ALDO LAVAGNINI
La Doctrina Masónica descansa en una tradición que se re¬monta a las épocas más antiguas, siendo el fundamento interno y la base de todas las creencias y de todas las religiones.
Un rasgo común a éstas, en su totalidad, es precisamente elhecho de que se encuentran en su estado de mayor pureza —de aquella pureza que podemos llamar cristalina o adamantina, encuanto refleja con mayor claridad la luz de la Verdad— cuanto más se hallan cerca de su primer origen y manantial; de la mismamanera que también el agua de un río se hace más pura y cristalinaal remontar cerca del lugar de su nacimiento. Esto se debe a quela corriente espiritual que representan, según se aleja del origenpara cumplir con su destino, no puede evitar el inmergirse en latierra de la humana concepción natural de la existencia, (con suserrores y prejuicios y con los intereses materiales, de los que esinseparable) los que enturbian sus aguas, mientras los arrastra consigo en su camino.
Ninguna tradición esotérica y ninguna religión pudo hacer excepción a la dicha ley, pues de otra manera, permaneciendo en su inmaculada pureza divina, nunca hubiera podido ser humana.
En su progresiva humanización toda religión, primitivamente mística y de una ideal pureza moral, tiene que llegar a un com¬promiso con la naturaleza humana que sólo está dispuesto a aceptarla de una manera condicionada, es decir, según la religión sepa tolerar y encubrir sus imperfecciones y debilidades. Las enseñanzas más puras y elevadas no pueden evitar el adaptarse al medio al que se hallan destinadas y que las acoge confiriéndoles los rasgos y
matices propios de su manera de ser, o vistiéndolas con el traje material de su mentalidad. Y las alteraciones y los errores y falsas creencias que derivan de la incomprensión, serán más grandes y profundas en proporción de la mayor extensión y uni¬versalidad exterior que puedan conseguir, dado que la luz siempre pierde en poder y claridad lo que gana en la extensión del campo que trate de abarcar.
También suele verificarse, al lograr una doctrina o sistema religioso su mayor expansión, acentuación inevitable de las dife¬rencias que crecen en proporción de la misma y que estriban en BU diferente cristalización en medios humanos diferentes. Así se verifican las escisiones que siempre indican la crecida incompati¬bilidad entre dos errores, o dos puntos de vista diferentemente alejados de la pura Verdad; que por lo mismo, lejos de subsa¬narse, se hacen más graves y profundas por medio de las defini¬ciones dogmáticas que descansen en la autoridad y en el juicio puramente humanos, mientras, por el contrario, pudieran resol¬verse cuando la comprensión sea iluminada por el discernimiento y la institución de la Realidad.
Así, pues, toda tradición o creencia vulgar, y toda forma de religión popular o vulgarizada, no pueden ser otra cosa que la re¬velación o adaptación de la pura Luz de la Verdad a la mentalidad común o vulgar de los hombres, y esta adaptación no puede ser nunca la misma para medios y condiciones humanas de naturaleza diferente.
Sin embargo, detrás de esta tradición vulgar o exotérica (es decir, "exterior"), hay una tradición interior o esotérica, formada por aquellas almas privilegiadas, en número necesariamente limi¬tado, en las cuales el propio discernimiento de la Realidad lea permite adquirir una comprensión superior, iluminada de adentro por la intuición de la Verdad, por medio de la cual vienen en contacto con la pura corriente espiritual animadora y sostenedora de la forma exterior, en la que pueden obrar como reformadores, o bien, en místico silencio, como igualmente activos factores de su mayor purificación y desarrollo.
Juan (que significa, por su etimología hebrea gracia divina), es el nombre simbólico que se ha usado universalmente, especialmente desde la época del triunfo del cristianismo, para denotar al iniciado en la Luz de la Verdad (o verdadera luz), que de la misma, por su propia interna percepción, se hace testimonio: "Este
vino por testimonio... No era la Luz, sino para que diese testi¬monio de la Luz", o sea de la Verdad.
