LA OBRA

ALDO LAVAGNINI

Ya hemos visto cómo todo el simbolismo masónico señala la finalidad especialmente operativa de la Sociedad cuyo nombre es sinónimo de construcción. Únicamente puede llamarse ma¬sónico aquello que eleva o levanta algo en el dominio intelec¬tual, moral y espiritual, además que en el mundo de la realización objetiva.
Conforme con ese principio, todo masón ha de ser más que todo un trabajador, en el sentido más elevado de la palabra —aquel que concibe y realiza una obra o actividad inspirada o animada ;por un impulso o fin ideal y cuyo carácter distintivo es el amor a la obra a la que se dedica—y toda reunión y actividad "masónica", ya que los dos términos tienen el mismo sentido.
Otro punto de importancia es que esa actividad ha de ser inva¬riablemente constructiva, pues de otra manera cesaría de ser "masónica",, ya que los dos términos tienen el mismo sentido. Siempre se trata de construir, o sea, poner en obra y levantar, de acuerdo con un plan determinado, que constituye su fundación tanto ideal como material, las piedras que representan la materia prima, oportunamente labrada y puesta en obra.
La piedra es el principio básico de toda labor o trabajo masó¬nico, de la misma manera que el Plan o Idea, reflejo del Logos, constituye el fundamento espiritual de la obra. Por su consis¬tencia y relativa estabilidad, así como por su tendencia o facultad inherente de conservar de una manera firme, a través de los tiem¬pos, la forma recibida —y también el lugar que se le dé en un determinado edificio— es el símbolo natural de todo efecto
permanente y duradero, de todo lo que nos aparece en una forma relativamente constante y determinada, y en particular del carác¬ter o personalidad humana.
De la misma manera que, desde el punto de vista de la obra que con ella se realiza, las piedras se diferencian unas de otras principalmente por el hecho de ser brutas o labradas, así igual¬mente ha de distinguirse en el carácter, el estado tosco e imper¬fecto del hombre inculto, y de aquel que no conoce la luz (ha¬llándose todavía en las tinieblas de la profana ilusión) y el del hombre cultivado, que sobre todo ha aprendido a disciplinar de una manera constructiva todas sus facultades, inclinaciones y ten¬dencias, lo mismo que su actividad, en armonía con esa Luz Ideal que ha reconocido como principio arquitectónico de su vida y de su ser.
La misma luz simbólica del discernimiento espiritual es la que nos revela el estado de imperfección de nuestra piedra o manifes¬tación individual, y nos indica la necesidad de superar el estado de desorden profano, que caracteriza al hombre esclavo de sus pa¬siones, vicios, errores e inclinaciones inferiores, enseñándonos a desbastar y labrar esa piedra bruta, para que manifieste la per¬fección latente inherente en la misma (de la cual tenemos un ejemplo alegórico en el diamante y demás piedras preciosas, cuya belleza natural sólo se hace evidente después de habérsele quitado las imperfecciones externas), de acuerdo con el Plan del Gran Arquitecto.
Una vez reconocidas como tales las imperfecciones naturales del carácter y del complejo de hábitos y tendencias que matizan la expresión de la vida interna (perfecta, en sí, por su carácter divino, aunque aparezca exteriormente imperfecta por causa de aquéllas), hay que poner en obra aquellas dos facultades que sim¬bolizan respectivamente el martillo y el cincel, con los que se trabaja la piedra material, con, el objeto de remediar de una manera permanente ese estado de imperfección, modelando el carácter de acuerdo con el Ideal íntimo.
