LA LUZ

ALDO LAVAGNINI

El objeto interior iniciático y filosófico hacia el cual converge todo el simbolismo masónico, puede resumirse en las palabras búsqueda o revelación de la luz.
La Logia, síntesis local, imagen pequeña y expresión particular de la Orden, se halla, como lo hemos visto, orientada, o sea dispuesta y dirigida en la dirección en que se encuentra o aparece la luz. A su vez, esta luz material, que afecta nuestro ojo físico y nos da la visión externa del mundo fenoménico, es emblemática de otras dos formas de luz, de las cuales la primera brilla y la otra se halla todavía latente en su fuero interior.
La primera de estas dos luces simbólicas es la luz de la inte¬ligencia, representada alegóricamente por la estrella flameante, como signo del hombre y de sus facultades, que obedecen a la ley quinaria, precisamente como los sentidos y sus órganos físi¬cos. Esta luz intelectual, o sea la facultad interior de ver y reco¬nocer las cosas exteriores, tiene como símbolos más apropiados Hércules y Mercurio, así como la luz física está representada por Helios y por Venus, en su aspecto de armonía fecunda y creadora de la naturaleza.
Estas dos formas de luz son conocidas y familiares a todo hombre, dado que alumbran respectivamente el mundo exterior de la experiencia física, y el mundo interior de la conciencia y de la razón. Pero, hay otro género de luz, superior a estas dos, y generalmente latente y oscura para el hombre, hasta que no se despierta en él su íntima percepción. Esta luz espiritual, que representan mitológicamente Apolo y Minerva, es el principio
de toda inspiración y se llama con feliz expresión la verdadera luz, precisamente como la denominan a la vez el evangelio juanítico (to phos to alethinón) y las constituciones masónicas de Anderson (true light).
Las primeras de estas tres luces son las luces respectivamente objetiva y subjetiva, alumbrando la una nuestros sentidos y la otra nuestra inteligencia. En cuanto a la tercera, su carácter es más profundo y misterioso, dado que trasciende tanto la una como la otra, aunque sea la esencia, o lo real en ambas, la luz Eterna e Inmanente que constantemente resplandece en el dominio de la relatividad, de la apariencia y de la contingencia. Sólo cuando nuestra propia conciencia se reconoce más profunda¬mente a sí misma, adquiere la capacidad de percibirla y reco¬nocerla como la única y más verdadera luz, de la cual las otras dos formas —que alumbran los sentidos y las facultades ordi¬narias de la mente— no son sino 'aspectos relativos y compara¬tivamente ilusorios, pues no tienen realidad en sí mismas, sino únicamente en cuanto participan de la realidad propia de la última y la expresan.
Estas tres luces —la luz de la naturaleza, la luz humana y la Divina— que presiden respectivamente al mundo fenoménico de las formas, al mundo intelectual de las ideas, y al mundo nouménico de la absoluta realidad, están representadas en la Logia por los tres puntos cardinales del Sur, del Norte y del Oriente, en donde se sientan las luces simbólicas que la dirigen y presiden en sus trabajos. La primera desarrolla en nosotros la capacidad de apreciar la belleza, la armonía y el orden que presiden a la naturaleza; la segunda se manifiesta en nuestras propias facultades internas y en su expresión activa y operativa (Fuerza); y la tercera estimula en nosotros la Sabiduría, que nace y se desarrolla, por medio del discernimiento de la verdadera realidad.
El hombre se hace simbólicamente masón —o sea, llega a ponerse en contacto consciente y constructivo con la Suprema Realidad Planeadora y Constructora del Universo— al percibir esta luz, pues la conciencia de esta Trascendente Realidad lo inicia (o sea, lo hace ingresar o nacer) en una nueva manera de ser, en una nueva visión de la vida y de las cosas, así como de su propia relación con el principio íntimo de éstas y con el mundo v las condiciones externas que lo rodean. Pues, esta Luz del Oriente es aquella que, de ahora en adelante,
tiene que orientar u ordenar constructivamente todos sus pensamientos, palabras y acciones.
Sin embargo, no se llega a la percepción de la Luz Trascen¬dente —o sea, al discernimiento de la verdadera realidad— sino como resultado de una serie de viajes; o sea, por medio de etapas sucesivas de progreso en cada una de las cuales tiene uno que enfrentarse con ciertos obstáculos o experiencias, que le es me-nester superar o resolver, para que en cada etapa se le permita ir adelante, o proceder.
