RENE GUENON
Ya hemos hecho destacar precedentemente que es menester guardarse bien de toda confusión entre el conocimiento doctrinal de orden iniciático, incluso cuando no es todavía más que teórico y simplemente preparatorio a la «realización», y todo lo que es instrucción puramente exterior o saber profano que, en realidad, carece de toda relación con este conocimiento. No obstante, debemos insistir aún más especialmente sobre este punto, ya que hemos tenido que constatar muy frecuentemente la necesidad de ello: es menester acabar con el prejuicio muy extendido que quiere que lo que se ha convenido llamar la «cultura», en su sentido profano y «mundano», tenga un valor cualquiera, aunque no sea más que a título de preparación, frente al conocimiento iniciático, mientras que no tiene y no puede tener verdaderamente ningún punto de contacto con éste.
En principio, se trata pues, pura y simplemente, de una ausencia de relación: la instrucción profana, a cualquier grado que se la considere, no puede servir de nada para el conocimiento iniciático, y (hechas todas las reservas sobre la degeneración intelectual que implica la adopción del punto de vista profano mismo) no es tampoco incompatible con él1; a este respecto, aparece únicamente como una cosa indiferente, al mismo título que la habilidad manual adquirida en el ejercicio de un oficio mecánico, o todavía de la «cultura física» que está tan de moda en nuestros días. En el fondo, todo eso es exactamente del mismo orden para quien se coloca en el punto de vista que nos ocupa; pero el peligro está en dejarse atrapar en la apariencia engañosa de una pretendida «intelectualidad» que no tiene absolutamente nada que ver con la intelectualidad pura y verdadera, y el abuso constante que se hace precisamente de la palabra «intelectual», por parte de nuestros contemporáneos, basta para probar que este peligro es muy real. De ello resulta frecuentemente, entre otros inconvenientes, una tendencia a querer unir o más bien mezclar entre sí cosas que son de orden totalmente diferente; sin volver a hablar a este propósito de la intrusión de un género de «especulación» completamente profana en algunas organizaciones iniciáticas occidentales, sólo recordaremos la vanidad, que hemos tenido que señalar en varias ocasiones, de todas las tentativas hechas para establecer un lazo o una comparación cualquiera entre la ciencia moderna y el conocimiento tradicional. ¡En este sentido, algunos llegan incluso hasta pretender encontrar en la primera «confirmaciones» de la segunda, como si ésta, que reposa sobre los principios inmutables, pudiera sacar el menor beneficio de una conformidad accidental y completamente exterior con algunos de los resultados hipotéticos y sin cesar cambiantes de esa investigación incierta y titubeante que los modernos se complacen en decorar con el nombre de «ciencia»!
Pero no es en este lado de la cuestión en el que queremos insistir sobre todo al presente, y ni siquiera sobre el peligro que puede haber, cuando se acuerda una importancia exagerada a este saber inferior (y frecuentemente incluso completamente ilusorio), en consagrarle toda la actividad de uno en detrimento de un conocimiento superior, cuya posibilidad misma llegará así a ser totalmente desconocida o ignorada. Se sabe muy bien que este caso es en efecto el de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y, para esos, la cuestión de una relación con el conocimiento iniciático, o incluso tradicional en general, ya no se plantea evidentemente, puesto que ni siquiera sospechan la existencia de un tal conocimiento. Pero, incluso sin llegar hasta ese extremo, la instrucción profana puede constituir muy frecuentemente, de hecho, si no en principio, un obstáculo a la adquisición del verdadero conocimiento, es decir, todo lo contrario de una preparación eficaz, y eso por diversas razones sobre las que debemos explicarnos ahora un poco más en detalle.
Primeramente, la educación profana impone algunos hábitos mentales de los cuales puede ser más o menos difícil deshacerse después; es muy fácil constatar que las limitaciones e incluso las deformaciones que son la consecuencia ordinaria de la enseñanza universitaria son frecuentemente irremediables; y, para escapar enteramente a esta enojosa influencia, hay que tener disposiciones especiales que no pueden ser más que excepcionales. Hablamos aquí de una manera completamente general, y no insistiremos sobre tales o cuales inconvenientes más particulares, como la estrechez de miras que resulta inevitablemente de la «especialización», o la «miopía intelectual» que es el acompañamiento habitual de la «erudición» cultivada sólo por la erudición; lo que es esencial observar, es que, si el conocimiento profano en sí mismo es simplemente indiferente, los métodos por los que es inculcado son en realidad la negación misma de los que abren el acceso al conocimiento iniciático.
