Los Misterios

OSWALD WIRTH

La ciencia era antiguamente el patrimonio de unos pocos. No se transmitía sino bajo el sello del secreto a hombres escogidos, a los que se exigía raras cualidades morales. Estos elegidos eran puestos en presencia de emblemas y símbolos, porque al lenguaje le faltaban términos para expresar las cosas abstractas. Se estaba, pues, forzado a revestir las concepciones filosóficas con un velo de imágenes que debía ser transparente para los espíritus perspicaces. La ciencia no estaba dirigida sino a las inteligencias selectas. Para adquirir los conocimientos propios de los antiguos sabios no era bastante el ejercitar la memoria y poner enjugo cierta facilidad de asimilación. Hubo un tiempo en el cual no se instruía sino logrando resolver enigmas. Las verdades que de este modo se descubrían no tenían nada de común con los conocimientos usuales que hoy se procura esparcir tan ampliamente. La sabiduría de los antiguos se dedicaba a las más altas especulaciones: buscaban las causas y sobre todo la Causa de las causas. La ciencia moderna, por el contrario, estudia los efectos: observa, calcula: pero muy a menudo no se ocupa en pensar. La antigüedad tendía a producir Sabios en tantos que hoy día sólo tenemos doctos. El muy legítimo triunfo del experimentalismo no debe, a lo menos, hacernos perder de vista el orden de estas verdades que están en nosotros y no fuera de nosotros. El pensamiento está sometido a leyes cuyo conocimiento sólo puede hacernos distinguir en todas las cosas la realidad de la apariencia. El hombre que ignora estas leyes es juguete de perpetuas ilusiones, porque no sabe ni controlar ni rectificar los datos que le proporcionan sus sentidos. Por el contrario, el pensador que está iniciado en los Misterios del Ser, concibe las condiciones necesarias de toda existencia y no podrá ser engañado por ningún falso miraje. Cuando se ha sabido conquistar esta iniciación, se deja de agitarse ciegamente en las tinieblas del mundo profano, se ilumina con una luz que disipa la obscuridad que se lleva en sí, se tiene el hilo de Ariadna que permite entrar sin extraviarse en el laberinto de las cosas incomprendidas.

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