COMPAÑEROS

FORD NEWTON

Ninguna persona (sea cual fuere su categoría social) será aceptada como Francmasón si no es en una logia de cinco francmasones por lo menos; de los cuales uno debe ser maestro o vigilante de la zona o división en que la tal logia esté establecida y otro de la familia de la Masonería Libre.
Que nadie sea aceptado Francmasón si no es sano de cuerpo y de honrada familia y si no tiene buena reputación y observa las leyes del país.
Que nadie sea aceptado como Francmasón o conozca los secretos de la mencionada Sociedad, hasta que jure lo siguiente: “Fulano de tal y tal, en presencia del Dios Todopoderoso y de mis compañeros y hermanos presentes prometo y declaro que, de ahora en adelante, no publicaré, descubriré, revelaré ni daré a conocer directa ni indirectamente, sean cuales fueren las circunstancias que se presenten, ninguno de los secretos, privilegios o acuerdos de la fraternidad de los Francmasones que en este momento o después se me confíen, para lo cual pido el auxilio de Dios y el de este santo libro”.
Manuscrito Harleiano, 1600 – 1650.

CAPÍTULO II
COMPAÑEROS

I

Habiendo seguido a los Francmasones a través de un largo período de su historia, creemos llegado el momento de exponer, siquiera sea brevemente, la ética, organización, leyes, emblemas y trabajos de sus logias lo cual es, a la vez, fácil y difícil, por el exceso de materiales y sobre todo porque parece natural que, dado el carácter secreto de la orden, no se haya escrito la historia de muchos de sus actos. Por esta causa no poco ha de quedar oscuro, pero esperamos que, hasta quienes no pertenecen a la orden, puedan formarse una noción definida de los principios y prácticas de la antigua masonería, de la cual desciende la actual. Nuestra breve exposición servirá, por lo menos, para demostrar que la orden masónica ha enseñado desde la antigüedad la moral, la caridad y la verdad de modo único, por su carácter; noble, por su espíritu, y benigno, por su influencia.
Estudiemos primeramente sus doctrinas éticas. Basta con leer las Antiguas Constituciones de la orden, en las que se mezclan las elevadas verdades con la legislación del arte, para encontrar la base moral de la masonería universal. Estos antiguos documentos, que formaron parte del ritual más antiguo de la orden y que se recitaban o leían a todos los jóvenes cuando se les iniciaba como Aprendices, relataban las leyendas, leyes y ética del arte, insistiendo en la antigüedad de la orden y en el servicio a la humanidad, lo cual es característico de la Masonería, pues ninguna otra orden ha proclamado como suya esa legendaria y tradicional historia. Habiendo ya estudiado esos anales legendarios y su valor histórico, nos resta examinar el código moral enseñado a los candidatos que, habiendo jurado solemnemente ser leales y conservar el secreto, eran instruidos en sus deberes como Aprendices y en su conducta como hombres. Lo que a ese antiguo código le faltaba de sutileza le sobraba de sencillez, de tal modo que puede resumirse con las palabras del profeta “Obrar con justicia, amar la compasión, andar humildemente ante Dios”, eterna ley moral, fundamentada en la fe, puesta a prueba por el tiempo, y aprobada como válida por hombres de todos los climas, creencias y condiciones.
Y, volviendo al Manuscrito Regius, encontramos quince “puntos” o reglas establecidos para guía de los Compañeros, y otros tantos, para los Maestros Masones (Nuestra nomenclatura actual es errónea, pues los grados de la antigua orden eran, primero el de Aprendiz, luego el de Maestro, y, por último, el de Compañero, ya que el magisterio no era un grado que se confería, sino una recompensa por la habilidad como trabajador y el mérito como hombre. La confusión actual se debe, sin duda, a que, en las Guildas alemanas, los compañeros tenían que servir dos años como jornaleros antes de ser Maestros, cuya restricción no era conocida en Inglaterra, donde sucedía al revés, ya que no eran los Compañeros, sino los Aprendices los que preparaban su obra maestra que, si era aceptada, les