No solamente representa Juan simbólicamente el iniciado en la Luz de la Verdad, sino también, genéricamente, en su totalidad, el conjunto de todos los iniciados y la tradición esotérica o pura corriente espiritual que es el patrimonio y la vida común de ellos; como anillos de una mística cadena ininterrumpida, que se resale al principio de los tiempos, perdurando hasta su consumación, para transmitir la dicha tradición impersonal de la Verdad, y para dar testimonio de la misma según las necesidades espirituales de la época.
Por su cualidad de símbolo de la Tradición iniciática (que se ha llamado también juanítica, entendiéndose ese nombre, según se ha dicho, impersonalmente), Juan se relaciona también con su parecido latín Janus o Jano, la antigua divinidad itálica de la Luz, e igualmente simbólica de la Tradición, en cuyas manos estaban las llaves de todos los misterios y bajo cuyos auspicios hallábase, por lo mismo, la iniciación.
En su etimología más probable, Jano puede hacerse derivar de Dianus, significando en este caso "la divinidad del día, del cielo, de la luz", o bien de la misma raíz de génesis, gens, como "primer origen, manantial, principio engendrador". En el primer caso sería el masculino de Diana, en el segundo de Demeter. De todos modos, a él se atribuyen todos los principios (el principio del año, de las estaciones y de los meses que le estaban principal¬mente consagrados), e igualmente se ponían bajo su amparo las puertas y los puertos, y todas las fuentes y manantiales.
Se consideraba a la vez como dios celestial y terrenal: como el dios resplandeciente a cuya luz y mirada nada podía quedar oculto, espaciando igualmente en las profundidades ignoradas del pasado y aclarando proféticamente el porvenir; según lo indicaba alegóricamente la disposición de sus dos caras y las dos llaves que después fueron adaptadas como emblema pontifical. En las preces era igualmente Jano el primer invocado como dios del principio y del origen de las cosas. Por lo mismo, también los comienzos o principios de las obras humanas, buscaban en él el auspicio protector; por esta razón, tal vez, estaban especialmente bajo su amparo los constructores en la época romana, así como en Grecia lo estaban bajo el de Dionisios.
Por lo tanto, en la Tradición Iniciática universal, y particu¬larmente en su forma masónica, Juan y Jano están íntimamen¬
te asociados el uno con el otro, significando el primero especialmente el iniciado y el segundo la tradición, que es el manantial, la comente vital y el lazo unitivo de la totalidad de aquéllos. Para indicar esta última también se ha adoptado el nombre cristiano de San Juan, que es el protector de todos los juanes, entendiéndose por tales los iniciados y los constructores. Así Jano se identifica con San Juan, y el mismo carácter bifronte del primero, ha sido muy oportunamente representado por los dos San Juanes (Bautista y Evangelista) que respectivamente presiden a los solsticios de verano y de invierno.
Estas fiestas, anteriores a la época cristiana eran antiguamente consagradas á Jano, siendo más importante el solsticio de invierno que coincide también con el principio del año: aquí se celebra el nacimiento de la luz, o sea el momento del año en que los días empiezan a crecer; en el de verano su mayor extensión (o mejor testimonio), cuando los días llegan a su máxima amplitud, y empiezan a decrecer. Pues, como lo dijo simbólicamente el Bautista: "A él conviene crecer, más a mí menguar". Es decir, que la personalidad del hombre, tiene que decrecer, con su (patrimonio intelectual, para que en ella nazca y crezca, afirmándose siempre más la divina individualidad que constituye su ser más verdadero.
Observando estas dos festividades solsticiales, desde los pri¬mordios de las corporaciones operativas que representan y con¬tinúan, los masones afirman la unidad imperecedera y la iden¬tidad substancial de la Tradición Iniciática Universal, a la vez simbolizada por el dios Jano y por San Juan. Las dos caras del primero y la doble personalidad del segundo, representan igual¬mente sus dos aspectos: el testimonio del pasado y la esperanza profética del porvenir, el uno de los cuales constantemente se aleja en el tiempo, menguando su importancia actual, mientras crece la del futuro al hacerse presente.
