RENE GUENON
Todavía debemos volver sobre los caracteres que son propios a la enseñanza iniciática, y por los que se diferencia profundamente de toda enseñanza profana; aquí se trata de lo que se puede llamar la exterioridad de esta enseñanza, es decir, de los medios de expresión por los que puede ser transmitida en una cierta medida y hasta un cierto punto, a título de preparación para el trabajo puramente interior por el que la iniciación, de virtual que era primeramente, devendrá más o menos completamente efectiva. Muchos, que no se dan cuenta de lo que debe ser realmente la enseñanza iniciática, no ven en ella, como particularidad digna de destacar, nada más que el empleo del simbolismo; por lo demás, es muy cierto que éste juega efectivamente en ella un papel esencial, pero aún nos queda saber por qué es así; ahora bien, esos, que no consideran las cosas más que de una manera completamente superficial, y que se detienen en las apariencias y en las formas exteriores, no comprenden de ninguna manera la razón de ser e incluso, se puede decir, la necesidad del simbolismo, que, en estas condiciones, no pueden encontrar sino extraño y por lo menos inútil. Suponen, en efecto, que la doctrina iniciática no es apenas, en el fondo, más que una filosofía como las demás, un poco diferente, sin duda, por su método, pero en todo caso nada más, ya que su mentalidad está hecha del tal modo que son incapaces de concebir otra cosa; y es muy cierto que, por las razones que hemos expuesto más atrás, la filosofía no tiene nada que ver con el simbolismo e incluso se opone a él en un cierto sentido. Aquellos que, a pesar de esta equivocación, consientan no obstante en reconocer a la enseñanza de una tal doctrina algún valor desde un punto de vista u otro, y por motivos cualesquiera, que no tienen habitualmente nada de iniciático, no podrán llegar nunca más que a hacer de ella, todo lo más, como una suerte de prolongamiento de la enseñanza profana, de complemento de la educación ordinaria, para el uso de una elite relativa1. Ahora bien, quizás valga más negar totalmente su valor, lo que equivale en suma a ignorarla pura y simplemente, que rebajarla así y, muy
frecuentemente, presentar en su nombre y en su lugar la expresión de puntos de vista particulares cualesquiera, más o menos coordinados, sobre toda suerte de cosas que, en realidad, no son iniciáticas ni en sí mismas, ni por la manera en que son tratadas; eso es propiamente esa desviación del trabajo «especulativo» a la que ya hemos hecho alusión.
Hay también otra manera de considerar la enseñanza iniciática que apenas es menos falsa que esa, aunque aparentemente sea todo lo contrario: es la que consiste en querer oponerla a la enseñanza profana, como si se situara en cierto modo en el mismo nivel, atribuyéndola como objeto una cierta ciencia especial, más o menos vagamente definida, que a cada instante se pone en contradicción y en conflicto con las demás ciencias, aunque siempre se declara superior a éstas por hipótesis y sin que las razones de ello se evidencien nunca claramente. Esta manera de ver es sobre todo la de los ocultistas y demás pseudoiniciados, que por lo demás, en realidad, están lejos de despreciar la enseñanza profana tanto como bien quieren parecerlo, ya que le hacen incluso numerosas «sustracciones» más o menos disfrazadas, y, además, esta actitud de oposición no concuerda apenas con la preocupación constante que tienen, por otro lado, de encontrar puntos de comparación entre la doctrina tradicional, o lo que creen que es tal, y las ciencias modernas; es verdad que oposición y comparación suponen igualmente, en el fondo, que se trata de cosas del mismo orden. En eso hay un doble error: por una parte, la confusión del conocimiento iniciático con el estudio de una ciencia tradicional más o menos secundaria (ya sea la magia o cualquier otra cosa de este género), y, por otra parte, la ignorancia de lo que constituye la diferencia esencial entre el punto de vista de las ciencias tradicionales y el de las ciencias profanas; pero, después de todo lo que ya hemos dicho, no hay lugar a insistir más largamente sobre esto.