Cada uno de estos viajes o conjuntos de experiencias implica y efectúa una determinada purificación, representada simbólica¬mente por la naturaleza del elemento que preside a la misma, librando la naturaleza interna del individuo —que es pura con¬ciencia, y por ende también Luz y Verdad— de alguna forma particular de ilusión. Toda ilusión y todo error es, pues, una forma de impureza de los medios o vehículos de que aquél se sirve, y que forman su personalidad. En otras palabras, la Vida Interna por su origen divina y perfecta, se afirma sobre la impureza de los vehículos en que se expresa —resultado de la evolución natural, que es involución de la Realidad nouménica en la apariencia fenoménica— de manera que la propia expresión, purificada por medio de los viajes (o experiencias), se acerca siempre más a la Verdad inherente (o verdadera luz), manifestando su implícita virtud.
Todas las posibles, y por supuesto, infinitamente variadas experiencias de la vida, se resumen simbólicamente en tres viajes fundamentales que también indican los tres tipos de purificación que respectivamente se relacionan con el dominio de los pensa¬mientos, de los sentimientos y de la voluntad. A su vez cada viaje se halla precedido por un estado preliminar de reflexión, o concentración en uno mismo, en el cual encuentra uno el primer vislumbre de la luz, e igualmente nace la determinación de viajar
o progresar, en las dos direcciones, de su reconocimiento primero, y luego de su expresión.
Esta experiencia preliminar familiar a todos los masones como estancia en el llamado cuarto de reflexión, es de por sí algo pro¬fundamente significativo. En las antiguas iniciaciones, o sea en los misterios que precedieron y preludieron a la Masonería en su forma, actual (en la que, de la misma manera, se halla la semilla de su porvenir), el candidato era conducido v dejado solo, por algún tiempo, en una gruta o lugar subterráneo, en obscuridad
casi completa y en presencia de símbolos o imágenes —casi siempre de un carácter fúnebre o lúgubre— sobre los cuales tenia que reflexionar.
Se trataba, pues, de una prueba, análoga a la de la propia semilla, cuando se pone en el seno de la tierra labrada, para que pueda germinar y crecer, abriéndose su propio camino hacia la luz, por medio del esfuerzo interior, hacia abajo con las raíces, y hacia arriba con las hojas, o sea en la dirección vertical (u oriental) de las aspiraciones latentes en ese germen. El candidato a la iniciación es precisamente esa semilla, que oculta en sí mismo, en un estado latente, sus posibilidades espirituales, cuyo desarrollo empieza con la reacción interior a esa primera prueba, para luego afirmarse y crecer con las siguientes; dado que todas las pruebas son, esencialmente, oportunidades y medios de creci¬miento y progreso.
La prueba del cuarto de reflexión la encontramos a menudo en la vida externa, cuando las experiencias de éstas, especialmente los dolores, decepciones y contrariedades, nos llevan o nos inclinan hacia un estado de comparativa soledad, en el cual nos hallamos enfrente de nosotros mismos, tratando de comprender la razón y el sentido de aquellas experiencias, y cómo podemos salir satisfactoriamente de las mismas. Muchas veces el alma se encuentra, en esa condición de desolación, como si fuera casi destruida, o literalmente hecha pedazos; o sea en un estado de muerte interior, en la que han de manifestarse las posibilidades hasta entonces latentes de la Vida Interna, impulsándola hacia el nuevo nacimiento
o resurrección de que es en sí semilla y poder. Y, según esto se verifique, la vida renace literalmente, o vuelve a rehacerse sobre la destrucción del pasado así superado.
El despojo de los metales que se verifica al ingresar en el cuarto de reflexión, es un índice de que los valores materiales y morales, que nos han servido hasta entonces, y sobre los cuales habíamos construido nuestra existencia, aparece como si nos fueran quitados por la fatalidad externa, o bien cesaran de ser apreciados y poderse utilizar. De todos modos, nos es preciso buscar nuevos valores, en substitución de aquellos de que ya no nos es dado servirnos — valores adecuados a las nuevas condiciones, que nos permiten enfrentar y superar.
