ALDO LAVAGNINI
La palabra reconoce implícitamente el Bien como único Principio, Realidad y Poder, y consecuentemente el Mal como pura ilusión y apariencia que no tiene Realidad ni poder
verdaderos.
Esta es la enseñanza de todos los iniciados: de aquellos que han llegado a penetrar y establecerse con su conciencia por encima del dominio de lo aparente, en donde el Bien y el Mal figuran como poderes iguales, como pares de opuestos irreconciliables que luchan constantemente uno contra otro, y que se alternan como el día y la noche, la luz y las tinieblas, la vida y la muerte.
El iniciado sabe que, detrás del mundo de la apariencia, existe una sola y única Realidad, y que esta Realidad es el Bien: Bien Infinito, Omnipresente y Omnipotente; que fuera de esta única y sola Realidad, nada existe y nada puede existir. Que lo que consideramos mal es una sombra inconsistente, una verdadera irrealidad, una pura y sencilla ilusión de nuestros sentidos y de nuestra imaginación, que debe ser superada en lo más íntimo de nuestra conciencia para que pueda desaparecer como concreción exterior.
La primera letra de la Palabra Sagrada, con la cual es costumbre nombrar la Columna del Norte, nos recuerda este Principio del Bien, en el cual debemos poner toda nuestra confianza, la que nos hará partícipes de sus beneficios, pues un Principio se hace operativo únicamente en cuanto es reconocido, y vive y reina en nuestra alma.
El hombre esclavo de la ilusión del mal, reconociéndolo como poder y realidad, le da preponderancia en su vida, y sus esfuerzos para combatirlo remachan las cadenas de la esclavitud. Únicamente cuando lo reconoce como ilusión, y cesa consecuentemente de tener poder en su conciencia, es cuando en realidad se libera de él.
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