Ahora bien, si la enseñanza iniciática no es ni el prolongamiento de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su antítesis, como lo sostienen los otros, si no constituye ni un sistema filosófico ni una ciencia especializada, es porque en realidad es de un orden totalmente diferente; pero, por lo demás, hablando propiamente sería menester no buscar dar una definición de ella, puesto que eso sería también deformarla inevitablemente. El empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta enseñanza puede bastar ya para hacer entrever eso, desde que se admite, como es simplemente lógico hacerlo sin llegar siquiera al fondo de las cosas, que un modo de expresión completamente diferente del lenguaje ordinario debe estar hecho para expresar ideas igualmente diferentes de las que expresa este último, y concepciones que no se dejan traducir integralmente por palabras, concepciones para las que es menester un lenguaje menos limitado, más universal, porque ellas mismas son de un orden más universal. Por lo demás, es menester agregar que, si las concepciones iniciáticas son esencialmente diferentes de las concepciones profanas, es porque proceden ante todo de una mentalidad diferente que la de éstas1, mentalidad de la que difieren menos por su objeto que por el punto de vista bajo el cual consideran ese objeto; y es forzosamente así desde que éste no puede ser «especializado», lo que equivaldría a pretender imponer al conocimiento iniciático una limitación que es incompatible con su naturaleza misma. Desde entonces es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una manera muy diferente y con una comprehensión igualmente diferente, desde el punto de vista iniciático (ya que, como lo hemos dicho frecuentemente, no hay en realidad un dominio profano al que algunas cosas pertenezcan por su naturaleza misma, sino sólo un punto de vista profano, que no es en el fondo más que una manera ilegítima y desviada de considerar las cosas)2, mientras que, por otra parte, hay cosas que escapan completamente a todo punto de vista profano y que son exclusivamente propias sólo del dominio iniciático.
El hecho de que el simbolismo, que es como la forma sensible de toda enseñanza iniciática, sea en efecto realmente un lenguaje más universal que las lenguas vulgares, es lo que ya hemos explicado precedentemente, y no está permitido dudarlo un solo instante, con solo que se considere que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no en contradicción entre ellas, sino que al contrario se completan las unas a las otras, y todas igualmente verdaderas aunque procedan de puntos de vista diferentes;
y, si ello es así, es porque el símbolo es menos la expresión de una idea claramente definida y delimitada (a la manera de las ideas «claras y distintas» de la filosofía cartesiana, que se suponen enteramente expresables por palabras) que la representación sintética y esquemática de todo un conjunto de ideas y de concepciones que cada uno podrá aprehender según sus aptitudes intelectuales propias y en la medida en que esté preparado para su comprehensión. Así, el símbolo, para el que llega a penetrar su significación profunda, podrá hacerle concebir incomparablemente más que todo lo que es posible expresar directamente; es también el único medio de transmitir, tanto como se puede, todo cuanto de inexpresable constituye el dominio propio de la iniciación, o más bien, para hablar más rigurosamente, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, que deberá después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, ya que nadie puede hacer nada más que prepararle para ello trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que, a continuación, tendrá que realizar en sí mismo para llegar a la posesión efectiva de la iniciación que no ha recibido del exterior más que virtualmente. Por lo demás, es menester no olvidar que, si la iniciación simbólica, que no es más que la base y el soporte de la iniciación efectiva, es forzosamente la única que puede darse exteriormente, al menos puede ser conservada y transmitida incluso por aquellos que no comprenden ni su sentido ni su alcance; basta que los símbolos se mantengan intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en aquel que es capaz de ello, todas las concepciones cuya síntesis figuran. En eso, lo recordamos todavía, es donde reside el verdadero secreto iniciático, que es inviolable por su naturaleza y que se preserva por sí mismo contra la curiosidad de los profanos, y del que el secreto relativo de algunos signos exteriores no es más que una figuración simbólica; este secreto, cada uno podrá penetrarle más o menos según la extensión de su horizonte intelectual, pero, aunque le haya penetrado integralmente, no podrá comunicar nunca efectivamente a otro lo que él mismo haya comprendido de él; todo lo más, podrá ayudar a llegar a esta comprehensión únicamente a aquellos que son actualmente aptos para ello.