El primero de estos dos instrumentos —aquel que lleva en sí y utiliza en forma activa, la propia tendencia de por sí inerte y pasiva de la gravedad, permitiéndole ejecutar un trabajo— es el emblema de la Voluntad que existe en todos los hombres indistin¬tamente, pero que, en general, por falta de discernimiento, se con¬funde con el instinto y la pasión, y muchas veces se halla perver¬
tida al punto de hacerse destructora tanto de las mejores tenden¬cias internas, como de la vida externa. Efectivamente, el martillo, empleado por sí solo y sin la inteligencia necesaria, constituye,(como la voluntad desenfrenada y desordenada) el más simple ypoderoso medio de destrucción; mientras que su uso perfectamentedisciplinado lo hace uno de los instrumentos más indispensablesen cualquier género de obra o trabajo.
Para labrar y pulir la piedra, así como para darle o imprimiry grabar en ella una forma ideal determinada, el martillo sólo nos sirve en proporción de como se aplica, de una manera inteli-gente ydisciplinada sobre el cincel. Y la combinación de los dos instru¬mentos, expresando una idea o imagen ideal, hará de aquellamisma piedra bruta (que puede ser inútilmente hecha pedazoscon el solo martillo empleado sin la inteligencia constructiva)una hermosa obra de arte que, como la Venus de Milo y el Apolode Belvedere, son evidencias de un genio inspirador.
Ese cincel, que el obrero tiene en la mano izquierda, apoyan¬do su corte en el preciso lugar en donde quiere que la fuerza brutadel martillo produzca un trabajo útil, es emblemático de la determinación de la Inteligencia que guía y dirige oportunamentela fuerza de la Voluntad, produciendo un resultado adecuado al corte del discernimiento y a la penetración mental que se ha apli¬cado sobre el objeto de los esfuerzos.
Así como el martillo, empleado por sí solo, difícilmente podríadarnos un resultado constructivamente armónico, y de ningunamanera perfecto, así tampoco el cincel de por sí podría produciralgún trabajo eficiente. Lo mismo sucede con la voluntad y lainteligencia cuando actúen la una sin el concurso adecuado dela otra; la primera lleva resultados que se hallan lejos de ser satisfactorios, cuando no sean brutalmente destructores, mientras la segunda se afana inútilmente en crear los mejores propósitos yen conceptuar y elaborar planes que, por no ser llevados a caboy traducidos en obra, resultan ineficaces.
Por lo tanto, sólo por medio de un acuerdo perfecto entre lasdos facultades puede esperarse tener éxito en ese trabajo de desbastamiento y pulimento de la piedra del carácter individual, de manera que en la misma se revele la forma y perfección inhe¬rente de la Vida Elevada interior, que constituye su destino real y verdadero,
Nada peor, sobre este punto, que la falsa sabiduría, formada
por la acumulación de errores y prejuicios, que obrando sobre la voluntad perpetúan la cadena causativa del mal en todas sus formas, y hacen al hombre el esclavo inconsciente de sí mismo que, sin embargo, cree constantemente ser víctima de la injusticia de los hombres y de una fatalidad igualmente injusta de la suerte o del destino. El destino más verdadero del hombre —su destinación espiritual— es algo que sobrepasa, por su hermosura y tras¬cendencia, todo aquello que podemos concebir, imaginar o des¬cribir, de más grande, noble y elevado: es la Divina Perfección en todo el alcance y la expresión de la palabra: o sea el Logos o Plan Ideal (verdadero Verbo de Dios) que quiere hacerse carne en la Piedra de nuestra personalidad y de nuestro carácter, y en la Logia de nuestra vida. Sólo nos es menester percibir y reconocer ese Plan, para poder trabajar en armonía con el mismo, con objeto de que se manifieste tanto dentro como fuera de nosotros.
Existe, pues, dentro de cada piedra, o sea en la materia prima de la vida y de cada vida individual, un estado de perfección, inhe¬rente, que se halla latente en toda forma y en toda expresión, al que precisa reconocer, educar y hacer patente, por medio de la obra o trabajo que simboliza el desbastamiento de la piedra. Masónicamente esta perfección está representada en cada piedra por el estado de rectificación, tetragonal que les permite a cada una de ellas tomar su lugar en el edificio en que se emplee.