Después, es menester tener en cuenta, como un obstáculo que está lejos de ser despreciable, esa suerte de infatuación que es causada frecuentemente por un pretendido saber, y que, inclusive, en muchas gentes, está tanto más acentuada cuanto más elemental, más inferior y más incompleto es ese saber; por lo demás, incluso sin salir de las contingencias de la «vida ordinaria», los desmanes de la instrucción primaria a este respecto son fácilmente reconocidos por todos aquellos a quienes no ciegan algunas ideas preconcebidas. Es evidente que, de dos ignorantes, el que se da cuenta de que no sabe nada está en una disposición mucho más favorable para la adquisición del conocimiento que el que cree saber algo; las posibilidades intelectuales del primero están intactas, se podría decir, mientras que las del segundo están como «inhibidas» y ya no pueden desarrollarse libremente. Por lo demás, aún admitiendo una buena voluntad igual en los dos individuos considerados, por eso no se evitaría, en todo caso, que uno de ellos tuviera que deshacerse primeramente de las ideas falsas de las que su mente está atestada, mientras que el otro estaría al menos dispensado de este trabajo preliminar y negativo, que representa uno de los sentidos de lo que la iniciación masónica designa simbólicamente como el «despojamiento de los metales».
Con esto se puede explicar fácilmente un hecho que hemos tenido frecuentemente la ocasión de constatar en lo que concierne a las gentes llamadas «cultivadas»; se sabe lo que se entiende comúnmente por esta palabra: en eso ya no se trata siquiera de una instrucción, por poco sólida que sea, por limitado y por inferior que sea su alcance, sino de un «tinte» superficial de toda suerte de cosas, de una educación sobre todo «literaria», en todo caso puramente libresca y verbal, que permite hablar con seguridad de todo, comprendiendo ahí lo que se ignora más completamente, y que es susceptible de ilusionar a aquellos que, seducidos por estas brillantes apariencias, no se dan cuenta de que no recubren más que la nada pura y simple. Esta «cultura» produce generalmente, a un nivel diferente, efectos bastante comparables a los que recordábamos hace un momento sobre el tema de la instrucción primaria; hay ciertamente excepciones, ya que puede ocurrir que el que ha recibido una tal «cultura» esté dotado de disposiciones naturales
suficientemente afortunadas como para no apreciarla más que en su justo valor y como para no estar él mismo engañado; pero no exageramos nada al decir que, fuera de estas excepciones, la gran mayoría de las gentes «cultivadas» deben ser contadas entre aquellos cuyo estado mental es el más desfavorable para la recepción del verdadero conocimiento. Frente a éste, hay en ellos una suerte de resistencia frecuentemente inconsciente, y a veces también querida; ¡aquellos mismos que, tomando partido y a priori, no niegan formalmente todo lo que es de orden esotérico o iniciático, dan testimonio al menos a este respecto de una falta de interés completo, y ocurre incluso que afecten vanagloriarse de su ignorancia de estas cosas, como si esa ignorancia fuera a sus propios ojos una de las marcas de la superioridad que su «cultura» tiene la reputación de conferirles! Qué no se crea que, por nuestra parte, hay en esto la menor intención caricatural; no hacemos más que decir exactamente lo que hemos visto en muchas circunstancias, no solo en occidente, sino incluso en oriente, donde, por lo demás, este tipo de hombre «cultivado» tiene felizmente bastante poca importancia, al no haber hecho su aparición sino muy recientemente y como producto de una cierta educación «occidentalizada», de donde resulta, lo anotamos de pasada, que este hombre «cultivado» es necesariamente y al mismo tiempo un «modernista»1. La conclusión que hay que sacar de esto, es que las gentes de este tipo son simplemente los menos «iniciables» de los profanos, y que sería perfectamente irracional tener en cuenta su opinión, aunque no fuera más que para intentar adaptar a ella la presentación de algunas ideas; por lo demás, conviene agregar que la preocupación por la «opinión pública» en general es una actitud tan «antiiniciática» como es posible.
