RENE GUENON
Otra cuestión que parece tan poco comprendida como la de las pruebas por la mayor parte de nuestros contemporáneos que tienen la pretensión de tratar de estas cosas, es la de lo que se llama la «muerte iniciática»; así, nos ha ocurrido encontrar frecuentemente a este propósito, una expresión como la de «muerte ficticia», que da testimonio de la más completa incomprehensión de las realidades de este orden. Aquellos que se expresan así no ven evidentemente más que la exterioridad del rito, y no tienen ninguna idea de los efectos que debe producir sobre aquellos que están cualificados verdaderamente; de otro modo, se darían cuenta de que esta «muerte», muy lejos de ser «ficticia», es al contrario, en un sentido, más real incluso que la muerte entendida en el sentido ordinario de la palabra, ya que es evidente que el profano que muere no deviene iniciado sólo por eso, y que la distinción del orden profano (que comprende aquí no solo lo que está desprovisto del carácter tradicional, sino también todo exoterismo) y del orden iniciático es, a decir verdad, la única que rebasa las contingencias inherentes a los estados particulares del ser y la única que tiene, por consiguiente, un valor profundo y permanente desde el punto de vista universal. Nos contentaremos con recordar, a este respecto, que todas las tradiciones insisten sobre la diferencia esencial que existe en los estados póstumos del ser humano según se trate del profano o del iniciado; si las consecuencias de la muerte, tomada en su acepción habitual, están condicionadas así por esta distinción, es pues porque el cambio que da acceso al orden iniciático corresponde a un grado superior de realidad.
Entiéndase bien que la palabra «muerte» debe tomarse aquí en su sentido más general, según el cual podemos decir que todo cambio de estado, cualquiera que sea, es a la vez una muerte y un nacimiento, según que se considere por un lado o por el otro: muerte en relación al estado antecedente, nacimiento en relación al estado consecuente. La iniciación se describe generalmente como un «segundo nacimiento», lo que es en efecto; pero este «segundo nacimiento» implica necesariamente la muerte al mundo profano y la sigue en cierto modo inmediatamente, puesto que en eso no hay, hablando propiamente, más que las dos caras de un mismo cambio de estado. En cuanto al simbolismo del rito, se basará naturalmente en la analogía que existe entre todos los cambios de estado; en razón de esta analogía, la muerte y el nacimiento en el sentido ordinario simbolizan, ellos mismos, la muerte y el nacimiento iniciáticos, puesto que las imágenes que se toman de ellos son transpuestas por el rito a otro orden de realidad. Hay lugar a destacar concretamente, sobre este punto, que todo cambio de estado debe considerarse como llevándose a cabo en las tinieblas, lo que da la explicación del simbolismo del color negro en relación con aquello de lo que se trata1: el candidato a la iniciación debe pasar por la obscuridad antes de acceder a la «verdadera luz». Es en esta fase de obscuridad donde se efectúa lo que se designa como el «descenso a los Infiernos», del que ya hemos hablado más ampliamente en otra parte2: se podría decir que es como una suerte de «recapitulación» de los estados antecedentes, por la que las posibilidades que se refieren al estado profano serán definitivamente agotadas, a fin de que el ser pueda desarrollar desde entonces libremente las posibilidades de orden superior que lleva en él, y cuya realización pertenece propiamente al dominio iniciático.
Por otra parte, puesto que consideraciones similares son aplicables a todo cambio de estado, y puesto que los grados ulteriores y sucesivos de la iniciación corresponden naturalmente también a cambios de estado, se puede decir que habrá todavía, para acceder a cada uno de ellos, muerte y nacimiento, aunque la «ruptura», si es permisible expresarse así, sea menos clara y de una importancia menos fundamental que para la iniciación primera, es decir, para el paso del orden profano al orden iniciático. Por lo demás, no hay que decir que los cambios sufridos por el ser en el curso de su desarrollo son realmente en multitud indefinida; por consiguiente, los grados iniciáticos conferidos ritualmente, en cualquier forma tradicional que sea, no pueden corresponder más que a una suerte de clasificación general de las principales etapas a recorrer, y cada uno de ellos puede resumir en sí mismo todo un conjunto de etapas secundarias e intermediarias. Pero, en este proceso, hay un punto más particularmente importante, donde el simbolismo de la muerte debe aparecer de nuevo de la manera más explícita; y esto requiere todavía algunas explicaciones.