En otras palabras, cada piedra que se emplee en un edificio, elevado según las reglas del arte, ha de ser cortada ortogonal¬mente, quitándosele por consiguiente todas las asperezas y todo lo que esconde, en la irregularidad exterior, ese estado ideal de perfección tetragónica, que precisa evidenciar y hacer efectivo. Ningún obrero puede ser capaz de reducir una piedra bruta al estado de piedra rectangular o cúbica, sino en proporción de como saber ver ésta en aquélla, y se esfuerza en su trabajo para hacerla evidente, conformándose con esa visión geométrica ideal.
Para ese objeto se necesitan otros dos instrumentos, que sirven para guiar y controlar el trabajo de los dos anteriores: la regla y la escuadra. El primero nos da la norma de la rectitud lineal, y además la justa medida que permite tanto la igualdad, como la armónica proporción de las caras cuadrangulares de la piedra; el segundo igualmente hace posible la rectitud de cada uno de los tres ángulos que concurren en cada vértice o ángulo triedro, representando con el ángulo recto el perfecto criterio, con el cual únicamente la perfección ortogonal de la piedra puede hacerse
evidente.
La línea y el ángulo recto son, pues, los elementos de la perfec¬ción geométrica con la cual deben igualmente conformarse la vida interior y la exterior. En sus propósitos como en sus acciones, en el dominio del pensamiento y en el de la actividad, nunca debe el masón alejarse de la línea recta, que indica el camino y la con¬ducta ideal en todo momento y circunstancia, evitando toda forma de doblez, incertidumbre y tortuosidad; pues, únicamente se-gún se conforma con esa línea recta le será posible alcanzar su propósito y tener un éxito verdadero en el objeto que se haya propuesto.
Lo mismo debe decirse del perfecto criterio, a la vez moral e intelectual que simboliza el ángulo recto. Cuando falte o sobrepase esa justa medida, que divide el círculo en cuatro partes iguales (efectuando de esta manera su simbólica cuadra¬tura), la visión interna resultara o bien aguda, o bien obtusa. En el primer caso el análisis crítico llevado al extremo, en el segundo la tendencia a descuidar excesivamente los aspectos particulares de cada problema, alejan de la justa y recta visión, en la que única¬mente toda cosa aparece en su lugar y puede tomar el que le corresponde.
Toda construcción descansa, en lo que se refiere a su perfec¬ción arquitectónica, en la mejor alineación de las piedras, que pueden disponerse en íntimo contacto la una con la otra, sin que ninguna exceda o sobrepase el lugar que le corresponde ni tam-poco haya huecos indebidos. De aquí la importancia de esa perfecta cortadura ortogonal, sin la cual una piedra cesa de ser elemento masónico o arquitectónico.
Lo mismo sucede con la vida social, en la cual a cada uno le corresponde su propio lugar y deber, su tarea y actividad. Es necesario cuadrar perfectamente justamente en ese lugar, tarea y actividad, llenando así todos los requisitos y sin exceder indebi¬damente en ningún sentido, pues se encontraría sobre el lugar y deber de otro. Todo lo que sobrepase de la perfección tetrágona, lo mismo que toda deficiencia, le impiden a cada uno tomar ese justo lugar, y por lo tanto hacen de él un elemento arquitectónico indeseable en el edificio social al que debería pertenecer.
De aquí la necesidad de buscar el único remedio efectivo y duradero para cualquier deficiencia, imperfección o condición indeseable de la vida exterior, en un correspondiente mejor tra¬bajo y pulimento de la piedra individual del carácter, dado que, por cierto, hay alguna falta o imperfección interior, que precisa discernir y remediar, para que las condiciones externas puedan realmente mejorarse.
