OSWALD WIRTH
Los cambios dinásticos de 1814 y 1815 encontraron a la Masonería francesa en situación enojosa. Después de haber ensalzado al Imperio con todo el énfasis de una sinceridad equívoca, se creyó un deber halagar a Luis XVIII con alabanzas del mismo tono. Cuando los 100 días, fue necesario un nuevo cambio de frente y aclamar frenéticamente la segunda vuelta al legítimo rey.
Crueles humillaciones hicieron así expiar a la Masonería la falta que había cometido al salir de su esfera. No le correspondía felicitar o condenar los gobiernos bajo cuya autoridad se encontraban colocados sus adeptos, puesto que ella les exige respetar en todo y por todo el orden establecido sea cual fuere. Toda manifestación política, les estaba en consecuencia prohibida, no tan sólo por su dignidad sino que por la conciencia de su alta misión educativa y filosófica.
Sería injusticia, sin embargo, mostrarse muy severo respecto de aquellas palinodias, vistas las excepcionales dificultades de ese tiempo, de las cuales no era posible escapar de ninguna manera. La Iglesia, entonces muy poderosa, venía en efecto a ponerse en línea en contra de la Masonería que los clérigos exponían al odio de los amigos del trono y del altar.
El Papa Pío VII acababa de lanzar su bula “Ecclesiam a Jesu Christo” del 13 de Septiembre de 1821. Esta más propiamente dirigida, contra los Carbonan, cuya sociedad era ciertamente, según el Papa, “uxia imitación, si no un retorio de la Francmasofiería”. “La promiscuidad de hombres de todas religiones y de todas sectas” es un agravio capital a los ojos de la Iglesia, que rechaza “dar a cada uno por la propaganda de la indiferencia en materias de religión, toda licencia de formarse una religión según su fantasía y seguir sus opiniones, sistema que nadie puede imaginarse lo dañoso que es”.
En cuanto a la Constitución Apostólica “Quo Graviora” de León XII, aparecida el 13 de Marzo de 1825, se limita a reproducir las anteriores condenaciones, extendiéndolas a todas las sociedades secretas, presentes y por venir, que concibieran proyectos hostiles a la Iglesia y a los soberanos civiles. Los juramentos prestados por los afiliados son considerados nulos, en virtud de la decisión del III Concilio de Letrán, que declaró que “no era posible llamar juramento, pero sí perjurios todas las declaraciones contrarias al bien de la Iglesia y a las instituciones de los Santos Padres”. “Nada es tan conmovedor como el afecto del Papa por los “Príncipes Católicos” sus “Muy amados hijos en Jesucristo” que él ama “con una ternura singular y paternal”. Los exhorta a poner mano firme contra las personas que “son parecidas a esos hombres a quienes San Juan, en su segunda epístola, priva del honor de la hospitalidad, y a los cuales no quiere que se les salude, y que nuestros padres no teman llamarlos primogénitos del demonio”. Para los fieles que sean tentados a dejarse enrolar en estas sectas criminales, León XII, cita la palabra del Apóstol a los Romanos: “Aquellos que fundan estas cosas son dignos de morir, y no solamente aquellos que las fundan, sino aquellos que se asocian a los que las fhndan”. Para terminar el Papa abre las puertas al arrepentimiento. Conjura a los descarrilados a volver a Jesucristo, y “a fin de allanarles una vía fácil para la penitencia” suspende en su favor por el espacio de un año, tanto la obligación de denunciar sus asociaciones, como las reservas de las censuras en las que han incurrido, de suerte que todo confesor regular puede momentáneamente absolverlos.
Contrariamente a las del siglo XVIII, las nuevas excomuniones tuvieron en Francia pleno efecto. No existía un cuerpo jurídico para refutar o rechazar el empadronamiento y gracias al concordato de 1801 el Papa ejercía, en adelante, un poder que no le había sido jamás concedido por la antigua monarquía.
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