Eso no impide de ninguna manera que las formas sensibles que están en uso para la transmisión de la iniciación exterior y simbólica tengan, inclusive fuera de su papel esencial como soporte y vehículo de la influencia espiritual, su valor propio en tanto que medio de enseñanza; a este respecto, se puede destacar (y esto nos conduce a la cOnexión íntima del símbolo con el rito) que traducen los símbolos fundamentales en gestos, tomando esta palabra en el sentido más extenso como ya lo hemos hecho precedentemente, y que, de esta manera, hacen en cierto modo «vivir» al iniciado la enseñanza que se le presenta1, lo que es la manera más adecuada y la más generalmente aplicable de prepararle para su asimilación, puesto que todas las manifestaciones de la individualidad humana se traducen necesariamente, en sus condiciones de existencia actuales, en diversos modos de actividad vital. Por lo demás, sería menester no pretender por eso hacer de la vida, como lo querrían muchos modernos, una suerte de principio absoluto; después de todo, la expresión de una idea en modo vital no es más que un símbolo como los demás, así como lo es también, por ejemplo, su traducción en modo espacial, lo que constituye un símbolo geométrico o un ideograma; pero, podría decirse, es un símbolo que, por su naturaleza particular, es susceptible de penetrar más inmediatamente que cualquier otro al interior mismo de la individualidad humana. En el fondo, si todo proceso de iniciación presenta en sus diferentes fases una correspondencia, ya sea con la vida humana individual, ya sea inclusive con el conjunto de la vida terrestre, es porque el desarrollo de la manifestación vital misma, particular o general, «microcósmica» o «macrocósmica», se efectúa según un plan análogo al que el iniciado debe realizar en sí mismo, para realizarse en la completa expansión de todas las potencias de su ser. Son siempre y por todas partes planes que corresponden a una misma concepción sintética, de suerte que son principialmente idénticos, y, aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden de un «arquetipo» único, plan universal trazado por la Voluntad suprema que es designada simbólicamente como el «Gran Arquitecto del Universo».
Por consiguiente, todo ser tiende, conscientemente o no, a realizar en sí mismo, por los medios apropiados a su naturaleza particular, lo que las formas iniciáticas occidentales, apoyándose sobre el simbolismo «constructivo», llaman el «plan del Gran Arquitecto del Universo»2, y a concurrir con ello, según la función que le pertenece en el conjunto cósmico, a la realización total de este mismo plan, la cual no es en suma más que la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su desarrollo en que un ser toma consciencia realmente de esta finalidad cuando comienza para él la iniciación efectiva, que debe conducirle por grados, y según su vía personal, a esta
realización integral que se cumple, no en el desarrollo aislado de algunas facultades especiales, sino en el desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades implícitas en la esencia de este ser. Por lo demás, puesto que el fin es necesariamente el mismo para todo lo que tiene el mismo principio, es en los medios empleados para llegar a él donde reside exclusivamente lo que es propio a cada ser, considerado en los límites de la función especial que es determinada para él por su naturaleza individual, y que, cualquiera que sea, debe considerarse como un elemento necesario del orden universal y total; y, por la naturaleza misma de las cosas, esta diversidad de las vías particulares subsiste en tanto que el dominio de las posibilidades individuales no es efectivamente rebasado.
Así, la instrucción iniciática, considerada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio transcendente, todas las vías de realización que son propias, no sólo a cada categoría de seres, sino también a cada ser individual considerado en particular; y, al comprenderlas todas así en sí misma, las totaliza y las sintetiza en la unidad absoluta de la Vía universal1. Por consiguiente, si los principios de la iniciación son inmudables, sus modalidades pueden y deben variar de manera que se adapten a las condiciones múltiples y relativas de la existencia manifestada, condiciones cuya diversidad hace que, matemáticamente en cierto modo, no pueda haber dos cosas idénticas en todo el universo, así como ya lo hemos explicado en otras ocasiones2. Por consiguiente, se puede decir que es imposible que haya, para dos individuos diferentes, dos iniciaciones exactamente semejantes, ni siquiera desde el punto de vista exterior y ritual, y con mayor razón desde el punto de vista del trabajo interior del iniciado; la unidad y la inmutabilidad del principio no exigen de ninguna manera una uniformidad y una inmovilidad que son, por lo demás, irrealizables de hecho, y que, en realidad, no representan más que su reflejo «invertido» en el grado más bajo de la manifestación; y la verdad es que la enseñanza iniciática, al implicar una adaptación a la diversidad indefinida de las naturalezas individuales, se opone por eso mismo, a la uniformidad que la enseñanza profana considera por el contrario como su «ideal». Por lo demás, las modificaciones de que se trata se limitan, bien entendido, a la traducción exterior del conocimiento iniciático y a su asimilación por tal o cual individualidad, ya que, en la medida en que una tal traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta las relatividades y las contingencias, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la universalidad de su esencia principial, que comprende todas las posibilidades en la simultaneidad de una síntesis única.