Pero, ese despojo tiene también un más profundo sentido filosófico. Para buscar la Verdad (la verdadera luz), es preciso previamente despojarnos de todas las opiniones preconcebidas, y
especialmente de las creencias (científicas, filosóficas y religiosas) que, más bien que ser fruto maduro de la reflexión y del discerni¬miento, provienen de nuestra educación y de la sugestión del medio en que vivimos, en el que se aceptan como moneda corriente, pero cuyo brillo no registe la claridad de la luz meridiana de la Verdad, en donde pierden, por consiguiente, todo valor y toda efectividad.
Es igualmente necesario despojarnos, por medio del discerni¬miento, de todo aquello cuyo valor y utilidad sean puramente aparentes: de todas las posesiones ficticias, que no pertenecen a nuestro ser real; pues todas estas cosas que ocupan y dominan nuestra conciencia, por su misma presencia nos impiden reconocer, apreciar y buscar los valores verdaderos, que son como la perla preciosa del parangón evangélico, para comprar la cual el que la encuentre se halla dispuesto a vender o deshacerse de todo lo que tiene. Así es la Verdad: para poderla adquirir se precisa estar dispuestos a vender o dejar todos aquellos valores transitorios que no rigen en su comparación con los valores reales, que son los únicos que pueden darnos certidumbre y seguridad. Sólo en ese estado de desnudez filosófica, de quien se haya librado de los in¬ciertos valores profanos, puede sernos franqueado el umbral del Templo en que se encuentra la Verdad y nos es dado conocerla.
La palabra templo, derivando de una raíz (temes o tamas) que tiene el sentido originario de obscuridad, manifiesta haber significado, en un principio, un lugar obscuro (caverna, hipogeo o cripta); como aquellos de los que tenemos ejemplos en la antigüedad histórica del Oriente y prehistórica del Occidente. Muchísimos subterráneos y verdaderos templos, cavados en la roca, pueden admirarse aún hoy en la India. Ahora, esa obscuridad relaciona el templo con el cuarto de reflexión, pues los dos indican el lugar en que se oculta y se en¬cuentra, en estado latente, aquella Luz Divina que ha de buscar el iniciado, o sea la luz verdadera para encontrar la cual las mis¬mas tinieblas, con relación a la luz externa, representan la con¬dición más favorable. ¿No es esa obscuridad, que simboliza también en su nombre Leto, la madre de Apolo y Diana, la verda¬dera madre de la luz que alumbra por igual el día de la conciencia objetiva y la noche de la subjetiva? ¿Cómo pudiera, esa misma luz verdadera, encontrarse, sino apartándose temporalmente del dominio ilusorio de la ordinaria luz de los sentidos externos y de las facultades internas, que sólo pueden hacernos desviar del Camino Recto de esa búsqueda?
Esta condición indispensable para encontrar en las profundi¬dades internas de nuestro ser la Luz Verdadera —que nos da el sentido de lo real, y el más genuino criterio de la Verdad—, tiene como otro problema el de la venda que cubre los ojos del recipien¬dario, al emprender sus viajes en el camino que ha de llevarle a reconocerla. Al franqueársele con ese objeto la puerta del Templo, ha de estar, pues, en estado de voluntaria ceguera, con relación a la luz exterior, además de encontrarse en la "desnudez filosó-fica" de que hemos hablado, poniendo al descubierto su cora-zón; que hace patente su mejor buena voluntad, así como el pie que le hará reconocer las asperezas del camino y la rodilla que demuestra su humildad y la interna devoción; con las cuales sólo pueden superarse los obstáculos y dificultades que se encuentran espar¬cidos sobre sus pasos, y constituyen otras tantas oportunidades, o gradas en la senda de su progreso.
Todos los viajes se dirigen al principio hacia el Oriente, o sea el lugar de origen o Manantial de la Luz; así como la mente se encamina, para buscar la Verdad, desde los efectos a las causas, desde los fenómenos a las fuerzas o principios que los originan, desde el mundo concreto de la sensación al mundo abstracto de la pura ideación. Pero, ese estudio inductivo de las leyes y prin¬cipios que gobierna la naturaleza exterior y las experiencias de nuestra propia vida individual, quedaría estéril e infructuoso, si no fuera luego aplicado y comprobado en el dominio de los efec¬tos. De aquí la necesidad de emprender luego un nuevo viaje de vuelta hacia el occidente, para llevar en las experiencias de la vida externa la nueva luz que ha sido encontrada en la búsqueda anterior.
