INICIACIÓN Y «PASIVIDAD»

RENE GUENON

Hemos dicho más atrás que todo lo que depende del conocimiento iniciático no podría ser de ninguna manera el objeto de discusiones cualesquiera, y que, por lo demás, en general, la discusión es, si puede decirse, un procedimiento profano por excelencia; algunos han pretendido sacar de este hecho la consecuencia de que la enseñanza iniciática debía ser recibida «pasivamente», e incluso han querido hacer de ello un argumento dirigido contra la iniciación misma. En eso hay también un equívoco que importa disipar muy particularmente: la enseñanza iniciática, para ser realmente provechosa, requiere naturalmente una actitud mental «receptiva», pero «receptividad» no es en modo alguno sinónimo de «pasividad»; y esta enseñanza exige al contrario, por parte del que la recibe, un esfuerzo constante de asimilación, que es algo esencialmente activo, e incluso al grado más alto que se pueda concebir. En realidad, es más bien a la enseñanza profana a la que se podría dirigir, con alguna razón, el reproche de pasividad, puesto que no se propone otra meta que suministrar datos que deben ser «aprendidos», más bien que comprendidos, es decir, que el alumno debe simplemente registrarlos y almacenarlos en su memoria, sin que esos datos sean el objeto de ninguna asimilación real; por el carácter completamente exterior de esta enseñanza y de sus resultados, la actividad personal e interior se encuentra reducida evidentemente al mínimo, cuando no es enteramente inexistente.
Por lo demás, en el fondo del equívoco de que se trata, hay algo mucho más grave todavía; en efecto, entre aquellos que pretenden presentarse como adversarios del esoterismo, hemos observado frecuentemente una enojosa tendencia a confundirle con sus contrahechuras, y, por consiguiente, a englobar en los mismos ataques las cosas que, en realidad, son más diferentes, e incluso más opuestas. Evidentemente, en eso se trata también de un ejemplo de la incomprehensión moderna; la ignorancia de todo lo que toca al dominio esotérico e iniciático es tan completa y tan general, en nuestra época, que uno no puede extrañarse de nada a este respecto, y esto puede ser una excusa, en muchos casos, para aquellos que actúan así; no obstante, uno está tentado a veces de preguntarse si eso es en efecto una explicación suficiente para el que quiere ir más al fondo de las cosas. Primeramente, no hay que decir que esta incomprehensión y esta ignorancia mismas entran en el plan de destrucción de toda idea tradicional, cuya realización se prosigue a través de todo el periodo moderno, y que, por consiguiente, no pueden ser sino queridas y mantenidas por las influencias subversivas que trabajan en esta destrucción; pero, además de esta consideración de orden enteramente general, parece que, en aquello a lo que hacemos alusión, hay algo también que responde a un designio más preciso y más claramente definido. En efecto, cuando se ve confundir deliberadamente la iniciación con la pseudoiniciación e incluso con la contrainiciación, mezclándolo todo de manera tan inextricable que ya nadie puede orientarse en eso, es verdaderamente muy difícil, por poco que se sea capaz de alguna reflexión, no preguntarse a quién o a qué aprovechan todas estas confusiones. Bien entendido, no es una cuestión de buena o de mala fe lo que queremos plantear aquí; por lo demás, eso no tendría más que una importancia muy secundaria, ya que la malignidad de las ideas falsas que se extienden así no se encuentra ni aumentada ni disminuida por ello; y es muy posible que la toma de partido misma de la que algunos hacen prueba se deba únicamente a que obedecen inconscientemente a alguna sugestión. Lo que es menester concluir de ello, es que los enemigos de la tradición iniciática no engañan más que a aquellos a quienes atraen a las organizaciones que «controlan» directa o indirectamente, y que aquellos mismos que creen combatirlos son a veces, de hecho, instrumentos igualmente útiles, aunque de una manera diferente, para los fines que se proponen. Para la contrainiciación, es doblemente ventajoso, cuando no puede lograr disimular enteramente sus procedimientos y sus metas, hacer atribuir los unos y las otras a la iniciación verdadera, puesto que con eso perjudica incontestablemente a ésta, y puesto que, al mismo tiempo, desvía el peligro que la amenaza a ella misma extraviando a los espíritus que podrían encontrarse en la vía de algunos descubrimientos.
