ALDO LAVAGNINI
Aunque todo sea uno en esencia y realidad, todo se manifiesta y aparece como dos. Unidad y Dualidad están así íntimamente entrelazadas, indicando la primera el Reino de lo Absoluto, y la segunda su expresión aparente y relativa, sin que haya ninguna separación verdadera entre estos dos aspectos (o distintas percepciones) de la misma Realidad.
Así como la Unidad caracteriza al Ser (en el cual no puede haber ninguna diferencia o antinomia), así igualmente la Dualidad expresa la existencia en sus múltiples formas, entretejidas, por así decirlo, en los pares de opuestos, que constituyen el sello que marca el mundo de los efectos y la Ley que gobierna toda manifestación.
La dualidad empieza en el dominio mismo de la conciencia, con la distinción entre “yo” y “aquello”, entre sujeto y objeto (sujeto conocedor y objeto conocido), constituyendo así el fundamento de todo nuestro conocimiento y experiencia, tanto inferior como exterior. No debe, pues, maravillarnos que, estando el sentimiento de la dualidad tan fuertemente arraigado en la ilusión de nuestra personalidad, nos sea difícil sustraernos de la misma y llegar así a la perfecta conciencia de la Unidad trascendente del Todo, en la cual la ilusión de la dualidad –que forma la base de nuestro pensamiento ordinario- está superada por completo.
Tenemos dos ojos para ver, a los cuales corresponden dos oídos y dos distintos hemisferios cerebrales, como instrumentos orgánicos de nuestra inteligencia, y dos manos y dos pies, instrumentos de nuestra voluntad. Y como nuestro pensamiento ordinario se basa sobre lo que vemos y oímos, es evidente que nuestra visión exterior de las cosas deba ser invariablemente “marcada” por esta dualidad, místicamente simbolizada por el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, comiendo de cuyo fruto se pierde momentáneamente la conciencia de la Unidad, que sin embargo constituye nuestra Sabiduría instintiva y primordial (anterior a la caída en el dominio dual de la conciencia material).
Solamente cuando aprendemos, por medio del discernimiento y de la abstracción filosófica, a unificar los dos aspectos de nuestra visión exterior por medio del ojo simple de nuestra conciencia interna, llegamos al conocimiento de la Realidad (que es conocimiento de la Unidad), y la ilusión de la Dualidad y de la Multiplicidad pierde enteramente el poder que ejerció sobre nosotros.
Entonces el “yo” se identifica con “aquello”, el sujeto con el objeto, el conocedor con lo conocido, y se desgarra para siempre el velo detrás del cual Isis (el Misterio Supremo de la Naturaleza) se esconde a la vista profana. Pero, mientras tanto, el Velo de la Ilusión permanece tendido entre las dos columnas, y la ciencia ordinaria –la ciencia que se basa sobre la observación y la experiencia que nos vienen de la ilusión de los sentidos- es impotente para levantarlo.
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