Así pues, el pulimento de la piedra, para revelar y hacer patente la perfección geométrica inherente en la misma y en su destino, es una obra a la cual debe incesantemente dedicarse todo masón y todo hombre que aspire a progresar en su propio camino, estando en la mejor armonía con el propósito interior de la vida, y las condiciones externas en que debe realizarse. El primero se halla representado por el ideal divinamente inspirado (y todo ideal verdadero lo es), que corresponde con el modelo geométrico y arquitectónico de la piedra; el segundo resulta del esfuerzo individual, que logra adaptar y expresar de la mejor manera ese ideal en la materia prima del carácter y de las circunstancias.
Hay, pues, una doble perfección relativa y absoluta, siendo la primera el camino y el período intermediario para lograr la se¬gunda: la piedra cúbica es el emblema natural de ésta, mientras la piedra rectangular representa más apropiadamente aquella. Es claro que, con relación al empleo arquitectónico en un. determinado edificio, la forma más deseable no es la cúbica, que se halla más adaptada para estar de por sí misma, que para ser puesta a ocupar su lugar en contacto con las demás piedras. De aquí que la perfección, en vista de la cual se halla dirigido el esfuerzo de cada uno, deba de estar constantemente en relación con su destino, para el cual han de ser adecuadas la forma y proporción de la piedra.
Sin embargo, esa perfección relativa a la propia utilización que de la misma puede hacerse en un edificio determinado, no puede quitarle su valor intrínseco a la perfección absoluta representada por la piedra cúbica o monométrica, que constituye, evidente¬mente, un grado de perfección superior. Esta última es, al con¬trario, la más apropiada como piedra fundamental y angular, dado precisamente que es la que mejor puede estar por sí misma, sin necesitar el apoyo de otra.
Estas tres condiciones de la piedra, la piedra bruta que se está labrando en vista de su destino o perfección interior todavía latente, la piedra rectangular cuya relativa perfección la hace na¬turalmente compañera de las demás que han sido cortadas en vista de una función análoga y solidal; y la piedra cúbica, que es aquella que mejor se sienta y está por sí misma, simbolizan
los tres grados primeros y esenciales de la Orden Masónica: Aprendiz, Compañero y Maestro.
El grado de Aprendiz, como lo dice su nombre, se halla caracterizado por la facultad de aprender y el esfuerzo que en esto mismo se ponga. La actitud de aprendizaje es, pues, e¡ principio y el fundamento en que descansa todo progreso, dado que esto se efectúa precisamente reconociendo, asimilando y domi¬nando todo aquello que uno logra aprender. No puede progresar quien no se esfuerce constantemente en aprender todo lo que puede en las condiciones y circunstancias de la vida en que se encuentra, y en las propias experiencias en la misma.
Todo ha de ser aprovechado constructivamente en este sentido, pues todo lo que se encuentre en nuestro camino puede darnos una lección útil, contribuyendo a nuestro cre-cimiento interior. Por lo tanto el Aprendiz (y ningún masón cesa de serlo, en ningún grado, pues éstos no substituyen, sino sólo complementan los anteriores) ha de ser como la abeja que saca la miel de cada flor,
o sea ciencia y sabiduría de cada condición y experiencia de su vida.
El mismo Aprendiz pasa a ser compañero, o sea obrero disci¬plinado por medio de la educación, el dominio y el uso de sus facultades, cuando su saber se haya transformado en poder, o sea, el aprendizaje se haya madurado en un estado de fecunda acti¬vidad. No cesa con esto de aprender, pues la perfección es progresiva, y todo progreso es un aprendizaje incesante; pero se halla especialmente caracterizado por su capacidad de producir, y su mismo aprendizaje continúa descansando en su siempre más fecunda actividad.
Su cualidad de obrero es inseparable de la actitud de compañerismo que lo une a los demás que se esfuerzan con él en el mismo Camino del Arte, que es para todos el más verdadero Maestro. El Compañero es tal, por el hecho de hallarse partícipe en esa Comunidad Operativa, que muy bien puede compararse a un edificio, en el cual cada piedra representa uno de los miembros, cuyos cimientos descansan en el pasado, sobre el cual se levanta constantemente progresando hacia el futuro. Cada obrero toma su lugar en ese edificio, apoyándose sobre la experiencia de los que lo precedieron, y preparándose a su vez para ser la base en que descansa el progreso y la actividad de los que vendrán después.