Esta reflexiones, nos las hemos hecho muchas veces1, y todavía, en particular, a propósito de un libro publicado hace ya algunos años, en Inglaterra, por un antiguo miembro de algunas organizaciones de un carácter esencialmente sospechoso, queremos decir de organizaciones pseudoiniciáticas que están entre aquellas donde se distingue más claramente la marca de una influencia de la contrainiciación; aunque las haya abandonado y aunque se haya vuelto incluso abiertamente contra ellas, por eso no ha permanecido menos fuertemente afectado por la enseñanza que ha recibido, y eso es sobre todo visible en la concepción que se hace de la iniciación. Esta concepción, donde domina precisamente la idea de la «pasividad», es lo bastante extraña como para merecer ser destacada más especialmente; ella sirve de idea directriz a lo que quiere ser una historia de las organizaciones iniciáticas, o supuestas tales, desde la antigüedad hasta nuestros días, historia eminentemente fantasiosa, donde todo está embarullado de la manera que decíamos hace un momento, y que se apoya sobre múltiples citas heteróclitas, cuya mayor parte están tomadas de «fuentes» muy dudosas; pero, como no tenemos ciertamente la intención de hacer aquí una suerte de reseña del libro de que se trata, no es eso lo que nos interesa al presente, como tampoco lo que es simplemente conforme a algunas tesis «convenidas» que se encuentran invariablemente en todas las obras de este género. Preferimos limitarnos, ya que es eso lo más «instructivo» desde nuestro punto de vista, a mostrar los errores implícitos en la idea directriz misma, errores que el autor debe manifiestamente a sus vínculos anteriores, de suerte que, en suma, no hace más que contribuir a extender y a acreditar las opiniones de aquellos de los que cree haber devenido adversario, y que continua tomando por la iniciación lo que ellos le han presentado como tal, pero lo que no es realmente más que una de las vías que pueden servir para preparar muy eficazmente a agentes o instrumentos para la contrainiciación.
Naturalmente, todo aquello de lo que se trata está confinado en un cierto dominio puramente psíquico, y, por eso mismo, no podría tener ninguna relación con la verdadera iniciación, puesto que ésta es al contrario de orden esencialmente espiritual; en todo eso se habla mucho de «magia», y, como ya lo hemos explicado suficientemente, las operaciones mágicas de un género cualquiera no constituyen de ninguna manera un proceso iniciático. Por otra parte, encontramos esta singular creencia de que toda la iniciación debe reposar sobre el despertar y la ascensión de la fuerza sutil que la tradición hindú designa bajo el nombre de Kundalinî, mientras que, de hecho, eso no es más que un método propio de algunas formas iniciáticas muy particulares; por lo demás, no es la primera vez que hemos tenido que constatar, en lo que llamaríamos de buena gana las leyendas antiiniciáticas, una suerte de obsesión de Kundalinî que es por lo menos curiosa, y cuyas razones, en general, no aparecen muy claramente. Aquí, la cosa se encuentra ligada bastante estrechamente a una cierta interpretación del simbolismo de la serpiente, tomado en un sentido exclusivamente «maléfico»; el autor parece no tener la menor idea de la doble significación de algunos símbolos, cuestión muy importante que ya hemos
tratado en otra parte1. Sea como sea, el Kundalinî Yogâ, tal como se practica sobre todo en la iniciación tántrica, es ciertamente algo muy diferente de la magia; pero lo que se considera abusivamente bajo este nombre, en el caso que nos ocupa, puede muy bien no ser más que eso; si no se tratara más que de pseudoiniciación, sería incluso mucho menos que eso, es decir, una ilusión «psicológica» pura y simple; pero, si la contrainiciación interviene a algún grado, puede tratarse muy bien de una desviación real, e incluso de una suerte de «inversión», que desemboca en una toma de contacto, no con un principio transcendente o con los estados superiores del ser, sino simplemente con la «luz astral», diríamos más bien con el mundo de las «influencia errantes», es decir, en suma con la parte más inferior del dominio sutil. El autor, que acepta la expresión de «luz astral», designa este resultado bajo el nombre de «iluminación», que deviene así curiosamente equívoco; en lugar de aplicarse a algo de orden puramente intelectual y a la adquisición de un conocimiento superior, como debería aplicarse normalmente si se tomara en un sentido iniciático legítimo, no se refiere más que a fenómenos de «clarividencia» o a otros «poderes» de la misma categoría, muy poco interesantes en sí mismos, y, por lo demás, sobre todo negativos en este caso, ya que parece que sirven finalmente para hacer al que está afligido por ellos accesible a las sugestiones que emanan de pretendidos «Maestros» desconocidos, los cuales, ocurre que no son más que siniestros «magos negros».