El «segundo nacimiento», entendido como correspondiente a la iniciación primera, es propiamente, como ya lo hemos dicho, lo que se puede llamar una regeneración psíquica; y es en efecto en el orden psíquico, es decir, en el orden donde se sitúan las modalidades sutiles del estado humano, donde deben efectuarse las primeras fases del desarrollo iniciático; pero éstas no constituyen una meta en sí mismas, y no son todavía más que preparatorias en relación a la realización de posibilidades de un orden más elevado, queremos decir, del orden espiritual en el verdadero sentido de esta palabra. Por consiguiente, el punto del proceso iniciático al que acabamos de hacer alusión es el que marcará el paso del orden psíquico al orden espiritual; y este paso podría ser considerado más especialmente como constituyendo una «segunda muerte» y un «tercer nacimiento»1. Conviene agregar que este «tercer nacimiento» será representado más bien como una «resurrección» que como un nacimiento ordinario, porque aquí ya no se trata de un comienzo en el mismo sentido que cuando la iniciación primera; las posibilidades ya desarrolladas, y adquiridas de una vez por todas, deberán volver a encontrarse después de este paso, pero «transformadas», de una manera análoga a aquella en la que el «cuerpo glorioso» o «cuerpo de resurrección» representa la «transformación» de las posibilidades humanas, más allá de las condiciones limitativas que definen el modo de existencia de la individualidad como tal.
La cuestión, llevada así a lo esencial, es en suma bastante simple; lo que la complica, son, como ocurre casi siempre, las confusiones que se cometen al mezclarle consideraciones que se refieren en realidad a algo completamente diferente. Es lo que se produce concretamente sobre el tema de la «segunda muerte», a la cual muchos pretenden dar un significado particularmente enojoso, porque no saben hacer algunas distinciones esenciales entre los diversos casos donde puede emplearse esta expresión. La «segunda muerte», según lo que acabamos de decir, no es otra cosa que la «muerte psíquica»; se puede considerar este hecho como susceptible de producirse, a más o menos largo plazo después de la muerte corporal, para el hombre ordinario, fuera de todo proceso iniciático; pero entonces esta «segunda muerte» no dará acceso al dominio espiritual, y el ser, al salir del estado humano, pasará simplemente a otro estado individual de manifestación. En eso hay una eventualidad temible para el profano, para quien son todo ventajas mantenerse en lo que hemos llamado los «prolongamientos» del estado humano, lo que, por lo demás, es en todas las tradiciones, la principal razón de ser de los ritos funerarios.
Pero es muy diferente para el iniciado, puesto que éste no realiza las posibilidades mismas del estado humano sino para llegar a rebasarlas, y puesto que debe salir necesariamente de este estado, sin tener necesidad de esperar para eso a la disolución de la apariencia corporal, para pasar a los estados superiores.
Agregaremos todavía, para no omitir ninguna posibilidad, que hay otro aspecto desfavorable de la «segunda muerte», que se refiere propiamente a la «contrainiciación»; ésta, en efecto, imita en sus fases a la iniciación verdadera, pero sus resultados son en cierto modo al revés de ésta, y, evidentemente, no puede conducir en ningún caso al dominio espiritual, puesto que, al contrario, no hace más que alejarse de él cada vez más. Cuando el individuo que sigue esta vía llega a la «muerte psíquica», no se encuentra en una situación exactamente semejante a la del profano puro y simple, sino mucho peor todavía, en razón del desarrollo que ha dado a las posibilidades más inferiores del orden sutil; pero no insistiremos más en ello, y nos contentaremos con remitir a las alusiones que ya hemos hecho al respecto en otras ocasiones1, ya que, a decir verdad, ese es un caso que no puede presentar interés más que bajo un punto de vista muy especial, y que no tiene absolutamente nada que ver con la verdadera iniciación. La suerte de los «magos negros», como se dice comúnmente, no les concierne más que a ellos mismos, y sería por lo menos inútil proporcionar un alimento a las divagaciones más o menos fantásticas a las que este tema da lugar ya demasiado frecuentemente; no conviene ocuparse de ellos más que para denunciar sus desmanes cuando las circunstancias lo exigen, y para oponerse a ellos en la medida de lo posible; y, desafortunadamente, en una época como la nuestra, esos desmanes son singularmente más extensos de lo que podrían imaginar aquellos que no han tenido la ocasión de darse cuenta de ello directamente.
