RENE GUENON
Al hablar precedentemente de los diversos géneros de secretos de orden más o menos exterior que pueden existir en algunas organizaciones, iniciáticas o no, hemos mencionado entre otros el secreto que recae sobre los nombres de sus miembros; y, a primera vista, puede parecer que éste sea de los que hay que colocar entre las simples medidas de precaución destinadas a defenderse contra los peligros que pueden provenir de enemigos cualesquiera, sin que haya lugar a buscar en eso una razón más profunda. De hecho, la cosa es ciertamente así en muchos de los casos, y al menos en aquellos donde se trata de organizaciones secretas puramente profanas; pero, no obstante, cuando se trata de organizaciones iniciáticas, puede que haya en eso otra cosa, y que este secreto, como todo lo demás, revista un carácter verdaderamente simbólico. Hay tanto más interés en detenerse un poco sobre este punto, cuanto que la curiosidad por los nombres es una de las manifestaciones más ordinarias del «individualismo» moderno, y cuanto que, cuando pretende aplicarse al dominio iniciático, da testimonio todavía de un grave desconocimiento de las realidades de este orden, y de una enojosa tendencia a querer reducirlas al nivel de las contingencias profanas. El «historicismo» de nuestros contemporáneos no está satisfecho más que si pone nombres propios a todas las cosas, es decir, si se las atribuye a individualidades humanas determinadas, según la concepción más restringida que uno se pueda hacer de ellas, es decir, esa concepción que tiene curso en la vida profana y que no tiene en cuenta más que la modalidad corporal únicamente. No obstante, el hecho de que el origen de las organizaciones iniciáticas no pueda ser atribuido nunca a tales individualidades ya debería dar que reflexionar a este respecto; y, cuando se trata de las del orden más profundo, sus miembros mismos no pueden ser identificados, no porque disimulen, lo que, por mucho cuidado que pongan en ello, no podría ser siempre eficaz, sino porque, en todo rigor, no son «personajes» en el sentido en que lo querrían los historiadores, de suerte que, por eso mismo, quienquiera que crea poder nombrarlos estará inevitablemente en el error1. Antes de entrar en explicaciones más amplias sobre esta cuestión, diremos que algo análogo se encuentra, guardadas todas las proporciones, en todos los grados de la escala iniciática, incluso en los más elementales, de suerte que, si una organización iniciática es realmente lo que debe ser, la designación de uno cualquiera de sus miembros por un nombre profano, incluso si es exacta «materialmente», estará siempre tocada de falsedad, casi como lo estaría la con-fusión entre un actor y un personaje cuyo papel representa, y al que alguien se obstinara en aplicarle su nombre en todas las circunstancias de su existencia.
Ya hemos insistido sobre la concepción de la iniciación como un «segundo nacimiento»; es precisamente por una consecuencia lógica inmediata de esta concepción por lo que, en numerosas organizaciones, el iniciado recibe un nombre nuevo, diferente de su nombre profano; y no hay en eso una simple formalidad, ya que este nombre debe corresponder a una modalidad igualmente diferente de su ser, esa cuya realización se hace posible por la acción de la influencia espiritual transmitida por la iniciación; por lo demás, se puede destacar que, incluso desde el punto de vista exotérico, la misma práctica existe, con una razón análoga, en algunas ordenes religiosas. Por consiguiente, tendremos para el mismo ser dos modalidades distintas, una que se manifiesta en el mundo profano, y la otra en el interior de la organización iniciática1; y, normalmente, cada una de ellas debe tener su propio nombre, dado que el de una no conviene a la otra, puesto que se sitúan en dos órdenes realmente diferentes. Se puede llegar más lejos: a todo grado de iniciación efectiva corresponde también otra modalidad diferente del ser; así pues, éste debería recibir un nombre nuevo para cada uno de estos grados, e, incluso si este nombre no se le da de hecho, por eso no existe menos, se puede decir, como expresión característica de esta modalidad, ya que un nombre no es otra cosa que eso en realidad. Ahora bien, como estas modalidades están jerarquizadas en el ser, ocurre igualmente con los nombres que las representen respectivamente; así pues, un nombre será tanto más verdadero cuanto más profundo sea el orden de la modalidad a la que corresponda, puesto que, por eso mismo, expresará algo que estará más próximo a la verdadera esencia del ser. De modo que, contrariamente a la opinión vulgar, es el nombre profano el que, al estar vinculado a la modalidad más exterior y a la manifestación más superficial, es el menos verdadero de todos; y la cosa es sobre todo así en una civilización que ha
perdido todo carácter tradicional, y donde un tal nombre no expresa casi nada de la naturaleza del ser. En cuanto a lo que se puede llamar el verdadero nombre del ser humano, el más verdadero de todos, nombre que, por lo demás, es propiamente un «número», en el sentido pitagórico y cabalístico de esta palabra, es el que corresponde a la modalidad central de su individualidad, es decir, a su restauración al «estado primordial», ya que es ese el que constituye la expresión integral de su esencia individual.