Admitimos de buena gana la exactitud de una tal descripción para algunas organizaciones auxiliares de la contrainiciación, puesto que ésta no busca apenas, en efecto, de una manera general, más que hacer de sus miembros simples instrumentos que pueda utilizar a su gusto; sólo nos preguntamos, ya que este punto no está perfectamente claro, qué papel preciso juega el supuesto «iniciado» en las operaciones mágicas que deben conducir a un semejante resultado, y parece que éste no pueda ser, en el fondo, más que el papel completamente pasivo de un «sujeto», en el sentido en que los «psiquistas» de todo género entienden esta palabra. Pero lo que contestamos de la manera más absoluta, es que este mismo resultado tenga nada en común con la iniciación, que excluye al contrario toda pasividad; ya hemos explicado, desde el comienzo, que esa es una de las razones por las que la iniciación es incompatible con el misticismo; con mayor razón lo es
con lo que implica una pasividad de una orden incomparablemente más bajo que la de los místicos, y que entra en suma en lo que, desde la invención del espiritismo, se ha tomado el hábito de designar bajo el nombre vulgar de «mediumnidad». Quizás incluso, lo decimos de pasada, aquello de lo que se trata es bastante comparable a lo que fue el origen real de la «mediumnidad» y del espiritismo mismo; y, por otra parte, cuando la «clarividencia» se obtiene por algunos «entrenamientos» psíquicos, incluso si Kundalinî no entra en eso para nada, tiene comúnmente como efecto hacer al ser eminentemente «sugestionable», como lo prueba la conformidad constante, a la que ya hemos hecho alusión más atrás, de sus «visiones» con las teorías especiales de la escuela a la que pertenece; por consiguiente, no es difícil comprender todo el partido que pueden sacar de ahí los verdaderos «magos negros», es decir, los representantes conscientes de la contrainiciación. No es difícil darse cuenta de que todo eso va directamente en contra de la meta misma de la iniciación, que es propiamente «liberar» al ser de todas las contingencias, y no imponerle nuevos lazos que vengan a agregarse todavía a los que condicionan naturalmente la existencia del hombre ordinario; el iniciado no es un «sujeto», es incluso exactamente lo contrario; toda tendencia a la pasividad no puede ser más que un obstáculo a la iniciación, y, donde la misma es predominante, constituye una «descualificación» irremediable. Además, en toda organización iniciática que ha guardado una consciencia clara de su verdadera meta, todas las prácticas hipnóticas u otras que implican el empleo de un «sujeto» son consideradas como ilegítimas y están estrictamente prohibidas; y agregaremos que incluso se prescribe mantener siempre una actitud activa al respecto de los estados espirituales transitorios que pueden ser alcanzados en las primeras etapas de la «realización», a fin de evitar todo peligro de «autosugestión»1; en todo rigor, desde el punto de vista iniciático, la pasividad no es concebible ni admisible más que frente al Principio Supremo exclusivamente.
Sabemos bien que se podrá objetar a eso que algunas vías iniciáticas conllevan una sumisión más o menos completa a un gurú; pero esta objeción no es en modo alguno válida, primeramente porque en eso se trata de una sumisión consentida de pleno grado, no de una sujeción que se impone sin saberlo el discípulo; y después porque el gurú es siempre perfectamente conocido por el discípulo, que está en relación real y directa con
él, y que no es un personaje desconocido que se manifiesta «en astral», es decir, toda fantasmagoría aparte, que actúa por una suerte de influencia «telepática» para enviar sugestiones sin que el discípulo que las recibe pueda saber en modo alguno de donde le vienen. Además, esta sumisión no tiene otro carácter que el de un simple medio «pedagógico», se podría decir, de una necesidad completamente transitoria; un verdadero instructor espiritual no solo no abusará nunca de ella, sino que no se servirá de ella más que para hacer al discípulo capaz de liberarse de él lo más pronto posible, ya que, si hay una afirmación invariable en parecido caso, es que el verdadero gurú, es puramente interior, que no es otro que el «Sí mismo» del ser mismo, y que el gurú exterior no hace más que representarle en tanto que el ser no puede ponerse todavía en comunicación consciente con este «Sí mismo». La iniciación debe conducir precisamente a la consciencia plenamente realizada y efectiva del «Sí mismo», lo que, evidentemente, no podría ser el hecho ni de niños en tutela ni de autómatas psíquicos; la «cadena» iniciática no está hecha para ligar al ser, sino, al contrario, para proporcionarle un apoyo que le permita elevarse indefinidamente y rebasar sus propias limitaciones de ser individual y condicionado. Incluso cuando se trata de las aplicaciones contingentes que pueden coexistir secundariamente con la meta esencial, una organización iniciática no tiene que hacer instrumentos pasivos y ciegos, cuyo sitio normal no podría estar en todo caso más que en el mundo profano, puesto que les falta toda cualificación; lo que debe encontrar en sus miembros, a todos los grados y en todas las funciones, es una colaboración consciente y voluntaria, que implica toda la comprehensión efectiva de la que cada uno es susceptible; y ninguna verdadera jerarquía puede realizarse y mantenerse sobre otra base que esa.

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