OLSWALD WIRTH
No basta profundizar. Triste sabiduría la que consiste en retraerse en sí mismo y desentenderse del mundo externo. La inmersión en la tinieblas en donde se desvanecen las apariencias no es en sí una meta: es tan solo una etapa del itinerario que viene obligado a seguir el iniciado.
Si bajamos es para subir otra vez y el nivel que podemos alcanzar a la subida depende justamente de las profundidades que supimos sondear. Si fuera posible hundirnos hasta el mismo fondo del abismo infernal, a buen seguro que pudiéramos llegar de rebote hasta el mismo cielo, pues la fuerza ascensional está en razón directa de la intensidad de la caída. El espíritu superficial no sabe bajar ni subir: pegado al suelo ha de seguir sus ondulaciones sin poder llegar a las concepciones profundas ni abrazar amplios horizontes.
Ahora bien: lo que distingue ante todo el Iniciado es la profundidad de su pensamiento, como también lo ilimitado de sus visiones.
Libre ya de las apreciaciones rastreras del profano, debe llegar a comprender lo que hay, tanto por debajo como por encima de las cosas que percibe en la vida corriente, y las primeras pruebas iniciáticas hacen precisamente referencia a este doble campo de exploración.
Al salir de la tumba de donde se encerró para morir de su libre voluntad, el candidato sube hasta la cumbre del monte evangélico y de allí puede divisar todos los reinos de la Tierra. Ni le acompaña el Diablo, ni le promete la posesión del mundo si consiente en adorarle. Para quien ha llegado a tales alturas, la tentación está más bien en huir de todo lo material. Pero este peligro no puede amenazar al futuro iniciado y, por la prueba del aire, vuelve de repente a la realidad positiva. Después de bajar tan profundamente como ha subido para luego alcanzar las más sublimes cumbres, debe volver al nivel normal del equilibrio, capacitado ya tanto por su caída como por su ascensión para apreciar con exactitud el mundo, teatro de su acción iniciática.
Las profundidades se complementan con las abstracciones de las cosas. En el segundo Fausto, Goethe nos habla de terroríficas divinidades que llama las Madres. A pesar de su disolvente dialéctica, Mefistófeles no se atreve a acercarse a estas eternas creadoras de las forma; ni las rodea el espacio ni las afecta el tiempo. En su colectivo aislamiento conciben las imágenes creadoras, los arquetipos de cuanto se va construyendo. Por el intermedio de estas diosas, el Ser brota sin discontinuidad de la matriz tenebrosa de la Nada. El pensador anheloso de profundizar, puede hacer consideraciones acerca de este teme que la sutil poesía de Goethe le presenta.
Por otra parte, el infierno no es, en Iniciación, otra cosa que el camino del cielo. Quien ha sondeado la Nada descubre allí mismo el Todo. Cuando bajando hasta el mismo fondo del abismo de nuestra personalidad, llegamos a descubrir en ella la personalidad que actúa en el universo, entonces somos capaces de colocarnos por encima de todas las contingencias para considerar las cosas desde un punto de vista diferente: el de la potencia que gobierna el mundo.
Para ver realmente las cosas desde lo alto es necesario substituirse en espíritu al mismo Dios. Y no digan que esto es impío; nada puede ser tan saludable para nuestro ser moral como la gimnasia mental de la sublimación filosófica preconocida por los Hermetistas.
Según el sistema alegórico, el sujeto que ha de ser objeto de la Magna Obra debe quedar encerrado en el huevo; allí entra en putrefacción y por fin llega al color negro, representativo de la muerte iniciática del candidato. Por otra parte, la putrefacción liberta lo sutil, que se desprende de lo grosero y sube hasta el cielo de este mundo en pequeña escala, simbolizado por el matraz herméticamente tapado con masilla que usa el alquimista. En las alturas no se deja sentir la acción del fuego central (infernal) y las evaporaciones se condensan para caer en forma de lluvia sobre el cadáver del sujeto. Este experimenta de tal suerte una serie de lavados, gracias a las aguas en sus alternativas de evaporación y de condensación, hasta que, al término de las abluciones, aparezca como testigo el color blanco.
De igual manera que bajó tan solo para subir luego más alto, asimismo el candidato sube para caer otra vez en su campo de acción. Ciertos antiguos mitos nos dan a entender que el sabio no debe eludir su misión terrenal: como mortal no debe desdeñar la Tierra ni tiene derecho a eludir sus leyes.
Aunque divinizado en sus dos terceras partes (y por consiguiente muy adelantado en Iniciación), Gilgamés, el héroe caldeo, tuvo que regresar a Ourouk para volver a la tarea que abandonó en su afán de conquistar la inmortalidad. Podemos aspirar a lo sublime y escapar por un momento de los vínculos de la materia, pero nuestro campo de acción es la Tierra y a ella debemos volver.
Tal es la moral común a todos los mitos de ascenso. Los de Adapa y de Etana son muy característicos desde este punto de vista.
En su calidad de favorito de Ea, dios de la Suprema Sabiduría, Adapa beneficiaba de un vasto entendimiento, pero todavía no de la Vida Eterna. Por otra parte, Adapa alimentaba la ciudad de Eridou de cereales, de bebidas y de pescado. Un día, mientras estaba pescando, el viento del Sur arremetió contra la embarcación y ahogó al protegido de Ea, quien, en la lucha consiguió, sin embargo, destrozar las alas del viento enemigo. Pronto, Anou, el rey del cielo, se dio cuenta de que ya no soplaba el viento del Sur y, al indagar la razón, supo la hazaña de Adapa y decidió castigarle.