En esta ocasión, debemos precisar aún otro punto que se vincula estrechamente a estas consideraciones: es que todo conocimiento exclusivamente «libresco» no tiene nada en común con el conocimiento iniciático, considerado incluso en su estado simplemente teórico. Eso puede parecer evidente incluso después de lo que acabamos de decir, ya que todo lo que no es más que estudio libresco forma parte incontestablemente de la educación más exterior; si insistimos en ello, es porque alguien podría equivocarse en el caso donde este estudio recae en libros cuyo contenido es de orden iniciático. Aquel que lee tales libros a la manera de las gentes «cultivadas», o incluso aquel que los estudia a la manera de los «eruditos» y según los métodos profanos, no estará por eso más cerca
del verdadero conocimiento, porque aporta disposiciones que no le permiten penetrar su sentido real ni asimilársele a un grado cualquiera; el ejemplo de los orientalistas, con la incomprehensión total de la que hacen generalmente prueba, es una ilustración de ello particularmente llamativa. Es muy diferente el caso de aquel que, tomando estos mismos libros como «soportes» de su trabajo interior, lo que es el papel al que están destinados esencialmente, sabe ver más allá de las palabras y encuentra en éstos una ocasión y un punto de apoyo para el desarrollo de sus propias posibilidades; aquí, volvemos en suma al uso propiamente simbólico del que el lenguaje es susceptible, y del que ya hemos hablado precedentemente. Esto, se comprenderá sin esfuerzo, ya no tiene nada en común con el simple estudio libresco, aunque los libros estén en su punto de partida; el hecho de amontonar en la memoria nociones verbales no aporta siquiera la sombra de un conocimiento real; únicamente cuenta la penetración del «espíritu» envuelto bajo las formas exteriores, penetración que supone que el ser lleva en sí mismo las posibilidades correspondientes, puesto que todo conocimiento es esencialmente identificación; y, sin esta cualificación inherente a la naturaleza misma de ese ser, las expresiones más altas del conocimiento iniciático, en la medida en que es expresable, y las Escrituras sagradas mismas de todas las tradiciones, no serán nunca más que «letra muerta» y flatus vocis.
En principio, se trata pues, pura y simplemente, de una ausencia de relación: la instrucción profana, a cualquier grado que se la considere, no puede servir de nada para el conocimiento iniciático, y (hechas todas las reservas sobre la degeneración intelectual que implica la adopción del punto de vista profano mismo) no es tampoco incompatible con él1; a este respecto, aparece únicamente como una cosa indiferente, al mismo título que la habilidad manual adquirida en el ejercicio de un oficio mecánico, o todavía de la «cultura física» que está tan de moda en nuestros días. En el fondo, todo eso es exactamente del mismo orden para quien se coloca en el punto de vista que nos ocupa; pero el peligro está en dejarse atrapar en la apariencia engañosa de una pretendida «intelectualidad» que no tiene absolutamente nada que ver con la intelectualidad pura y verdadera, y el abuso constante que se hace precisamente de la palabra «intelectual», por parte de nuestros contemporáneos, basta para probar que este peligro es muy real. De ello resulta frecuentemente, entre otros inconvenientes, una tendencia a querer unir o más bien mezclar entre sí cosas que son de orden totalmente diferente; sin volver a hablar a este propósito de la intrusión de un género de «especulación» completamente profana en algunas organizaciones iniciáticas occidentales, sólo recordaremos la vanidad, que hemos tenido que señalar en varias ocasiones, de todas las tentativas hechas para establecer un lazo o una comparación cualquiera entre la ciencia moderna y el conocimiento tradicional. ¡En este sentido, algunos llegan incluso hasta pretender encontrar en la primera «confirmaciones» de la segunda, como si ésta, que reposa sobre los principios inmutables, pudiera sacar el menor beneficio de una conformidad accidental y completamente exterior con algunos de los resultados hipotéticos y sin cesar cambiantes de esa investigación incierta y titubeante que los modernos se complacen en decorar con el nombre de «ciencia»!