Sin embargo, los dos (el pasado y el futuro) son los aspectos complementarios inseparables de la Eternidad, que resulta de su unidad, y que siempre acompañan el Presente (que, para el caso de los dos Juanes está representado por Jesús, como prototipo del Magisterio Iniciático), en una condición siempre diferente, precediéndole el uno, para alejarse detrás de él, y siguiéndole el otro, para dar en seguida testimonio de lo que vio y oyó.
La Tradición Iniciática es, pues, eterna, y por lo tanto igual¬mente memoria y profecía. Al dar testimonio de sí mismo, Juan como iniciado contestó negativamente cuando le preguntaron si Elías (el pasado y su enseñanza), o bien el Profeta (el por-venir en su nuevo mensaje o revelación) y dijo simplemente ser "la voz" que da testimonio del Verbo o de la Luz, por medio de la rectitud de la conciencia y de las obras, tratando de enderezar el camino de la existencia. Esto hace una vez más hincapié sobre la base ética en que descansa todo progreso filosófico y humano en general, de la cual la misma Tradición nos ha dado y nos da en todo tiempo un igual testimonio; la Verdad Eterna, que no es propiedad exclusiva del pasado ni del porvenir; pero que, en el presente, siempre nos orienta en el camino de la Justicia, del Bien de la Rectitud.
Característica fundamental de esta tradición interior y común a todas las diferentes formas y aspectos externos de la Verdad, es la inefable pureza de su Eterno Surtidor, que hace de la mis-ma un agua viva —o sea la corriente vital en que se expresa la propia Esencia del Ser-—. Justamente puede decirse de ella, que el que la bebiera, acercándose a ese puro y divino Manantial de la Verdad "para siempre no tendrá sed", sino que "será en él una fuente de agua que salte para vida eterna".
Todas las "verdades" parciales no pueden nunca satisfacer durablemente la sed de Verdad que se halla en nuestro ser. Sólo cuando lleguemos a conocer la Eterna Verdad, que es vida interior de aquellas mismas expresiones imperfectas y transitorias, esa sed puede definitivamente apagarse.
Conocer la Verdad, acerca de nuestro propio ser y existencia y de la raíz eterna que es manantial imperecedero de aquélla, es ponerse en contacto con esa Tradición. Establecerse en ese reco¬nocimiento íntimo de la Verdad, al que ha llegado discerniendo lo que es, es comulgar con la propia Tradición Iniciática y estar en condición de participar de sus beneficios. Identificarse interiormente con la Divina Verdad de nuestro ser, superando las ilusiones y limitaciones de la Inteligencia y de la mente personal, es llegar al magisterio en esa misma Tradición.
Los tres grados masónicos son, así pues, emblemáticos de los tres grados sucesivos de realización interior, que nos ponen en contacto con la Tradición de la Verdad, y nos hacen en seguida comulgar e identificarnos con ésta.
En el primero el despojo de los metales y parcial del traje, indican el despojo mental y moral de todas aquellas condiciones externas que nos impiden ser realmente nosotros mismos. Es
el estadio preliminar de purificación de todos los errores, falsas creencias y vicios morales e intelectuales, que también simbolizan las pruebas de los elementos, que se encuentran sucesivamente en los viajes, antes de poder acostumbrar nuestros labios, con una actitud muy diferente a la copa sagrada del conocimiento, en la cual también las amarguras de la vida han de destilar la dulzura inefable de un más profundo discernimiento de la misma Eterna Verdad.
En este estadio la Verdad, y la pura Tradición que nos la hace percibir, se reconocen especialmente como Fuerza o virtus operativa, o sea como el propio sostén y la guía que nos acompaña en las difíciles experiencias que se hallan, constantemente sobre el camino de la vida, de las que sólo podemos salir satisfactoria y victoriosamente, según reconocemos constantemente en cada una de ellas nuestro deber (en lugar de gastar nuestro tiempo y oportunidades en las recriminaciones inherentes al deber ajeno) y obramos de acuerdo con el mismo. Esta vía purgativa del Aprendiz, se halla en relación con el Karma Yoga de la filosofía índica de la realización espiritual.