Llamado a compadecer en su presencia, Adapa se encamina al cielo y llega a la puerta cuya entrada guardan Tammouz y Gishida, estas dos divinidades le acogen con benevolencia y le prometen interceder en su favor con Anou, advirtiéndole que el dios le ofrecerá un alimento y un brebaje de muerte que Adapa deberá rehusar.
Durante su interrogatorio sabe captarse los favores de Anou y el dios en su deseo de darle la inmortalidad ofrece el bienhechor de Eridou un alimento y una bebida de Vida. Pero Adapa se atiene a la advertencia que sabe emanada de Ea; acepta únicamente el vestido que le ofrecen y se deja ungir con los sagrados óleos antes de volver a la tierra seguido de la mirada benévola de Annou.
En cuanto a la ascensión de Etana, se verifica gracias a la amistad del águila socorrida por el elegido de los dioses.
Predestinado a reinar sobre los hombres como pastor, Etana no puede encontrar más que en el cielo las insignias de una dignidad cuya naturaleza parece más bien mágica o espiritual. Mientras tanto, Etana se agita sobre la Tierra, inquieto por su obra en perpetuo estado de gestación. En sus angustias suplica a Shamash, el dios Sol, que le indique la hierba de parto (de realización), y Shamash le contesta: Ve andando hasta llegar a la cima del monte.
Etana obedece, y por fin llega un día al borde de una grieta de la montaña en la que yace maltrecha un águila con las alas rotas por una serpiente, cuya prole había devorado. Etana cuida del pájaro herido, que recupera las fuerzas y sana poco a poco. Al cabo de ocho meses el águila ha recobrado por completo el uso de sus alas y propone a Etana llevarle al cielo para juntos prosternarse a la entrada de la puerta de Anou, de Bel y de Ea. El águila conoce también la entrada de la puerta de Sin, de Shamash, de Adad y de Isthar. 1
Ha tenido ocasión de contemplar a la diosa en todo su esplendor, sentada sobre su trono con una guardia de leones.
Etana acepta la proposición del águila y se abraza estrechamente al ave, espalda contra pecho, flancos contra flancos, tendidos los brazos sobre las plumas de las alas. Cargada de tal suerte con un peso que se adhiere a él exactamente, sin impedir ninguno de sus movimientos, el águila va subiendo por espacio de dos horas y pregunta entonces a Etana qué impresión le produce la Tierra: Ni abarcando el mar parece mayor que un sencillo patio.
Después de dos horas más de ascenso, la Tierra y el Océano se parecen a un jardincillo rodeado por un riachuelo. Sube más todavía y, transcurridas otras dos horas, Etana despavorido, ha perdido completamente de vista la tierra y el mar inmenso.
Su vértigo paraliza al águila, que cae durante dos horas, y continúa cayendo otra y otra más. Por fin, el águila viene a estrellarse contra el suelo, mientras Etana parece trocarse en rey fantasma.
Desde el punto de vista iniciático, este mito resulta muy instructivo, a pesar de resultar algo oscuro por la razón de no haber llegado a nosotros íntegro. Si bien es verdad que para conquistar la dignidad real, debe el iniciado trascender las bajezas humanas, su reino no es de este mundo, sino más bien astral, como el de Etana, el soñador inquieto, que busca la manera de realizar sus ideales.
Tanto si se trata de alcanzar el cielo, como de construir una torre semejante a la de Babel, el simbolismo es el mismo. También podemos ver cómo corresponde al mito de Etana la clave 16 del Tarot, titulada la Casa de Dios, que nos representa la caída de dos personajes, uno de ellos coronado. Para la mayor parte de la gente esto hace alusión a las empresas quiméricas, como, por ejemplo, el descubrimiento de la Piedra filosofal que perseguían los sopladores, estos alquimistas vulgares, incapaces de penetrar el exoterismo de las alegorías herméticas.
En realidad la caída es una de las pruebas previstas en iniciación, y si sube el candidato es tan sólo para caer de mayor altura. Al atravesar el aire, en su caída, se verifica la purificación; es otro hombre, del todo distinto cuando llega a tierra, maltrecho sí, pero capaz de levantarse para proseguir su camino.
Para llegar a ser dueño de sí mismo, es del todo indispensable apartar la atención del mundo externo, para internarse en la noche de la personalidad verdadera; luego, después de haberse encerrado en sí mismo, hay que salir otra vez por medio de la sublimación iniciática. Además, no estamos destinados a vivir ni en nuestro fuero interno ni tampoco fuera de nosotros mismos.
Una tarea nos espera en este mundo objetivo, del que somos parte integrante y, por lo tanto, no puede ser cuestión de sumirnos en una vida meramente interna y, por lo mismo, absolutamente estéril. El Iniciado sabe por descender en sí mismo, pero no malgasta el tiempo en la contemplación de su ombligo, a la manera de los anacoretas orientales. Tampoco ignora el camino de la salida sublimatoria, pero tiene buen cuidado en no quedarse en el limbo y, al contrario, se abandona a la caída salutaria.
La Iniciación no tiene por objeto satisfacer las curiosidades indiscretas. No viene a revelar los misterios del infierno ni los del cielo; nos instruye tan sólo en los secretos de la Magna Obra y se limita a preparar, por una educación práctica, obreros dóciles a las directivas del G.A.D.U.
Gracias a su descenso, el candidato ha echado raíces en las profundidades de su ser; su fuerza activa le estimula poderosamente y le infunde la indomable energía de los Cíclopes; luego, sin romper sus vínculos infernales, sumamente elásticos y extensibles, emprende la subida y va a arrebatar el fuego del cielo, capacitándose para poder aplicar al trabajo las potencialidades, tanto superiores como inferiores. En esta unión interna de los dos extremos estriba su poder de Iniciado.
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