Así sucede también en la vida, y en cualquier campo de acti¬vidad. El progreso social, el progreso intelectual y educativo el de las instituciones, precisamente descansan en ese compañe¬rismo que naturalmente se establece en la mutua dependencia de los unos, con relación a los otros, de los padres con los hijos y de las generaciones que continuamente se suceden. Todo el conjunto de la humanidad puede así conside-rarse como un gran edificio, cuya actual fundación se halla formada por los más antiguos pue¬blos, naciones y civiliza-ciones, que para nosotros están inmergi¬dos en la tierra del olvido; edificio que continuamente se va levantando: genera-ción sobre generación, hombre sobre hombre, pueblo sobre pueblo, progreso sobre progreso.
Y no sólo en la existencia colectiva, sino igualmente en la vida individual cada hombre se apoya, por lo que se refiere a su ser y carácter actual, en algo de sí mismo, del que ha perdido el conocimiento y la memoria, pero que, sin embargo, sigue demos¬trándose por sus efectos. Cada experiencia humana es la hija o resultado de muchas vidas y experiencias anteriores, y a su vez será madre causativa de otras que le seguirán descansando sobre la misma, como la nueva piedra de cada edificio sobre aquella que se encuentra inmediatamente por debajo.
Así cada compañero es el hijo de su aprendizaje, e igualmente será el Maestro hijo de la actividad del compañero. Y así también es el hombre, como hombre, hijo de la actividad y del esfuerzo evolutivo de la naturaleza, que tiene en él su actual más elevada expresión; y ha de ser padre de algo más grande y más noble: el verdadero Hijo del Hombre, que es más que hombre, y que el Maestro por su nombre simboliza.
Como coronamiento simbólico de la Masonería, el grado de Maestro representa, pues, alegóricamente, la evolución, super¬humana, que sigue a la evolución humana, que especialmente in¬dica el grado de Compañero. Por lo tanto, difícilmente el Maestro Masón, consciente de la mística cualidad inherente en ese nom¬bre, pudiera decirse tal, sino de una manera simbólica. En reali¬dad, el grado de Maestro más que referirse a la realidad actual del hombre y del masón, es aquel que concentra en sí, como la planta en su semilla, sus más elevadas aspiraciones y su porvenir: la verdadera esperanza de nuestra Gloria.
De aquí su representación por medio de la piedra cúbica, símbolo de la absoluta perfección divina, más bien que de la humana y relativa, como idealmente perfecta y equilibrada expre¬sión del ser en todos sus aspectos y en sus más altas posibilidades: los hombres, sólo puede aparecer como el Hijo de Dios, o como dios él mismo.
Aquella piedra que tendrá su ulterior evolución en el cristal monométrico, hecho para captar y revelar la Luz Cósmica; y más particularmente en el diamante que refleja la luz blanca en toda su pureza e integridad.
Esto quiere decir que, justamente en la medida en la cual la Piedra masónica se acerca a la cúbica perfección y la realiza —no tan sólo en su forma exterior, sino también en la orientación ade¬cuada y simétrica de sus átomos y de sus moléculas— cesa de ser un elemento esencialmente constructivo propiamente dicho (una piedra que tiene sentido y valor única o principalmente en virtud de adecuación y coherencia con las demás) para adquirir un valor propio independiente (o filosófico) que le impone el aisla¬miento como una necesidad imprescindible.
Ya no puede ser simplemente gregario (aun en el más alto grado de la jerarquía humana); sino que concentrándose en su propia inherente perfección ¡para revelarla, se hace un foco de luz, tal como lo son las estrellas. Se hace un Maestro entre los humanos en él más alto sentido de esa palabra, y el hijo del hombre en él se afirma y se revela como Hijo de Dios.

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