El grado de Compañero corresponde analógicamente a la vía iluminativa, que representa el esfuerzo que uno necesita hacer para establecerse en la Verdad y en los principios que se han reco¬nocido, por medio del uso de todas las facultades y poderes del alma, simbolizados, como lo hemos visto, por la Estrella.
Aquí la Verdad se presenta, sobre todo, como el Principio Eterno de la Belleza o Armonía, que se manifiesta evolutivamente en todas las producciones de la naturaleza, y que el hombre debe igualmente demostrar, según crece el poder de su Comprensión Ideal, en todas sus obras. Este Principio de la Belleza creadora, que representa la letra G en el medio de la Estrella, es también el Principio del Bien, de la Bondad y de la Justicia, para cuya ex¬presión el Compañero debe igualmente cooperar, superando de esta manera definitivamente, el mezquino egoísmo y las propensiones utilitarias, que acompañan al hombre en su estadio inferior, cuando se halla bajo el dominio exclusivo de la personalidad.
Corresponden con ese estadio el Bhakti y Jñana Yoga (el Yoga de la Adoración y el del Conocimiento), el Arte Real en la forma que de ella nos presenta la India.
El grado de Maestro representa de la misma manera, la Vía Unitiva, en la cual se realiza y se hace efectiva la Divinidad inhe¬rente y latente en nuestro ser —que es el Arquitecto verdadero de nuestra vida— y se logra exaltarla y hacerla resurgir, identifi¬cándose y unificándose en su aspecto más elevado con Aquélla, todas las demás facultades de nuestro ser. Por lo tanto, este grado corresponde, en la filosofía india al Raja Yoga (Yoga regio o Real) y sus anexos, el Mantra y Laya Yoga.
Identificándose con su ser más verdadero, el Maestro también se identifica en su corazón con la Tradición Iniciática, con la cual vibran al unísono todo su ser y todos sus pensamientos; como el pez en el agua, en donde encuentra el ambiente natural de su exis¬tencia, llega a ser parte integrante de esa Gran Corriente, que brota del Gran Principio inefable, y se extiende "en vida eterna".
Ingresando en la propia Corriente interior de la Vida Universal, de donde brotan los ideales y las aspiraciones, y en donde te encuentran las realizaciones de todas las épocas, el Maestro hállase unido internamente con todos los juanes: con todos los que recibieron la gracia de la inspiración y la luz de la Verdad, con los iniciados de todos los tiempos y de todos los países, en su mística comunión arquitectónica. Unificándose con la gnosis, la Verdad se hace en él Sabiduría, siendo el principio que ilumina, domina y disciplina la acción, realizando en ésta el Magisterio del Arte; y esta Sabiduría, que resplandece en cada una de sus palabras y de sus pensamientos, hará de él un faro de luz, que guía y alumbra a los demás en la noche tamásica de la ignorancia.
Lejos de ser una abstracción o una pura hipótesis, la Tradi¬ción Iniciática es una viviente realidad: el principio universal de la Iluminación y de la Omnisciencia, del que adquieren consciencia, y en el que comulgan y participan los iniciados y los iluminados de todas las épocas. Aunque se trate de una Realidad ultrasensible, la similitud más apropiada para describirla, es precisamente la de una corriente de vida y de verdad, que fluye en el mismo Océano Eterno e Inmanente del Ser, formada por la esencia más pura y sutil del pensamiento y de la inspiración ideal, de la que toman vida y substancia todas las aspiraciones de los hombres, todos los esfuerzos encaminados para el progreso y la elevación individual y común, todas las religiones y todos los movimientos espirituales. La legislación y la moral de todos los pueblos se le acercan más o menos, según la intensidad de la aspiración y la profundidad de la comprensión en la medida de los hombres. La Masonería reconoce implícitamente su existencia y se funda sobre ella, considerándola como el propio principio de la la Sabiduría, de la Fuerza y de la Hermosura que sostienen, en fe¬cunda actividad, sus talleres, en donde ha de hacerse manifiesto ese poder operativo de la Verdad. Hiram, como vida elevada de la Orden y de todo ser humano, es el Medio unitivo por el cual se realiza la mística comunión operativa con esa Sabiduría Iniciá¬tica que representa Salomón; participando de esa Sabiduría y ex¬presándola como orden y armonía) es el Arquitecto y Maestro ejemplar de aquel sublime Templo universal, que se eleva sobre la comunión de todas las aspiraciones humanas, cuyas columnas mayores son la Virtud y la Verdad.
