PRIMEROS ANATEMAS

ALDO LAVAGNINI

El primer anatema en contra de la Masonería fue lanzado como lo hemos dicho, en 1738, por el papa Clemente XII, habiéndose preocupado mucho el clero de entonces de que "hombres de todas las religiones y de todas las sectas, satisfechos con la pretendida apariencia de cierta clase de honradez natural, se alían en estrecho y misterioso lazo". El secreto masónico (cuya verdadera naturaleza tratamos de poner en evidencia en estos manuales) fue el punto de acusación fundamental en contra de la Orden. Los hombres en general, y aun más las autoridades, suelen desconfiar y tener miedo de todo aquello que no llegan a comprender: la creencia en el mal (el verdadero pecado original del hombre) les hace suponer que allí deba esconderse algo malo e indeseable, y por lo tanto atribuyen fácilmente malas intenciones aun donde no haya la menor traza de ellas. Así nace la sospecha, y de ésta pasa uno fácilmente a la acusación, a la condena y a la persecución.

La encíclica no tuvo el mismo efecto en todos los países: mientras en los Estados Pontificios y en la Península Ibérica, la calidad de masón se castigó hasta con la pena de muerte (y no le faltaron a la Masonería sus mártires), en Francia, por el contrario, ni esta encíclica ni la siguiente (que el Parlamento francés rehusó registrar) fueron tomadas en consideración: prelados y sacerdotes siguieron recibiéndose en las Logias, dado que tal cualidad les abría fácilmente sus puertas.

Una segunda bula papal, lanzada en 1751, por Benedicto XIV, fue también causa, en los países arriba mencionados, de persecuciones sangrientas, considerándose en éstos como si fuera un crimen, el privilegio de pertenecer a la Orden

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