Entiéndase bien que la palabra «muerte» debe tomarse aquí en su sentido más general, según el cual podemos decir que todo cambio de estado, cualquiera que sea, es a la vez una muerte y un nacimiento, según que se considere por un lado o por el otro: muerte en relación al estado antecedente, nacimiento en relación al estado consecuente. La iniciación se describe generalmente como un «segundo nacimiento», lo que es en efecto; pero este «segundo nacimiento» implica necesariamente la muerte al mundo profano y la sigue en cierto modo inmediatamente, puesto que en eso no hay, hablando propiamente, más que las dos caras de un mismo cambio de estado. En cuanto al simbolismo del rito, se basará naturalmente en la analogía que existe entre todos los cambios de estado; en razón de esta analogía, la muerte y el nacimiento en el sentido ordinario simbolizan, ellos mismos, la muerte y el nacimiento iniciáticos, puesto que las imágenes que se toman de ellos son transpuestas por el rito a otro orden de realidad. Hay lugar a destacar concretamente, sobre este punto, que todo cambio de estado debe considerarse como llevándose a cabo en las tinieblas, lo que da la explicación del simbolismo del color negro en relación con aquello de lo que se trata1: el candidato a la iniciación debe pasar por la obscuridad antes de acceder a la «verdadera luz». Es en esta fase de obscuridad donde se efectúa lo que se designa como el «descenso a los Infiernos», del que ya hemos hablado más ampliamente en otra parte2: se podría decir que es como una suerte de «recapitulación» de los estados antecedentes, por la que las posibilidades que se refieren al estado profano serán definitivamente agotadas, a fin de que el ser pueda desarrollar desde entonces libremente las posibilidades de orden superior que lleva en él, y cuya realización pertenece propiamente al dominio iniciático.
Por otra parte, puesto que consideraciones similares son aplicables a todo cambio de estado, y puesto que los grados ulteriores y sucesivos de la iniciación corresponden naturalmente también a cambios de estado, se puede decir que habrá todavía, para acceder a cada uno de ellos, muerte y nacimiento, aunque la «ruptura», si es permisible expresarse así, sea menos clara y de una importancia menos fundamental que para la iniciación primera, es decir, para el paso del orden profano al orden iniciático. Por lo demás, no hay que decir que los cambios sufridos por el ser en el curso de su desarrollo son realmente en multitud indefinida; por consiguiente, los grados iniciáticos conferidos ritualmente, en cualquier forma tradicional que sea, no pueden corresponder más que a una suerte de clasificación general de las principales etapas a recorrer, y cada uno de ellos puede resumir en sí mismo todo un conjunto de etapas secundarias e intermediarias. Pero, en este proceso, hay un punto más particularmente importante, donde el simbolismo de la muerte debe aparecer de nuevo de la manera más explícita; y esto requiere todavía algunas explicaciones.