Cuando esa Vida Elevada desaparece, por la conjuración de la Ignorancia, del Fanatismo y de la Ambición, que quieren usurpar sus prerrogativas, también se pierde ese lazo unitivo con la Tradición de la Verdad y su Sabiduría Creadora, y el desorden y la consternación reinan entre los obreros. ¿Puede el hombre hacer algo, verdaderamente grande y digno, que merezca el esfuerzo y lo ennoblezca, cuando desprecie el guía de su ser más elevado, de sus más nobles aspiraciones ideales, y se deje vencer por sus tendencias o pasiones inferiores, sepultando a ese Divino Principio Inspirador en la tierra de su materialismo agnóstico, de una concepción puramente material e ilusoria de la existencia, en la que se desprecian los verdaderos valores de la vida?
Cuando la desolación, el desorden y la imperfección reinen en nuestra vida exterior, cuando las piedras del edificio que ha¬bíamos querido elevar, por nuestros únicos esfuerzos y para nuestra única ventaja, desplomándose sobre nuestra cabeza nos hacen patente la propia imperfección de la obra y de su plan, nos es menester buscar nuevamente ese Principio Inspirador, desterrado o sepultado por nuestras cualidades inferiores, invocándolo por medio de nuestras aspiraciones, y dirigiéndonos a él con nuestros ideales, hasta que resurja en nosotros y sea nuevamente el Sabio Arquitecto que nos hace manifiesto el plan divino de nuestra existencia, y realiza en ésta el orden, la armonía, el progreso y el bienestar.
Hiram es aquel que, como Prometeo y como Hermes, en su primera concepción, lleva a la tierra y enciende en el propio corazón del hombre el juego sagrado del Ideal Inspirador, y del inherente poder divino de la Verdad, que ha de manifestar aquel en una obra correspondiente. Es el mismo principio que, obrando en nosotros, nos pone en contacto con la Tradición Iniciática, que a la vez simboliza, como Jano y San Juan, y como Rea Cibeles, la
corriente profunda de la vida humana y cósmica.
La Tradición Iniciática, que los maestros masones buscan y se esfuerzan por levantar, en su centro universal, doquiera encuentren sus vestigios exteriores (la tumba aparente de su sepultura), es también la Religión Universal de la Verdad, o Religión de la Sabiduría, o sea el principio interior que religa en la propia Eterna Verdad todas las creencias, experiencias y aspiraciones religiosas de los hombres. La forma externa puede ser alguna vez algo semejante a un sepulcro hermoso, en el cual parece no haber ya huella de vida espiritual; sin embargo, el maestro verdadero sabe descubrir y penetrar el misterio que se encierra en esa tumba de la Divina Verdad, reconociendo y levantando la vida, íntima, siempre inherente en ella.
Todas las religiones, sólo son, en el fondo, el resultado del esfuerzo hecho por sus respectivos fundadores, para presentar a la comprensión del medio al que estaban destinadas la Eterna Religión (llamada por los indos Sanantana Dharma) que es la Tradición Universal de la Verdad, con la cual habían venido internamente en contacto. Por lo tanto, todas tienen la misma base y los mismos principios, que se hallan sólo diferentemente expresados, acentuándose algunos de preferencia a otros, y mez¬clándose a menudo con supersticiones, errores y falsas creencias, que estriban únicamente en la ignorancia del medio, del que así fomentan el ciego fanatismo. Ambos son aprovechados por la ambición, que encuentra en ellos el apoyo indispensable para sa¬tisfacer sus deseos.