"La ida y la vuelta son, en realidad, las mitades de un único viaje o ciclo de estudio y experiencia, de reflexión y actividad, y la segunda es el complemento indispensable de la primera. Hay, pues, una unidad esencial que, por igual, sirve de fundamento a las experiencias externas del mundo fenoménico e internas de la realidad espiritual, o sea, al mundo concreto de los objetos (representado por el Occidente) y al dominio puramente abstracto de las ideas (que simboliza el Oriente). Oriente y Occidente son dos aspectos de una Suprema y única Realidad, que es el río del que constituyen respectivamente el Manantial y la desembocadura, y que además se halla en todo el recorrido del mismo.
De aquí la necesidad de buscar esa única realidad en esos dos polos opuestos, en lo que se halla, por así decirlo, entretejida toda la trama del universo. Pues la luz que en el Oriente se re-vela en su pureza originaria, y así puede ser percibida y recono¬cida como tal, se halla igualmente al Occidente, pero de una manera oculta y velada, y debe buscarse —como se buscaba a Osirís en los misterios egipcios— así sepultada en el dominio de las sombras o formas exteriores, que la encierran; como aquel en el arcón, que le había preparado su malvado hermano Set-Tifón, personificación de la obscuridad combatiendo la luz.
La primera parte del viaje, o sea la búsqueda de la verdadera luz (que sólo podemos ver como tal en el principio u origen de las cosas), es el camino áspero que se dirige del occidente al oriente en la región obscura del Norte, en donde nos sirve para orientarnos la estrella polar, fulcro del mundo físico y emblema del eje inmóvil, descansando sobre el cual y moviéndose en su derredor, parecen desarrollarse, en el Tiempo y en el Espacio, to¬dos los fenómenos contingentes.
El progreso es particularmente difícil y trabajoso, dado que se trata de ascender lugares más elevados (condiciones de conciencia que se hallan más cerca del olímpico dominio de la Realidad Trascendente), y el camino se halla sembrado de obstáculos ma¬yores: precisa trepar sobre las rocas que, con motivo de su solidez, se parecen a aquellos principios más firmes —morales y filosóficos
— sobre los cuales podemos sentarnos y descansar, basando en ellos nuestros pensamientos y nuestra conducta en la vida. Pero ese descanso sólo puede ser contemporáneo: la vida es un progreso continuado, que no admite detenciones o paradas verdaderas, sino sólo etapas sucesivas, siendo cada una el presupuesto de la otra.
Delante de nosotros, se halla una peña más elevada —un lugar más próximo y cercano a la Verdad. Es menester descender, para poder nuevamente subir y conquistarlo. Así pues, por medio de una larga serie de ascensos y de descensos, se cumple ese viaje que nos lleva siempre más cerca de aquellos lugares, en que el día y la mañana tienen su nacimiento. Llegaremos tan cerca como pueda nuestro ojo resistir esa luz deslumbrante; e igualmente puedan nuestros pulmones soportar el aire sutil y rarefacto que se halla en todas las regiones elevadas tanto del mundo físico, como del espiritual.
El primero de los viajes es, también, la prueba del diré: la prueba que espera a todo aquel que quiera elevarse y ascender.
Cuando se llegue a las regiones filosóficas de la pura abstracción hay, sobre todo, que vencer el vértigo que pueden causarnos, pues nos parece muchas veces estar sin asiento, y como suspendidos en el espacio, a la merced de los vientos que pueden barremos y hacernos precipitar nuevamente sobre aquella misma realidad, concreta, por encima de la cual por medio de una comprensión superior, parecíamos habernos elevado.
También representa, esa prueba del aire, nuestra inherente firmeza de propósito por medio de la cual, haciendo nuestro firme apoyo la roca de la Verdad, y los principios morales a los cuales hemos determinado conformarnos, estamos capacitados para en¬frentarnos animosamente y sin vacilar, con las falsas creencias, opiniones y corrientes hostiles del mundo exterior, sin que éstas tengan el poder de hacernos caer en el abandono de esos princi¬pios, de los que nuestra propia conciencia íntima nos da la segu¬ridad.
Encontramos la prueba, en esta forma, en nuestro camino de regreso, del Oriente al Occidente, cuando se traía sobre todo de aplicar, probar y hacer efectivos aquellos principios y verdades que hemos reconocido más justos y reales. Esos principios, leyes y verdades abstractas han de demostrarse en su aplicación en las diferentes experiencias de la vida, por medio de la cual nuestro primer convencimiento se hace a la vez más firme y más valioso. Cuando la Verdad logra hacerse operativa en estas experiencias, en cuanto llega a dominarlas, trasmutando los efectos por medio de las causas en que tienen su origen y su fundamento, entonces esa Verdad es para nosotros la luz creativa1 que obra constructi¬vamente en nuestro fuero interno, haciendo igualmente fecunda la vida exterior.