Pero no es en este lado de la cuestión en el que queremos insistir sobre todo al presente, y ni siquiera sobre el peligro que puede haber, cuando se acuerda una importancia exagerada a este saber inferior (y frecuentemente incluso completamente ilusorio), en consagrarle toda la actividad de uno en detrimento de un conocimiento superior, cuya posibilidad misma llegará así a ser totalmente desconocida o ignorada. Se sabe muy bien que este caso es en efecto el de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y, para esos, la cuestión de una relación con el conocimiento iniciático, o incluso tradicional en general, ya no se plantea evidentemente, puesto que ni siquiera sospechan la existencia de un tal conocimiento. Pero, incluso sin llegar hasta ese extremo, la instrucción profana puede constituir muy frecuentemente, de hecho, si no en principio, un obstáculo a la adquisición del verdadero conocimiento, es decir, todo lo contrario de una preparación eficaz, y eso por diversas razones sobre las que debemos explicarnos ahora un poco más en detalle.
Primeramente, la educación profana impone algunos hábitos mentales de los cuales puede ser más o menos difícil deshacerse después; es muy fácil constatar que las limitaciones e incluso las deformaciones que son la consecuencia ordinaria de la enseñanza universitaria son frecuentemente irremediables; y, para escapar enteramente a esta enojosa influencia, hay que tener disposiciones especiales que no pueden ser más que excepcionales. Hablamos aquí de una manera completamente general, y no insistiremos sobre tales o cuales inconvenientes más particulares, como la estrechez de miras que resulta inevitablemente de la «especialización», o la «miopía intelectual» que es el acompañamiento habitual de la «erudición» cultivada sólo por la erudición; lo que es esencial observar, es que, si el conocimiento profano en sí mismo es simplemente indiferente, los métodos por los que es inculcado son en realidad la negación misma de los que abren el acceso al conocimiento iniciático.
Después, es menester tener en cuenta, como un obstáculo que está lejos de ser despreciable, esa suerte de infatuación que es causada frecuentemente por un pretendido saber, y que, inclusive, en muchas gentes, está tanto más acentuada cuanto más elemental, más inferior y más incompleto es ese saber; por lo demás, incluso sin salir de las contingencias de la «vida ordinaria», los desmanes de la instrucción primaria a este respecto son fácilmente reconocidos por todos aquellos a quienes no ciegan algunas ideas preconcebidas. Es evidente que, de dos ignorantes, el que se da cuenta de que no sabe nada está en una disposición mucho más favorable para la adquisición del conocimiento que el que cree saber algo; las posibilidades intelectuales del primero están intactas, se podría decir, mientras que las del segundo están como «inhibidas» y ya no pueden desarrollarse libremente. Por lo demás, aún admitiendo una buena voluntad igual en los dos individuos considerados, por eso no se evitaría, en todo caso, que uno de ellos tuviera que deshacerse primeramente de las ideas falsas de las que su mente está atestada, mientras que el otro estaría al menos dispensado de este trabajo preliminar y negativo, que representa uno de los sentidos de lo que la iniciación masónica designa simbólicamente como el «despojamiento de los metales».
