A LOS INICIADOS DEL TERCER GRADO

OSWALD WIRTH

Venerables Maestros:
Habéis sido elevados al supremo grado de la jerarquía masónica; vuestro diploma da fe de ello. Pero, ¿Sois Maestros verdaderamente?. Responder que cierta rama misteriosa os es conocida no resuelve la cuestión, porque cada uno puede retener una fórmula muy ritualista y repetirla, sin haberle tomado todo su alcance.
No hay, por lo demás, nada de humillante en confesar nuestra impotencia frente al misterio. Admitido en la Cámara del Medio hace siete lustros, yo no puedo engreírme de conocer la Acacia. Como vosotros me he quedado, en realidad, compañero. Mis viajes no han terminado y trabajo sin descanso en conquistar la Maestría, que estoy muy lejos de poseer.
¿Cómo puedo entonces tener la presunción de redactar un Libro del Maestro?.
Si creo deber dar satisfacción a los HH∴ que esperan con impaciencia la publicación de este manual, es porque, a fuerza de aspirar a la Maestría, he llegado a formarme de ella una concepción muy neta. Es porque se muy bien lo que sería preciso ser para decirse Maestro, que me siento muy inferior al tercer grado. Consciente de todo lo que me separa del ideal, mido por este hecho mismo, la distancia por recorrer para alcanzarlo. Deteniéndome al pie de la montaña, diviso el sendero que conduce a la cumbre, las dificultades de la ascensión se me presentan y puedo enseñarlas a los valientes deseosos de afrontarlas.
A ellos se dirige el tomo III de la “Francmasonería hecha inteligible a sus adeptos”, obra cuyo plan fue acordado desde 1888, en el seno del Grupo Masónico de Estudios Iniciáticos. Inmediatamente el Libro del Aprendiz fue puesto en prensa; pero no vio la luz sino a fines de 1892, bajo los auspicios de la L∴ “Trabajo y Verdaderos Amigos Fieles”.
Este primer manual se inspiraba en ideas sugeridas por varios hermanos y largamente discutidas; por esto no llevó ninguna firma individual. No ocurrió lo mismo con el Libro del Compañero, aparecido en 1911, el cual fue redactado, de un modo mucho más amplio, bajo mi responsabilidad personal.
En cuanto al Libro del Maestro, que completa la serie, no ha podido ser elaborado en Cámara del Medio. Se comprenderá, pues, que yo tomé por mi cuenta los puntos de vista que he procurado exponer en este tratado particularmente espinoso.
Sin duda para recuperar la Palabra Perdida he tenido que recurrir a las luces de los HH∴ más instruidos. Unos como José Silberman y el H∴ Hubert, director de la “Chaine d’Union”, han estimulado verbalmente mis meditaciones, mientras que Ragon, Eliphas Levi, Alberto Pike, y, sobretodo Goethe, me han instruido con sus escritos.
Pero no basta en estas materias asimilarse el pensamiento de otro. Para reanudar el hilo roto de las tradiciones olvidadas, es preciso revivificar el pasado mediante un esfuerzo personal intenso y perseverante. Se trata de revivir uno mismo los tiempos antiguos, absorbiéndose en el estudio de los monumentos significativos que ellos nos han dejado. Ruinas, supersticiones, doctrinas filosóficas desacreditadas, religiones extrañas, todo merece ser explorado cuidadosamente; pero nada podría ser más revelador que los poemas y los mitos.
Los poetas, cuya imaginación es iluminada, son más instructivos en Iniciación que los fríos razonadores. La epopeya caldea de Gilgamés y la leyenda del descenso de Isthar a los infiernos, que son composiciones de un alto alcance iniciático, se remontan a más de cinco mil años.
La narración de la muerte de Osiris y tantas otras fábulas, traducen en imágenes enseñanzas de la más profunda sabiduría. La Biblia misma es preciosa para quien sabe comprenderla.
La seducción de Eva por la serpiente hace alusión a los principios fundamentales de toda iniciación, lo mismo que una cantidad de otros cuentos más recientes.
Las generaciones se transmiten fantasmagorías frívolas, en apariencia, que el pensador no debe desdeñar. Ellas son las que animan el vitral de esta ventana de Occidente, al cual el Iniciado, salido en la mañana del Oriente, se aproxima en la tarde después de haber examinado a medio día todas las cosas a la plena claridad del día.
Desde el alba su razón despertada había acehado cerca de la ventana de Oriente los primeros rayos de luz que han de penetrar en su espíritu.
Esta iluminación demasiado repentina debía deslumbrarlo y hacerlo presuntuoso. Llena de ardor la inteligencia así sorprendida se cree fuerte contra todos los errores. No ve a su rededor sino prejuicios que combatir y fantasmas que poner en fuga. Es la edad de los juicios precipitados, que no toman en cuenta ninguna autoridad y condenan sin reserva todo lo que no cuadra con la opinión intransigente demasiado bruscamente adquirida.
Esta exhuberancia juvenil se calma hacia la mitad de la vida. Es entonces cuando una luz implacable cae casi verticalmente por la ventana del Medio Día. Los objetos no proyectan sino un mínimum de sombra y se destacan en toda su realidad. Es la hora en que conviene observarlos rigurosamente, mirándolos en todas sus fases. El juicio se hace entonces circunspecto y queda voluntariamente en suspenso. Una comprensión exacta rehúsa condenar, porque explica con indulgencia, de acuerdo con el papel que corresponde a todos los factores en causa.
La plena luz conduce también a la Tolerancia que caracteriza la Sabiduría de la Iniciación. Es preciso haber llegado a juzgar todo con serenidad para obtener el derecho de abrir la ventana occidental del Santuario del Pensamiento. El Sol se ha puesto entonces: la agitación del día se calma y la paz de la tarde se extiende gradualmente sobre la llanura. Los detalles se esfuman en la sombra creciente que hace reaparecer el brillo de la estrella vespertina delante de la cual palidecen todas las otras. Este astro ya no es el arrogante Lucifer, inspirador de orgullo y de rebelión; es un hogar de suave claridad que evoca el sueño del idealismo. Desde ahora la noche puede tupir sus velos: las tinieblas del exterior no prevalecerán sobre la luz del interior. Además, cuando los vivos se callan, los muertos se disponen a hablar. Ha llegado la hora de evocar a aquellos que guardan los secretos que se llevaron a la tumba. Son ellos los verdaderos Maestros, cuyos pensamientos podemos hacer revivir, conformándonos a los ritos prescritos.
Pero no prestemos a las ceremonias un valor sacramental. Hiram no resucita en nosotros porque hemos desempeñado exteriormente su papel. En Iniciación nada vale fuera de lo que se realiza interiormente.
Esforzaos, pues, Venerables Maestros simbólicos, en transformar el símbolo en realidad. Titulares de diplomas y portadores de insignias, convertíos en Pensadores que participan del Pensamiento imperecedero.
Pueda el Libro del Maestro guiarnos en el cumplimiento de esta grande obra.
Oswald Wirth Or∴ de París, Marzo de 1921

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