La enseñanza iniciática, exterior y transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser, ya lo hemos dicho e insistimos todavía en ello, más que una preparación del individuo para adquirir el verdadero conocimiento iniciático por el efecto de su trabajo personal. También se le puede indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a tomar la actitud mental e intelectual necesaria para llegar a una comprehensión efectiva y no simplemente teórica; también se le puede asistir y guiar controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, ya que nadie más, aunque sea un «Maestro» en la acepción más completa de la palabra1, puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe adquirir forzosamente por sí mismo, porque nadie ni nada exterior a él puede comunicárselo, es en suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho; para que pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que implica, es menester que la enseñanza que sirve en cierto modo de base y de soporte a su trabajo personal este constituida de tal manera que se abra sobre posibilidades realmente ilimitadas, y que le permita así extender indefinidamente sus concepciones, en amplitud y profundidad a la vez, en lugar de encerrarlas, como lo hace todo punto de vista profano, en los límites más o menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula verbal cualquiera.
frecuentemente, presentar en su nombre y en su lugar la expresión de puntos de vista particulares cualesquiera, más o menos coordinados, sobre toda suerte de cosas que, en realidad, no son iniciáticas ni en sí mismas, ni por la manera en que son tratadas; eso es propiamente esa desviación del trabajo «especulativo» a la que ya hemos hecho alusión.
Hay también otra manera de considerar la enseñanza iniciática que apenas es menos falsa que esa, aunque aparentemente sea todo lo contrario: es la que consiste en querer oponerla a la enseñanza profana, como si se situara en cierto modo en el mismo nivel, atribuyéndola como objeto una cierta ciencia especial, más o menos vagamente definida, que a cada instante se pone en contradicción y en conflicto con las demás ciencias, aunque siempre se declara superior a éstas por hipótesis y sin que las razones de ello se evidencien nunca claramente. Esta manera de ver es sobre todo la de los ocultistas y demás pseudoiniciados, que por lo demás, en realidad, están lejos de despreciar la enseñanza profana tanto como bien quieren parecerlo, ya que le hacen incluso numerosas «sustracciones» más o menos disfrazadas, y, además, esta actitud de oposición no concuerda apenas con la preocupación constante que tienen, por otro lado, de encontrar puntos de comparación entre la doctrina tradicional, o lo que creen que es tal, y las ciencias modernas; es verdad que oposición y comparación suponen igualmente, en el fondo, que se trata de cosas del mismo orden. En eso hay un doble error: por una parte, la confusión del conocimiento iniciático con el estudio de una ciencia tradicional más o menos secundaria (ya sea la magia o cualquier otra cosa de este género), y, por otra parte, la ignorancia de lo que constituye la diferencia esencial entre el punto de vista de las ciencias tradicionales y el de las ciencias profanas; pero, después de todo lo que ya hemos dicho, no hay lugar a insistir más largamente sobre esto.
Ahora bien, si la enseñanza iniciática no es ni el prolongamiento de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su antítesis, como lo sostienen los otros, si no constituye ni un sistema filosófico ni una ciencia especializada, es porque en realidad es de un orden totalmente diferente; pero, por lo demás, hablando propiamente sería menester no buscar dar una definición de ella, puesto que eso sería también deformarla inevitablemente. El empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta enseñanza puede bastar ya para hacer entrever eso, desde que se admite, como es simplemente lógico hacerlo sin llegar siquiera al fondo de las cosas, que un modo de expresión completamente diferente del lenguaje ordinario debe estar hecho para expresar ideas igualmente diferentes de las que expresa este último, y concepciones que no se dejan traducir integralmente por palabras, concepciones para las que es menester un lenguaje menos limitado, más universal, porque ellas mismas son de un orden más universal. Por lo demás, es menester agregar que, si las concepciones iniciáticas son esencialmente diferentes de las concepciones profanas, es porque proceden ante todo de una mentalidad diferente que la de éstas1, mentalidad de la que difieren menos por su objeto que por el punto de vista bajo el cual consideran ese objeto; y es forzosamente así desde que éste no puede ser «especializado», lo que equivaldría a pretender imponer al conocimiento iniciático una limitación que es incompatible con su naturaleza misma. Desde entonces es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una manera muy diferente y con una comprehensión igualmente diferente, desde el punto de vista iniciático (ya que, como lo hemos dicho frecuentemente, no hay en realidad un dominio profano al que algunas cosas pertenezcan por su naturaleza misma, sino sólo un punto de vista profano, que no es en el fondo más que una manera ilegítima y desviada de considerar las cosas)2, mientras que, por otra parte, hay cosas que escapan completamente a todo punto de vista profano y que son exclusivamente propias sólo del dominio iniciático.