De estas consideraciones resulta que un nombre iniciático no tiene que ser conocido en el mundo profano, puesto que representa una modalidad del ser que no podría manifestarse en éste, de suerte que su conocimiento caería en cierto modo en el vacío, al no encontrar nada a lo que pueda aplicarse realmente. Inversamente, el nombre profano representa una modalidad de la que el ser debe despojarse cuando entra en el dominio iniciático, y que, para él, ya no es entonces más que un simple papel que representa en el exterior; así pues, este nombre no podría valer en ese dominio, en relación al cual, lo que expresa, es en cierto modo inexistente. Por lo demás, no hay que decir que estas razones profundas de la distinción, y, por así decir, de la separación del nombre iniciático y del nombre profano, como designando «entidades» efectivamente diferentes, pueden no ser conscientes por todas partes donde el cambio de nombre se practica de hecho; puede ocurrir que, a consecuencia de una degeneración de algunas organizaciones iniciáticas, se llegue en ellas a intentar explicarle por motivos completamente exteriores, presentándole, por ejemplo, como una simple medida de prudencia, lo que, en suma, vale casi tan poco como las interpretaciones del ritual y del simbolismo en un sentido moral o político, lo que no impide en modo alguno que haya habido algo muy diferente en el origen. Por el contrario, si no se trata más que de organizaciones profanas, estos mismos motivos exteriores son los motivos realmente válidos, y no podría haber nada más, a menos, no obstante, de que no haya también, en algunos casos, como ya lo hemos dicho a propósito de los ritos, el deseo de imitar los usos de las organizaciones iniciáticas, pero, naturalmente, sin que eso pueda responder entonces a la menor realidad; y esto muestra todavía una vez más que, de hecho, apariencias similares pueden recubrir las cosas más diferentes.
Ahora bien, todo lo que hemos dicho hasta aquí de esta multiplicidad de nombres, que representan otras tantas modalidades del ser, se refiere únicamente a extensiones de la individualidad humana, comprendidas en su realización integral, es decir, iniciáticamente, al dominio de los «misterios menores», así como lo explicaremos a continuación
de una manera más precisa. Cuando el ser pasa a los «misterios mayores», es decir, a la realización de los estados supraindividuales, pasa por eso mismo más allá del nombre y de la forma, puesto que, como lo enseña la doctrina hindú, éstos (nâmarûpa) son las expresiones respectivas de la esencia y de la substancia de la individualidad. Por consiguiente, un tal ser, verdaderamente, ya no tiene nombre, puesto que el nombre es una limitación de la que en adelante está liberado; si hay lugar a ello, podrá tomar cualquier nombre para manifestarse en el dominio individual, pero ese nombre no le afectará de ninguna manera y le será tan «accidental» como una simple vestidura que se puede quitar o cambiar a voluntad. En eso está la explicación de lo que decíamos más atrás: cuando se trata de organizaciones de este orden, sus miembros no tienen nombre, y, por lo demás, ellas mismas tampoco lo tienen; en estas condiciones, ¿qué hay todavía que pueda ser presa de la curiosidad profana? Incluso si ocurre que ésta llega a descubrir algunos nombres, no tendrán más que un valor completamente convencional; y eso se puede producir ya, muy frecuentemente, en organizaciones de orden inferior a ese, en las que se emplean, por ejemplo, «signaturas colectivas», para representar, ya sea a estas organizaciones mismas en su conjunto, o ya sea a funciones consideradas independientemente de las individualidades que las desempeñan. Todo eso, lo repetimos, resulta de la naturaleza misma de las cosas de orden iniciático, donde las consideraciones individuales no cuentan para nada, y no tiene como meta desviar algunas investigaciones, aunque, de hecho, eso sea una consecuencia de ello; pero, ¿cómo podrían suponer los profanos que haya en eso otra cosa que intenciones tales como las que ellos mismos pueden tener?
