OLSWALD WIRTH
Al despojarse el candidato de sus metales, separa su atención del aspecto externo de las cosas y se esfuerza en olvidar las revelaciones de los sentidos para concentrarse en sí mismo. Una venda se pone sobre sus ojos y le envuelve la noche. Empieza a bajar rodeado de tinieblas y por innumerables peldaños llega por fin al mismo corazón de la gran Pirámide. Entonces cae la venda y el neófito se ve aprisionado en su sepulcro. Comprende que ha llegado la hora de la muerte y se conforma; pero antes de renunciar a la vida redacta el testamento que concreta sus últimas voluntades.
No se trata de disponer de unos bienes que ya no posee, puesto que ha sido preciso renunciar a todo cuanto tenía para poder sufrir las pruebas. Despojado de todo lo que no constituye su verdadero ser, puede disponer únicamente de lo que le queda, haciendo donación de su energía radical. Concentrado en sí mismo y después de hacer abstracción de todo lo ajeno a su naturaleza primordial, el individuo se encuentra frente a frente con su propio espíritu, con el foco inmaterial de sus pensamientos, de sus sentimientos y de su voluntad. Tiene conciencia de ser, en último término, una fuerza, una energía cuya libre disposición le pertenece.
¿Cómo entiende aplicar esta energía? He aquí el problema que debe resolver al redactar su testamento. Si procura entonces indagar cuál es el mejor camino, podrá ver claramente que la voluntad individual no sabría aplicarse a más alto ideal que a la realización del supremo bien. Esta constatación le incita a consagrarse a la Magna Obra y toma la resolución de trabajar, de acuerdo con los principios de los Iniciados, al mejoramiento de la suerte de la humanidad.
Puede ya morir a la existencia profana una vez tomada esta resolución. En efecto, el hombre ordinario no se inspira más que en el egoísmo. Se imagina ser él mismo su propia finalidad y con gusto se considera como centro del mundo. En esto difiere el Iniciado: al volverse hacia sí mismo ha reconocido su propia insignificancia. Su conciencia le dice que no es nada por sí mismo, pero que forma parte de un inmenso todo. Es tan sólo humilde átomo de este conjunto, pero esta célula individual, fragmento de un organismo mucho mayor, tiene su razón de ser en la misma función que le toca desempeñar. Así es como la ciencia iniciática toda, tiene por base el reconocimiento de nuestra relación ontológica con el Gran Adán de los Kabalistas, o sea, la Humanidad considerada como el ser viviente en el seno del cual vivimos y del que emana nuestra propia vida.
Siendo así, ¿qué va a significar para nosotros la palabra vivir? Deberemos acaso apetecer las satisfacciones individuales? Sí, pero dentro de ciertos límites. Todo germen en vía de desarrollo debe, al principio, acaparar y atraer hacia él la sustancia circundante, dando muestra de fiera avidez. El instinto vital procede de un egoísmo inherente a la misma naturaleza de las cosas y que tiene un carácter sagrado, mientras tiene por fin la construcción indispensable del individuo.
La caridad bien ordenada empieza por nosotros mismos y es preciso adquirir, antes que poder dar. Pero los dos hábitos de adquisición tienden a perdurar más allá del término normal. Llegado a su pleno desarrollo, el individuo queda expuesto a seguir ignorando su destino superior, o no pensar más que en él mismo, dejando a sus solos apetitos la dirección de su vida. Con tal que, obedeciendo a sus naturales impulsos, el individuo sepa acordarse de sus semejantes, portándose con ellos equitativamente, podrá conducirse en leal unidad del humano rebaño.
Será acreedor a la estima de los Iniciados si ha sabido llevar a cabo fielmente la tarea que le habrá correspondido; el inmenso organismo humanitario requiere múltiples funciones de infinita variedad: Loor a quien sabe responder lealmente a las lejanas llamadas de su vocación.
Todo lo dicho se refiere al mundo profano que los Iniciados tienen buen cuidado de no menospreciar. La honradez consiste en no perjudicar al prójimo ni hacer daño a nadie, conservando nuestra libertad para buscar satisfacciones lícitas. Es poner en práctica el cada uno para sí manteniendo en sus justos límites, para que sea posible la vida en común entre individuos civilizados.