El hecho de que el simbolismo, que es como la forma sensible de toda enseñanza iniciática, sea en efecto realmente un lenguaje más universal que las lenguas vulgares, es lo que ya hemos explicado precedentemente, y no está permitido dudarlo un solo instante, con solo que se considere que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no en contradicción entre ellas, sino que al contrario se completan las unas a las otras, y todas igualmente verdaderas aunque procedan de puntos de vista diferentes;
y, si ello es así, es porque el símbolo es menos la expresión de una idea claramente definida y delimitada (a la manera de las ideas «claras y distintas» de la filosofía cartesiana, que se suponen enteramente expresables por palabras) que la representación sintética y esquemática de todo un conjunto de ideas y de concepciones que cada uno podrá aprehender según sus aptitudes intelectuales propias y en la medida en que esté preparado para su comprehensión. Así, el símbolo, para el que llega a penetrar su significación profunda, podrá hacerle concebir incomparablemente más que todo lo que es posible expresar directamente; es también el único medio de transmitir, tanto como se puede, todo cuanto de inexpresable constituye el dominio propio de la iniciación, o más bien, para hablar más rigurosamente, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, que deberá después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, ya que nadie puede hacer nada más que prepararle para ello trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que, a continuación, tendrá que realizar en sí mismo para llegar a la posesión efectiva de la iniciación que no ha recibido del exterior más que virtualmente. Por lo demás, es menester no olvidar que, si la iniciación simbólica, que no es más que la base y el soporte de la iniciación efectiva, es forzosamente la única que puede darse exteriormente, al menos puede ser conservada y transmitida incluso por aquellos que no comprenden ni su sentido ni su alcance; basta que los símbolos se mantengan intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en aquel que es capaz de ello, todas las concepciones cuya síntesis figuran. En eso, lo recordamos todavía, es donde reside el verdadero secreto iniciático, que es inviolable por su naturaleza y que se preserva por sí mismo contra la curiosidad de los profanos, y del que el secreto relativo de algunos signos exteriores no es más que una figuración simbólica; este secreto, cada uno podrá penetrarle más o menos según la extensión de su horizonte intelectual, pero, aunque le haya penetrado integralmente, no podrá comunicar nunca efectivamente a otro lo que él mismo haya comprendido de él; todo lo más, podrá ayudar a llegar a esta comprehensión únicamente a aquellos que son actualmente aptos para ello.
Eso no impide de ninguna manera que las formas sensibles que están en uso para la transmisión de la iniciación exterior y simbólica tengan, inclusive fuera de su papel esencial como soporte y vehículo de la influencia espiritual, su valor propio en tanto que medio de enseñanza; a este respecto, se puede destacar (y esto nos conduce a la cOnexión íntima del símbolo con el rito) que traducen los símbolos fundamentales en gestos, tomando esta palabra en el sentido más extenso como ya lo hemos hecho precedentemente, y que, de esta manera, hacen en cierto modo «vivir» al iniciado la enseñanza que se le presenta1, lo que es la manera más adecuada y la más generalmente aplicable de prepararle para su asimilación, puesto que todas las manifestaciones de la individualidad humana se traducen necesariamente, en sus condiciones de existencia actuales, en diversos modos de actividad vital. Por lo demás, sería menester no pretender por eso hacer de la vida, como lo querrían muchos modernos, una suerte de principio absoluto; después de todo, la expresión de una idea en modo vital no es más que un símbolo como los demás, así como lo es también, por ejemplo, su traducción en modo espacial, lo que constituye un símbolo geométrico o un ideograma; pero, podría decirse, es un símbolo que, por su naturaleza particular, es susceptible de penetrar más inmediatamente que cualquier otro al interior mismo de la individualidad humana. En el fondo, si todo proceso de iniciación presenta en sus diferentes fases una correspondencia, ya sea con la vida humana individual, ya sea inclusive con el conjunto de la vida terrestre, es porque el desarrollo de la manifestación vital misma, particular o general, «microcósmica» o «macrocósmica», se efectúa según un plan análogo al que el iniciado debe realizar en sí mismo, para realizarse en la completa expansión de todas las potencias de su ser. Son siempre y por todas partes planes que corresponden a una misma concepción sintética, de suerte que son principialmente idénticos, y, aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden de un «arquetipo» único, plan universal trazado por la Voluntad suprema que es designada simbólicamente como el «Gran Arquitecto del Universo».