Por consiguiente, el viaje de regreso sólo puede efectuarse en esa luminosa región del Sur, que hemos visto ser el asiento de Ve¬nus, como principio de la armonía creadora de la naturaleza, aprovechando y utilizando con ese objeto todas indistintamente las experiencias que se nos presenten, cuyo resultado ha de ser en definitiva benéfico y constructor.
La prueba del aire es también la primera que encuentra el embrión de la planta, al abrirse su camino, desde la obscuridad protectora de la tierra y de la semilla, verticalmente, hacia la luz. Viniendo en contacto con ese elemento, móvil y frío, cuyas co¬rrientes poderosas abaten y arrebatan, a veces, los árboles más
fuertes, debe aprender a resistirle y aprovecharlo útilmente, apo¬yándose e inmergiéndose en el mismo, en su crecimiento, y sa¬cando de aquél su propio alimento; por ser el oxígeno el más indispensable entre los elementos sostenedores y activadores de la vida orgánica.
Lo mismo ha de hacer quien se abre —por sus esfuerzos, y por su íntimo anhelo hacia la luz— su propio camino hacia la Verdad que es fuerza, vida y alimento. Pues, aquello mismo que tiene el poder de abatirnos y hacernos caer, cuando sepamos apro¬vecharlo, se hará nuestro apoyo y el medio de nuestra elevación y crecimiento. Que el uno y el otro de estos dos efectos con¬trarios sea aquel que esa influencia produce en nuestra vida, es¬triba precisamente en nuestra propia actitud interna, o sea en el dominio y control constructivo que sepamos realizar sobre nuestros propios pensamientos.
Pues nuestro enemigo, en ningún caso se halla afuera, sino que está dentro de nosotros mismos, en las propias tendencias ne¬gativas de los pensamientos y en los errores y falsas creencias que hemos aceptado y reconocido, formando la simiente de la cizaña que crece y se manifiesta en el campo de la vida externa, junto con las espigas sabrosas de nuestros pensamientos positivos y constructores, que son los que expresan sabiduría y verdad.
La propias corrientes hostiles y todos los vientos contrarios que parecen soplar en. contra de nosotros, han sido por así decir¬lo, involuntariamente creados, llamados, atraídos y producidos por la actitud interior negativa de la mente y toda nuestra opo¬sición en contra de ellos no haría más que acrecer su violencia. Pero podemos utilizarlos sabiamente, eligiendo con el ideal que nos guía la dirección de la marcha, dado que con el mismo viento puede un barco ir en dos rumbos contrarios, y hacia su puerto o su destrucción, según sabe aprovechar su empuje, disponiendo oportunamente las velas. El segundo viaje, que hace el candidato antes de ser recibido masón, representa una etapa sucesiva en la cual, en razón del progreso hecho anteriormente el camino resulta más fácil y me¬nores son los obstáculos que sobre el mismo se encuentran. Esto se debe tanto a la crecida fuerza y capacidad de superar las difi¬cultades, por lo cual éstas cesan de ser tales, así como al dominio adquirido sobre los pensamientos, cuya actividad creativa y causativa se manifiesta, según proceden la experiencia y el discer¬nimiento de una manera siempre más constructiva y armoniosa.
En lugar de los ruidos más burdos y desordenados del primer viaje, alusivos a los vientos impetuosos de la destrucción, y al estado en que nos encontramos cuando nos dominen los errores y los pensamientos que no hemos aprendido a controlar, se oye ahora el toque suave y argentino de las espadas. Estas indican los combates que se verifican, sin embargo de una manera leal y ordenada, a la luz de nuestro mejor discernimiento, entre opuestos sentimientos y emociones que, a la vez, quieren dominarnos. El lugar de ese combate es nuestro propio corazón, el manantial in¬terior de las aguas de la vida que necesitan purificarse, así como nuestros pensamientos.
