OSWALD WIRTH
A ejemplo de los animales, el hombre podría contentarse con aceptar la vida tal como se le presenta. Dedicarse a disfrutarla a su manera, con una feliz indiferencia. ¿No sería esto más sabio que torturarse el espíritu por penetrar insondables misterios?.
Esta cuestión no se relaciona seguramente con la masa de los hombres que viven buscando satisfacciones prácticas, sin dejarse turbar por ocupaciones superfluas. Pero, hay Hombres a los que obsesiona el misterio; el enigma de las cosas los irrita; quieren comprender, su cerebro trabaja impaciente por explicarse la existencia del mundo y de los seres que lo pueblan.
Semejantes a los niños, que impacientan a sus padres con preguntas embarazosas, éstos curiosos interrogan a la Naturaleza, ansiosos de arrancarle sus secretos. Se obsesionan en meditar y se forman ideas destinadas a explicar racionalmente todo lo que han podido observar.
Así nacen los sistemas filosóficos o religiosos que, formulados en doctrinas dadas como ciertas, se esfuerzan por satisfacer la necesidad de saber inherente a la naturaleza humana.
Aunque propagados con sinceridad, todos estos sistemas son algo engañosos, porque proceden de convicciones precipitadas. Para formularlos, es necesario creerse en posesión de una verdad que, en realidad, no se deja jamás coger. El misterio persistente a pesar de todos los esfuerzos realizados para penetrarlos. Su dominio se ensancha y se aleja a medida que nosotros avanzamos para llegar a su discernimiento.
Hacerse ilusiones a este respecto, para dogmatizar convencido de que se sabe, seguro de que se avanza, es una manifestación peculiar de los espíritus limitados. El verdadero Sabio, el Pensador o el Iniciado permanece siempre muy humilde en presencia de una verdad que él concibe superior a sus facultades de comprensión. También rehúsa hacerse el instructor de las muchedumbres, cuya legítima curiosidad no sabría satisfacer honestamente. Las abandona a fantasmagorías de las que gozan con predilección, puesto que a él, le es del todo impasible ponerse a su alcance para instruirlas, iniciándolas. Por el contrario, el Iniciado tiene el deber de ir en ayuda de todos los que sean iniciables, es decir, de los espíritus independientes, ahítos de las tiranías o arbitrariedades de los sistemas. Estos escogidos merecen aprender a buscar lo Verdadero, búsqueda incesante, que excluye toda esperanza de triunfo final en el reposo de una inteligencia satisfecha. ¡No sabremos jamás!. Y, sin embargo, deseamos saber, nos empecinamos en adivinar el eterno enigma, persuadidos de que tal es nuestro más noble y elevado destino.
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