Por consiguiente, todo ser tiende, conscientemente o no, a realizar en sí mismo, por los medios apropiados a su naturaleza particular, lo que las formas iniciáticas occidentales, apoyándose sobre el simbolismo «constructivo», llaman el «plan del Gran Arquitecto del Universo»2, y a concurrir con ello, según la función que le pertenece en el conjunto cósmico, a la realización total de este mismo plan, la cual no es en suma más que la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su desarrollo en que un ser toma consciencia realmente de esta finalidad cuando comienza para él la iniciación efectiva, que debe conducirle por grados, y según su vía personal, a esta
realización integral que se cumple, no en el desarrollo aislado de algunas facultades especiales, sino en el desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades implícitas en la esencia de este ser. Por lo demás, puesto que el fin es necesariamente el mismo para todo lo que tiene el mismo principio, es en los medios empleados para llegar a él donde reside exclusivamente lo que es propio a cada ser, considerado en los límites de la función especial que es determinada para él por su naturaleza individual, y que, cualquiera que sea, debe considerarse como un elemento necesario del orden universal y total; y, por la naturaleza misma de las cosas, esta diversidad de las vías particulares subsiste en tanto que el dominio de las posibilidades individuales no es efectivamente rebasado.
Así, la instrucción iniciática, considerada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio transcendente, todas las vías de realización que son propias, no sólo a cada categoría de seres, sino también a cada ser individual considerado en particular; y, al comprenderlas todas así en sí misma, las totaliza y las sintetiza en la unidad absoluta de la Vía universal1. Por consiguiente, si los principios de la iniciación son inmudables, sus modalidades pueden y deben variar de manera que se adapten a las condiciones múltiples y relativas de la existencia manifestada, condiciones cuya diversidad hace que, matemáticamente en cierto modo, no pueda haber dos cosas idénticas en todo el universo, así como ya lo hemos explicado en otras ocasiones2. Por consiguiente, se puede decir que es imposible que haya, para dos individuos diferentes, dos iniciaciones exactamente semejantes, ni siquiera desde el punto de vista exterior y ritual, y con mayor razón desde el punto de vista del trabajo interior del iniciado; la unidad y la inmutabilidad del principio no exigen de ninguna manera una uniformidad y una inmovilidad que son, por lo demás, irrealizables de hecho, y que, en realidad, no representan más que su reflejo «invertido» en el grado más bajo de la manifestación; y la verdad es que la enseñanza iniciática, al implicar una adaptación a la diversidad indefinida de las naturalezas individuales, se opone por eso mismo, a la uniformidad que la enseñanza profana considera por el contrario como su «ideal». Por lo demás, las modificaciones de que se trata se limitan, bien entendido, a la traducción exterior del conocimiento iniciático y a su asimilación por tal o cual individualidad, ya que, en la medida en que una tal traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta las relatividades y las contingencias, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la universalidad de su esencia principial, que comprende todas las posibilidades en la simultaneidad de una síntesis única.
La enseñanza iniciática, exterior y transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser, ya lo hemos dicho e insistimos todavía en ello, más que una preparación del individuo para adquirir el verdadero conocimiento iniciático por el efecto de su trabajo personal. También se le puede indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a tomar la actitud mental e intelectual necesaria para llegar a una comprehensión efectiva y no simplemente teórica; también se le puede asistir y guiar controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, ya que nadie más, aunque sea un «Maestro» en la acepción más completa de la palabra1, puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe adquirir forzosamente por sí mismo, porque nadie ni nada exterior a él puede comunicárselo, es en suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho; para que pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que implica, es menester que la enseñanza que sirve en cierto modo de base y de soporte a su trabajo personal este constituida de tal manera que se abra sobre posibilidades realmente ilimitadas, y que le permita así extender indefinidamente sus concepciones, en amplitud y profundidad a la vez, en lugar de encerrarlas, como lo hace todo punto de vista profano, en los límites más o menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula verbal cualquiera.
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