La misma prueba del agua la encuentra la plantita en su creci¬miento, cuando sobre ella se abaten las lluvias, cuyas gotas, ani¬madas por una moción en sentido contrario al de su crecimiento, son como otras tantas espadas que aparentan dirigirse en su contra para destruir y anonadar su esfuerzo hacia la luz. Sin embargo esa lluvia no deja de ser benéfica, en cuanto purifica el aire y lo hace más claro y transparente, mientras riega y refresca la tierra: también se refresca la plantita, resistiendo esa prueba, y absorbiendo con su raíz la humedad benéfica que será para ella un nuevo elemento favorable para su crecimiento al mismo tiempo que le quita las escorias que pudieran depositarse en su superficie, llevadas por el aire y los animales.
Lo propio sucede con el hombre, que sale purificado del combate de las emociones, según aprende a dominarlas armoni¬zándolas con sus aspiraciones superiores; y de las lágrimas que resultan de todas las emociones negativas y que, regando el órgano de la vista, hacen a ésta más clara, serena y despejada.
Sin ningún ruido tiene lugar el tercer viaje, alusivo a una fase más elevada de, progreso y purificación. Mientras en el primero se trata sobre todo del dominio de los pensamientos —pues a ellos se les deben todas las dificultades y obstáculos que el hombre puede encontrar sobre el sendero de su vida— y que han de ser clarificados, iluminados y coordinados constructivamente, conociendo y aprovechando la Luz de la Verdad; y en el segundo se trata de controlar y dominar todos aquellos sentimientos y emociones que manifiestan imperfectamente la Vida Interna y tratan de impedir el progreso según los anhelos más elevados de ésta; en el tercero se aprende, de la misma manera, a purificar la voluntad de todos aquellos hábitos e instintos, cuya influencia
se ejerce en un sentido opuesto a la conservación y al progresoevolutivo de la existencia.
Sobre los hábitos y los instintos, que constituyen lo que se ha llamado la mente subconsciente descansa, pues, como un edificio sobre sus cimientos, el templo de nuestra existencia orgánica y activa. En estos fundamentos, además del factor individual, con¬curre la herencia atávica y la de la raza, cuya base es mental aunque se consideren a menudo como atributos propios e insepa¬rables del plasma vital, o bien de los más pequeños, ultramicros¬cópicos, elementos morfológicos. El dominio y la purificación de esos hábitos e instintos, de manera que estén en perfecta armonía con la voluntad de nuestra Vida Elevada —incluyendo las inten¬ciones y motivos que pueden impulsarnos a la acción— es preci¬samente la tarea a la que aluden el tercer viaje y la prueba del fuego, anticipándosele como programa iniciático al recipiendario, aquello mismo que encontrará nuevamente en forma más directa en los grados superiores.
La regeneración individual es, pues, aquello que ha de salir de la prueba del fuego, como nos lo muestra la narración mitológica de Demeter que pone al niño Demofonte, confiado a sus cuidados, en la llama del hogar, para que se purificara de sus escorias (o instintos) mortales, y se hiciera inmortal.
Así la Luz de la Verdad, después de haber brillado claramente en la mente, como principio ordenador de los pensamientos, y luego en el corazón, purificando y ordenando constructivamente, las emociones, desciende en las mismas profundidades de los ins¬tintos y hábitos arraigados en la carne —que constituyen el infierno de la vida individual— con objeto de salvarlos, o sea purificarlos y ennoblecerlos. De esta manera la misma luz o Verbo Divino se hace carne y habita en nosotros', y según le recibamos nos da "potestad de ser hechos hijos de Dios" o sea, hijos conscientes de la verdadera luz, que en nosotros brillará eternamente.
Habiendo encontrado y recibido la Luz, el iniciado, de la misma manera, recibe y encuentra la palabra que es sagrada, en cuanto renovadora y ennoblecedora de su ser y de su vida. Esa Palabra es la misma Luz, que se presenta al oído del entendi¬miento, después de haber sido percibida por el ojo del discer¬nimiento. La Luz y la Palabra igualmente hacen, al masón, cons¬tituyendo de ahora en adelante el propio Logos o Centro Divino y principio constructor y ordenador de la logia de su propia vida renovada —desde sus funciones instintivas al cielo de los pensa¬mientos y de las inspiraciones— en virtud y por medio del mismo. Puede ahora dignamente ceñírsele el mandil como emblema de la pura conciencia constructiva que ha nacido en él, al encontrar y recibir esa Luz verdadera que de ahora en adelante lo orienta y lo guía en todos sus pasos, iluminando su existencia y derramándose y esparciéndose en su derredor, con el místico aroma de la virtud, que siempre la acompaña y la demuestra.

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