LA INASEQUIBLE AMANTE

OLSWALD WIRTH

Un joven teósofo, por cierto bien impuesto de metafísica, ha tenido a bien someter a mi apreciación algunas páginas fruto de sus estudios en el Campo de Chalons, en donde estuvo movilizado en 1920. Titula su disertación: Por qué busca el hombre la Verdad y cómo puede alcanzarla. Empieza como sigue: El hombre quiere saber, quiere conocer. ¿Por qué? Porque es, porque siendo es en consecuencia procedente como función del Ser. El Ser es verdad y, por tanto, él es asimismo Verdad en su esencia y por este hecho solamente su norma es aspirar a la Verdad.

El autor piensa haber establecido de tal suerte la identidad del hombre con la Verdad, que anhela, como también la posibilidad de alcanzarla, puesto que tal es su norma. Considerando luego que procedemos de la Verdad, el joven dialéctico no vacila en decirnos lo que somos en realidad.

Puesto que desea conocer mis observaciones de viejo simbolista, me permitirá la contestación en el lenguaje que acostumbro usar. He perdido, en efecto, la costumbre de razonar sobre abstracciones y desconfío de los argumentos edificados sobre palabras.

Cierto día, conversando acerca de cuestiones religiosas y mitológicas con un sacerdote de mucha erudición, le dije humorísticamente: “Al fin y al cabo, en el dominio de lo desconocido, los poetas son quienes mejor aciertan”. A buen seguro, contestó el sacerdote, son los que menos se equivocan, pero, por desgracia, los teólogos son quienes menos aciertan.

Comprendí entonces que la culpa es de los creyentes cuando exigen precisiones del todo imposibles sobre el objeto de sus preocupaciones. Algunos conceptos permanecerán siempre lejanos, vagos e indeterminados para nuestro entendimiento; si intentamos examinarlos al microscopio a fin de precisarlos llegaremos tan solo a falsearlos y se puede muy bien decir que la teología toda es una empresa quimérica para demostrar lo indemostrable. El campo del razonamiento es muy limitado; es este pequeño círculo comprendido entre los dos puntales de nuestro compás intelectual.

En la totalidad de esta área nuestra visión es exacta y nuestras deducciones lógicas; pero no vayamos a razonar más allá de nuestra razón, que debe reconocer su impotencia cuando del infinito se trata. Lo que no tiene principio ni fin, ni lugar determinado, ni duración en el tiempo, ni calidad de ninguna especie, queda fuera del dominio de la razón y sobre este punto podemos callar únicamente. Debemos honrar por nuestro silencio lo que se impone a nosotros y permanece velado a nuestra comprensión. El primer acto del candidato al franquear el umbral del templo de la iluminación debe ser inclinarse humildemente delante del insondable misterio que nos rodea.

Esta lección ritualística nos convida racionalmente a limitar nuestras miras especulativas. El hombre quiere saber y muy saludable es esta curiosidad que le mueve a instruirse. Pero limitado como lo es, en sus medios de constatación, como en su potencia intelectual, bueno será que también se pregunte a sí mismo qué es lo que realmente necesita saber y que busque tan solo lo que podrá ver claramente con su inteligencia.

Seamos positivos al abordar este gran misterio de la Vida. ¿Es que verdaderamente necesitamos conocer la fuente de donde mana, como también la meta final hacia la cual nos dirigimos? Aceptamos la Vida tal como se nos presenta, satisfechos de constatar que nos impone una tarea. ¿No es acaso el principal trabajo de nuestra inteligencia hacernos plenamente conscientes de esta tarea?

Obreros de la Vida, esforcémonos en comprender lo que la Vida espera de nosotros y procuremos instruirnos para poder cumplir con perfección. Gracias a esta orientación seguiremos el camino recto sin ceder a los desvíos de una vana curiosidad. El sabio nunca se jacta de poder contestar a todo; sabe demasiado que su saber es muy poco en comparación de su ignorancia. Su luz abarca tan sólo un reducido espacio, pero es lo suficiente para que pueda salir airoso de su trabajo y no tiene más ambición.

Hay una verdad que el hombre puede buscar y alcanzar: es únicamente esta verdad cuya misión es orientarle en el sendero de la Vida. Es la Verdadera Luz, simbolizada por la Estrella flamígera. En cuanto a la Verdad que alcanza el hombre en virtud de su norma no puedo dejar de relacionarla con la escuadra (en latín norma). Junto con el compás, este instrumento decora el mandil del Maestro Masón, libre ya de la ilusión después de su estancia en la cámara del medio. A su modo de ver, el campo de su saber es el estrecho dominio de la relatividad, el ínfimo espacio que puede iluminar su razón. Discurrir sobre el misterio de las cosas es perder el tiempo. Más vale callar y buscar las certidumbres tan sólo en el campo de la acción.

Nada podemos saber de lo que conviene creer con relación a los enigmas que atormentan los humanos, pero cada uno de nosotros puede adivinar sin esfuerzo excesivo lo que de él exige la Vida y así una verdad se nos revela proporcionada a nuestra norma: es una verdad de orden moral que emana de las mismas leyes de la Vida.

Esta verdad nos obliga en primer lugar a ganarnos la Vida en el más alto sentido de esta corriente expresión. Cada día contraemos obligaciones con la Vida y debemos esforzarnos en cumplirlas honradamente, inspirándonos en esta rigurosa equidad cuyo emblema es la escuadra masónica. Debemos ser conscientes de nuestros deberes para con nuestros semejantes, compañeros de nuestra vida. Sus derechos y sus deberes son idénticos a los nuestros y nuestra actitud hacia ellos nos viene dictada, sin vacilaciones, por la escuadra, norma determinante de toda forma de vida normal.

Por tanto, dudaremos de las afirmaciones arriesgadas de los espíritus temerarios sobre las cosas imposibles de ser positivamente controladas; en cambio, en la vida práctica, podremos obrar con absoluta certidumbre: aquí la norma (escuadra) nos dicta la conducta a seguir con impecable precisión. Si sabemos conducirnos en la vida con absoluta seguridad, ¿qué más podemos desear? Todo lo demás pudiera muy bien resultar vanidad pura y nada más. Limitemos el dominio de nuestras investigaciones partiendo de lo que podemos comprobar objetivamente, sin pedir al razonamiento más de lo que puede dar de sí. La razón humana se equivoca al querer escalar el cielo. Es firme tan sólo en el plano terrenal y aún aquí tropieza a menudo.

El simbolismo filosófico nos enseña a no pagarnos con palabras y el valor que concede a nuestras concepciones es muy relativo; a su modo de ver no son más que las imágenes imperfectas de cuanto aspiramos a representarnos.

La Verdad nos atrae; la perseguimos sin tregua; pero para el simbolista la Verdad no es una palabra susceptible de entrar en una ecuación silogística. Es una virgen que huye eternamente, atrayendo con irresistible poder el pensador enamorado de la inasequible diosa.

Así lo cantan los poetas, y si bien es verdad que, lo mismo que los filósofos, no llegan tampoco a estrechar en sus brazos a la Verdad, cuando menos les queda el júbilo de recoger de vez en cuando la enternecida sonrisa de la eterna fugitiva.

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