El «segundo nacimiento», entendido como correspondiente a la iniciación primera, es propiamente, como ya lo hemos dicho, lo que se puede llamar una regeneración psíquica; y es en efecto en el orden psíquico, es decir, en el orden donde se sitúan las modalidades sutiles del estado humano, donde deben efectuarse las primeras fases del desarrollo iniciático; pero éstas no constituyen una meta en sí mismas, y no son todavía más que preparatorias en relación a la realización de posibilidades de un orden más elevado, queremos decir, del orden espiritual en el verdadero sentido de esta palabra. Por consiguiente, el punto del proceso iniciático al que acabamos de hacer alusión es el que marcará el paso del orden psíquico al orden espiritual; y este paso podría ser considerado más especialmente como constituyendo una «segunda muerte» y un «tercer nacimiento»1. Conviene agregar que este «tercer nacimiento» será representado más bien como una «resurrección» que como un nacimiento ordinario, porque aquí ya no se trata de un comienzo en el mismo sentido que cuando la iniciación primera; las posibilidades ya desarrolladas, y adquiridas de una vez por todas, deberán volver a encontrarse después de este paso, pero «transformadas», de una manera análoga a aquella en la que el «cuerpo glorioso» o «cuerpo de resurrección» representa la «transformación» de las posibilidades humanas, más allá de las condiciones limitativas que definen el modo de existencia de la individualidad como tal.
La cuestión, llevada así a lo esencial, es en suma bastante simple; lo que la complica, son, como ocurre casi siempre, las confusiones que se cometen al mezclarle consideraciones que se refieren en realidad a algo completamente diferente. Es lo que se produce concretamente sobre el tema de la «segunda muerte», a la cual muchos pretenden dar un significado particularmente enojoso, porque no saben hacer algunas distinciones esenciales entre los diversos casos donde puede emplearse esta expresión. La «segunda muerte», según lo que acabamos de decir, no es otra cosa que la «muerte psíquica»; se puede considerar este hecho como susceptible de producirse, a más o menos largo plazo después de la muerte corporal, para el hombre ordinario, fuera de todo proceso iniciático; pero entonces esta «segunda muerte» no dará acceso al dominio espiritual, y el ser, al salir del estado humano, pasará simplemente a otro estado individual de manifestación. En eso hay una eventualidad temible para el profano, para quien son todo ventajas mantenerse en lo que hemos llamado los «prolongamientos» del estado humano, lo que, por lo demás, es en todas las tradiciones, la principal razón de ser de los ritos funerarios.
Pero es muy diferente para el iniciado, puesto que éste no realiza las posibilidades mismas del estado humano sino para llegar a rebasarlas, y puesto que debe salir necesariamente de este estado, sin tener necesidad de esperar para eso a la disolución de la apariencia corporal, para pasar a los estados superiores.
Agregaremos todavía, para no omitir ninguna posibilidad, que hay otro aspecto desfavorable de la «segunda muerte», que se refiere propiamente a la «contrainiciación»; ésta, en efecto, imita en sus fases a la iniciación verdadera, pero sus resultados son en cierto modo al revés de ésta, y, evidentemente, no puede conducir en ningún caso al dominio espiritual, puesto que, al contrario, no hace más que alejarse de él cada vez más. Cuando el individuo que sigue esta vía llega a la «muerte psíquica», no se encuentra en una situación exactamente semejante a la del profano puro y simple, sino mucho peor todavía, en razón del desarrollo que ha dado a las posibilidades más inferiores del orden sutil; pero no insistiremos más en ello, y nos contentaremos con remitir a las alusiones que ya hemos hecho al respecto en otras ocasiones1, ya que, a decir verdad, ese es un caso que no puede presentar interés más que bajo un punto de vista muy especial, y que no tiene absolutamente nada que ver con la verdadera iniciación. La suerte de los «magos negros», como se dice comúnmente, no les concierne más que a ellos mismos, y sería por lo menos inútil proporcionar un alimento a las divagaciones más o menos fantásticas a las que este tema da lugar ya demasiado frecuentemente; no conviene ocuparse de ellos más que para denunciar sus desmanes cuando las circunstancias lo exigen, y para oponerse a ellos en la medida de lo posible; y, desafortunadamente, en una época como la nuestra, esos desmanes son singularmente más extensos de lo que podrían imaginar aquellos que no han tenido la ocasión de darse cuenta de ello directamente.
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