulo en medio del pavimento. El espacio así delimitado se hacía inmediatamente sagrado, nadie debía poner ya ahí su pie. Para acentuar el alcance de este cuadrilátero reservado, que no se diferenciaba de los famosos círculos mágicos sino en su forma circular, se dibujaban en él símbolos significativos. Un pequeño triángulo equilátero, flanqueado de los signos del Sol y de la Luna, se trazaban a la cabeza del rectángulo reservado, al centro del cual estaba figurada una Estrella radiante que dominaba dos columnas marcadas J∴ yB∴. Concluido el trazado misterioso, los útiles de la Masonería eran puestos en el interior del cuadrilongo, en el que la escuadra, compás, nivel, hilo a plomo, cincel, mallete, plana, tenían un sitio previsto. Durante estos preparativos, el H∴ Maestro de Ceremonias había arrimado a los bordes del rectángulo tres grandes candelabros que llevaban cirios que estaban reservados al Maestro y a los dos vigilantes encender sucesivamente. Cuando brillaba la luz del Oriente, el Maestro pronunciaba gravemente: “Sabiduría dirige nuestra construcción”; desde que el Occidente se iluminaba a su turno, el Primer Vigilante exclamaba con una voz firme: “Fuerza, anima nuestro trabajo”; en fin, cuando la tercera llama iluminaba el Mediodía, el Segundo Vigilante decía suavemente: “Belleza adorna nuestra obra”. Después, una vez que cada uno había ocupado su puesto, el Maestro invocaba al Gran Arquitecto del Universo, antes de declarar abiertos los trabajos.
Desde el Cristianismo, esta invocación no ha sido más que una simple plegaria, como se dice en las iglesias; pero como todo el ceremonial es francamente evocador, está fuera de duda que, primitivamente, los Masones abrían sus trabajos por una evocación mágica que tenía por efecto conjurar al dios de los constructores, para constreñir a este espíritu a condensarse invisiblemente en medio de los que hacían llamado a su inspiración. Debían, entonces, figurarse al Gran Arquitecto del Universo como presente entre ellos.
Supongamos ahora que semejantes ritos sean celebrados con convicción. De hecho la Logia improvisada, abierta en cualquier parte, toma un valor iniciático del cual no participan nuestros locales masónicos lujosamente preparados, decorados según las exigencias del sabio simbolismo, pero fríos, muertos, inanimados.
Es una magia que no deberíamos descuidar. No se trata de menudos juegos de manos, ni aún “psíquicos”, porque el mandil masónico no está destinado a transformarse en bolsa de doble fondo. Nuestros misterios se relacionan con una magia superior, extraña a todos los vanos prestigios, y no realizaremos nuestra Grande Obra sino recuperando la Palabra Perdida.
Agreguemos que la Espada, inútil para los constructores, es un arma mágica, temible para los fantasmas, como lo muestra Homero en la Odisea, cuando canta a su héroe que evoca la sombra del divino Tiresias.
Sepamos manejar este acero y ninguna calumnia podrá alcanzarnos.
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