Sin embargo, toda religión, aun la que puede parecernos exte¬riormente como más materializada y llena de supersticiones, es una expresión de esa corriente interna de la Tradición, un brazo o miembro de su organismo, un elemento de su vida externa, y como tal también uno de los caminos o medios, por el cual puede llegarse a la Vida Interna, y gozar así de la plenitud de la Gracia y de la Verdad que contiene in recessu. Siguiendo fielmente el camino que le indica a cada cual su propia religión, buscando y reconociendo su esencia y realidad más profunda, todo hombre tiene abierta la senda para llegar a la Religión Universal de la Verdad, en la que encuentra la interna unidad vital de sus dife¬rentes y aparentemente contrarias manifestaciones externas. El reconocimiento y sentimiento de esta verdad, de la unidad interna y vital de todas las creencias, enseñanzas y religiones externas, es la propia base firme e incontrolable en que descansa el principio masónico de la tolerancia. Tolerancia y respeto amplios y fraternales para cualquier creencia, opinión y convicción, con la condición de que sean sinceros, dado que todos indistintamente constituyen un camino hacia la Suprema y Única Verdad y dado también que la verdadera luz se encuentra al estado latente en todo ser humano y cuando se encienda es la única que puede guiarle iluminando su discernimiento y haciéndole crecer en su más plena percepción.
Esta tolerancia plena e iluminada es la característica de todo masón verdadero y, acompañándose con la fraternidad que nace del reconocimiento del común origen a la vez espiritual y material de los hombres, se hace el cemento que junta constructivamente las piedras diferentes que componen un mismo edificio. La Ma¬sonería expresa esta tolerancia iluminada con la prescripción del Libro de la Ley (o sea, aquella particular tradición religiosa más propia del medio en que verifica sus labores) sobre el Ara, con la escuadra y el compás sobrepuestos.
En toda Escritura Sagrada, reconoce y aprecia de esta manera la inherente inspiración, y ve una expresión de aquella Tradición Iniciática, sobre la cual se halla ella misma establecida desde las épocas más lejanas. La escuadra del recto juicio y el compás de la más inteligente comprensión, son los instrumentos necesarios para reconocerla y apreciarla debidamente, buscando el interno espíritu vivificador, que ha de llevarles a comulgar con esa Divina Sabiduría, en lugar de quedarse en la muerta letra de la definición escolástica.
Pero, la Tradición y la Inspiración que mana de aquélla, no se limitan a sus expresiones espirituales propias de las diferentes religiones: a la Biblia y a los Evangelios, al Corán, a los Vedas y Puranas, a los himnos religiosos y poemas mitológicos de la Grecia, y a los rituales de los antiguos egipcios.
La escuadra y el compás que se sobreponen a las escrituras, representan a la vez otra fuente más directa y elevada de Inspiración Tradicional: aquella que deriva de todo esfuerzo constructivo, como Principio Geométrico, que preside a la Arquitectura humana y cósmica, y la misma Geometría en, sí, o sea el esfuerzo de la pura abstracción filosófica para llegar a discernir los Principios Eternos e Inmutables que rigen la expresión evolutiva del universo y de la vida en el Tiempo y en el Espacio.
Así, pues, Ciencia y Religión —la Verdadera Ciencia y la Religión de la Verdad— se hallan naturalmente enlazadas y concilia-das en sus aspectos más elevados, sobre el Ara que representa la propia elevación, masónicas de todos los pensamientos, sentimientos y aspiraciones ideales del hombre. Muy lejos de haber un abismo irreconciliable entre el saber y el creer —en cuanto se basan el primero sobre la evidencia externa, y el segundo sobre el senti¬miento interno— son los dos aspectos o columnas en que descansa la propia Tradición Iníciática en su expresión humana, y como tales han de guiar al hombre en el recto sendero que ha de conducirle a realizar un continuó progreso, sus infinitas posibilidades sobrehumanas.
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