Desde luego el estado de civilización que resulta de la aplicación de estos principios constituye un inmenso progreso sobre las costumbres salvajes de las primeras edades, cuando no se reconocía otra ley que la de los apetitos desencadenados. Pero la Humanidad tiene aspiraciones mucho más elevadas. Cuando comprenda el hombre que no es nada de por sí, buscará más estrecho contacto con la fuente de su vida y de su existencia. Tendrá la convicción de que su vida verdadera no es esta mísera vida de la personalidad, sino la gran Vida que anima a todos los seres.
Entonces sabrá morir para las mezquindades de su esfera individual, para nacer al instante, a una vida superior mucho más amplia, que es la de la especie humana vista en su conjunto. En otras palabras, es cuestión de dejar el personalismo para llegar a humanizarse en el más amplio sentido de la palabra.
Lo que caracteriza al profano es precisamente este personalismo. Tiene fe en sí mismo, en este yo que cree imperecedero y quiere asegurar su salvación eterna. Un cándido egoísmo constituye el móvil de todas sus acciones, incluso de las más generosas.
Al contrario, el Iniciado no conserva la menor ilusión tocante a su personalidad. No ve en ella más que un efímero conglomerado, con destino a disolverse más tarde y por cuyo medio se manifiestan, transitoriamente, ciertas energías permanentes de orden general y trascendente.
Al descender en sí mismo se halla en presencia, no de un pobre yo raquítico, sino de un vacío sagrado en el cual ve reflejarse la divinidad. Entonces es cuando llega a comprender que todos somos dioses, como lo dice el Evangelio (Juan X, 34) y como lo expresa el salmo LXXX, 6: “Dioses sois e hijos todos del Soberano”.
Pero si el animal, al tomar conciencia de su hominalidad contrata deberes mucho más extensos, mucho más, con tal motivo, vamos a tener que exigir del hombre que ha penetrado el secreto de su divina naturaleza. Una formidable responsabilidad nos incumbe en virtud de nuestra calidad de dioses, ya que el Universo pasa a ser nuestro absolutamente, del mismo modo que la cosa pública (Res publica) pasa a ser propiedad del ciudadano conciente de la ciudadanía nacional.
El hombre-dios no puede ya contentarse con vivir en el hombre-animal honrado. Se siente responsable de los mundiales destinos y comprende que debe completar la creación. Aquí le tenemos llamado a ordenar el caos moral, en medio del cual se agita la humanidad. Su tarea es coordinar y construir. ¿Cómo y de qué manera? No lo sabe todavía, pero quiere ingresar en la escuela de los constructores y ser iniciado en su arte. De aquí en adelante podrán ellos instruirlo, porque la chispa del fuego sagrado ha brotado en su interior.
¿Habéis penetrado acaso hasta el foco central en donde, bajo la ceniza de las impresiones externas, sigue ardiendo el fuego divino, vosotros todos, que pretendéis haber alcanzado la categoría de iniciados? En vuestro afán de subir rápidamente ¿no pudiera darse el caso de haberos olvidado de bajar primero? Tanto peor para vosotros si os ha fallado la primera operación de la Magna Obra, la que simboliza el color negro, pues sin esta previa base toda va a ser inútil.
Saber morir: aquí está el gran secreto que no se puede enseñar. Debéis dar con él, de lo contrario, vuestra iniciación no pasará de ficticia, como desgraciadamente sucede la mayor parte de las veces. Sin haber muerto realmente para las profanas atracciones, el falso iniciado no puede renacer a la vida superior, privilegio reservado a los pocos que han sabido regenerarse por la comprensión de la humana divinidad. Para conseguir la iniciación es preciso sufrir la muerte iniciática, operación ardua y eliminatoria; entre el gran número de candidatos sólo un corto núcleo de elegidos logra el éxito.
Preparaos, pues, a esta muerte si queréis ser iniciados; de otro modo, el sólo rito tradicional de por sí, nada puede dar puesto que no es más que la forma hueca y engañosa de la superstición; sabed morir o, de lo contrario, mejor será renunciar modestamente de antemano a la Iniciación.
Morir es un cambio de estado y por ello la muerte solo resulta ser una migración del tiempo y espacio cualitativo, lo que aterra es la perdida de la conciencia, el abandono de la mente, ese es el drama y hay que respetarlo.
ResponderEliminarTodo es finito, incluso el mismo universo va a tener su fin.