De aquí viene también, en muchos casos, la dificultad o incluso la imposibilidad de identificar a los autores de obras que tienen un cierto carácter iniciático1: o son enteramente anónimas, o, lo que equivale a lo mismo, no tiene como firma más que una marca simbólica o un nombre convencional; por lo demás, no hay ninguna razón para que sus autores hayan jugado en el mundo profano un papel aparente cualquiera. Cuando tales obras, al contrario, llevan el nombre de un individuo del que se sabe que ha vivido efectivamente, quizá no estemos mucho más avanzados, ya que no es por eso como se sabrá
exactamente de qué se trata: ese individuo puede no haber sido más que un portavoz, incluso una máscara; en parecido caso, su pretendida obra podrá implicar conocimientos que él no habrá tenido nunca realmente; puede no ser más que un iniciado de un grado inferior, o incluso un simple profano que habrá sido escogido por razones contingentes cualesquiera1, y entonces, evidentemente, no es el autor lo que importa, sino únicamente la organización que le ha inspirado
Por lo demás, incluso en el orden profano, uno puede extrañarse de la importancia atribuida en nuestros días a la individualidad de un autor y a todo lo que le toca de cerca o de lejos; ¿depende de alguna manera de esas cosas el valor de la obra? Por otro lado, es fácil constatar que la preocupación de dar su nombre a una obra cualquiera se encuentra tanto menos en una civilización cuanto más estrechamente ligada está ésta a los principios tradicionales, de los que, en efecto, el «individualismo», bajo todas sus formas, es verdaderamente la negación misma. Se puede comprender sin esfuerzo que todo esto encaja, y no queremos insistir más en ello, tanto más cuanto que se trata de cosas sobre las que ya nos hemos explicado frecuentemente en otras partes; pero no era inútil subrayar todavía, en esta ocasión, el papel del espíritu antitradicional, característico de la época moderna, como causa principal de la incomprehensión de las realidades iniciáticas y de la tendencia general a reducirlas a los puntos de vista profanos. Es este espíritu el que, bajo nombres tales como los de «humanismo» y «racionalismo», se esfuerza constantemente, desde hace varios siglos, en reducirlo todo a las proporciones de la individualidad humana vulgar, queremos decir de la porción restringida que conocen de ella los profanos, y en negar todo lo que rebasa este dominio estrechamente limitado, y por consiguiente, en particular, todo lo que depende de la iniciación, a cualquier grado que sea. Apenas hay necesidad de hacer destacar que las consideraciones que acabamos de exponer aquí se basan esencialmente sobre la doctrina metafísica de los estados múltiples del ser, de la que son una aplicación directa2; ¿cómo podría ser comprendida esta doctrina por aquellos que pretenden hacer del hombre individual, e incluso únicamente
de su modalidad corporal, un todo completo y cerrado, un ser que se basta a sí mismo, en lugar de no ver en eso más que lo que es en realidad, la manifestación contingente y transitoria de un ser en un dominio muy particular entre la multitud indefinida de los dominios cuyo conjunto constituye la Existencia universal, y a los cuales corresponden, para este mismo ser, otras tantas modalidades y estados diferentes, de los que le será posible tomar consciencia siguiendo precisamente la vía que se le abre por la iniciación?
excelente articulo
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