Con esto se puede explicar fácilmente un hecho que hemos tenido frecuentemente la ocasión de constatar en lo que concierne a las gentes llamadas «cultivadas»; se sabe lo que se entiende comúnmente por esta palabra: en eso ya no se trata siquiera de una instrucción, por poco sólida que sea, por limitado y por inferior que sea su alcance, sino de un «tinte» superficial de toda suerte de cosas, de una educación sobre todo «literaria», en todo caso puramente libresca y verbal, que permite hablar con seguridad de todo, comprendiendo ahí lo que se ignora más completamente, y que es susceptible de ilusionar a aquellos que, seducidos por estas brillantes apariencias, no se dan cuenta de que no recubren más que la nada pura y simple. Esta «cultura» produce generalmente, a un nivel diferente, efectos bastante comparables a los que recordábamos hace un momento sobre el tema de la instrucción primaria; hay ciertamente excepciones, ya que puede ocurrir que el que ha recibido una tal «cultura» esté dotado de disposiciones naturales
suficientemente afortunadas como para no apreciarla más que en su justo valor y como para no estar él mismo engañado; pero no exageramos nada al decir que, fuera de estas excepciones, la gran mayoría de las gentes «cultivadas» deben ser contadas entre aquellos cuyo estado mental es el más desfavorable para la recepción del verdadero conocimiento. Frente a éste, hay en ellos una suerte de resistencia frecuentemente inconsciente, y a veces también querida; ¡aquellos mismos que, tomando partido y a priori, no niegan formalmente todo lo que es de orden esotérico o iniciático, dan testimonio al menos a este respecto de una falta de interés completo, y ocurre incluso que afecten vanagloriarse de su ignorancia de estas cosas, como si esa ignorancia fuera a sus propios ojos una de las marcas de la superioridad que su «cultura» tiene la reputación de conferirles! Qué no se crea que, por nuestra parte, hay en esto la menor intención caricatural; no hacemos más que decir exactamente lo que hemos visto en muchas circunstancias, no solo en occidente, sino incluso en oriente, donde, por lo demás, este tipo de hombre «cultivado» tiene felizmente bastante poca importancia, al no haber hecho su aparición sino muy recientemente y como producto de una cierta educación «occidentalizada», de donde resulta, lo anotamos de pasada, que este hombre «cultivado» es necesariamente y al mismo tiempo un «modernista»1. La conclusión que hay que sacar de esto, es que las gentes de este tipo son simplemente los menos «iniciables» de los profanos, y que sería perfectamente irracional tener en cuenta su opinión, aunque no fuera más que para intentar adaptar a ella la presentación de algunas ideas; por lo demás, conviene agregar que la preocupación por la «opinión pública» en general es una actitud tan «antiiniciática» como es posible.
En esta ocasión, debemos precisar aún otro punto que se vincula estrechamente a estas consideraciones: es que todo conocimiento exclusivamente «libresco» no tiene nada en común con el conocimiento iniciático, considerado incluso en su estado simplemente teórico. Eso puede parecer evidente incluso después de lo que acabamos de decir, ya que todo lo que no es más que estudio libresco forma parte incontestablemente de la educación más exterior; si insistimos en ello, es porque alguien podría equivocarse en el caso donde este estudio recae en libros cuyo contenido es de orden iniciático. Aquel que lee tales libros a la manera de las gentes «cultivadas», o incluso aquel que los estudia a la manera de los «eruditos» y según los métodos profanos, no estará por eso más cerca
del verdadero conocimiento, porque aporta disposiciones que no le permiten penetrar su sentido real ni asimilársele a un grado cualquiera; el ejemplo de los orientalistas, con la incomprehensión total de la que hacen generalmente prueba, es una ilustración de ello particularmente llamativa. Es muy diferente el caso de aquel que, tomando estos mismos libros como «soportes» de su trabajo interior, lo que es el papel al que están destinados esencialmente, sabe ver más allá de las palabras y encuentra en éstos una ocasión y un punto de apoyo para el desarrollo de sus propias posibilidades; aquí, volvemos en suma al uso propiamente simbólico del que el lenguaje es susceptible, y del que ya hemos hablado precedentemente. Esto, se comprenderá sin esfuerzo, ya no tiene nada en común con el simple estudio libresco, aunque los libros estén en su punto de partida; el hecho de amontonar en la memoria nociones verbales no aporta siquiera la sombra de un conocimiento real; únicamente cuenta la penetración del «espíritu» envuelto bajo las formas exteriores, penetración que supone que el ser lleva en sí mismo las posibilidades correspondientes, puesto que todo conocimiento es esencialmente identificación; y, sin esta cualificación inherente a la naturaleza misma de ese ser, las expresiones más altas del conocimiento iniciático, en la medida en que es expresable, y las Escrituras sagradas mismas de todas las tradiciones, no serán nunca más que «letra muerta» y flatus vocis.
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