daba derecho a ser Maestros Masones. Y al ganar el magisterio tenían títulos ya para ser Compañeros, o sea, compañeros de la fraternidad a la que habían servido hasta entonces. Debemos distinguir también entre Maestro y Maestro de Obras, representado hoy día por el Venerable de la Logia. Entre un Maestro y el Maestro de Obras sólo existía una diferencia accidental, puesto que los dos eran Maestros y Compañeros. Cualquier Maestro (o Compañero) podía llegar a ser Maestro de la Obra, con tal de que demostrase suficiente inteligencia y tuviese la suerte de ser elegido como tal por quien lo empleaba, por la Logia,
o por ambos a la vez). Posteriormente se redujeron a nueve que, lejos de ser una síntesis del código original, fueron una elaboración del mismo. Con el tiempo alcanzamos los manuscritos de Roberts y Watson en los que se adoptan o, mejor dicho, se registran ya que estaban en uso mucho tiempo antes igual número de reglas, dedicadas a los aprendices. Si invertimos el orden y estudiamos primero el cargo de Aprendiz, veremos esto más claro, puesto que así conoceremos de qué manera se les admitía en la orden. A nadie se le hacía Masón sino por su libre voluntad, exigiéndosele que fuera hombre libre, que tuviera la edad legal, que perteneciese a una familia honrada, que fuera sano de cuerpo, de buenas costumbres y gozase de buena reputación. Además, debía de comprometerse por medio de solemne juramento a servir durante un período de siete años, declarando absoluta obediencia, pues las logias de la antigüedad fueron escuelas en las que los jóvenes no sólo estudiaban el arte de la construcción y su simbolismo, sino también las siete ciencias. Los aprendices, que al principio eran sólo sirvientes, hacían el trabajo más bajo; el período de prueba servía para atestiguar su carácter y educarles en el trabajo. Si se hacían dignos de confianza y eran trabajadores, se les aumentaba de salario, pero nunca se violaban las reglas de conducta. La austeridad de su disciplina, puede verse por las reglas siguientes:
Al confesar su creencia en Dios, el Aprendiz hacía voto de honrar a la Iglesia, al Estado y al Maestro a cuyas órdenes trabajaba, comprometiéndose a no ausentarse del servicio a la orden ni de día, ni de noche, a no ser que tuviera licencia del Maestro. Debía ser honrado, veraz, justo y fiel en guardar los secretos del arte o las confidencias del Maestro o de cualquier Francmasón, cuando se le comunicaban como tales. Sobre todo debía de ser casto, no cometiendo nunca adulterio ni fornicación. No se le permitía contraer matrimonio, ni compromiso con mujeres durante su aprendizaje. El Aprendiz debía obedecer a su Maestro sin discutir ni murmurar, siendo respetuoso y cortés con todos los Francmasones y evitando las conversaciones obscenas, escándalos, disensiones y disputas. Era su obligación no frecuentar las tabernas o cervecerías, excepto cuando fuera a ellas para llevar un encargo del Maestro o con su consentimiento. Tampoco debía jugar a las cartas ni a los dados, ni a juegos prohibidos, “excepto en Navidad”. No debía robar nada, ni consentir que se robase, ni amparar al ladrón, sino por el contrario comunicar cuanto antes la cosa al Maestro.
Al cabo de siete largos años el Aprendiz presentaba su obra maestra a la Logia - en tiempos más antiguos a la Asamblea anual - (Los más antiguos manuscritos indican que esas iniciaciones se celebraban por regla general en las Asambleas anuales, que eran cuerpos constituidos muy semejantes a las actuales Grandes Logias, presididos por un Presidente o Gran Maestre de hecho, aunque no de nombre. Democráticas en su gobierno, como siempre ha sido la Masonería, las Asambleas anuales recibían a los Aprendices, examinaban los candidatos a Maestros, arreglaban las disputas y regulaban el arte; pero eran también reuniones para celebrar festivales. Con el tiempo estas Asambleas generales fueron decayendo y las funciones de la iniciación volvieron a las Logias) la cual, después de examinarla detenidamente, le declaraba Maestro. Con esto cesaba de ser discípulo y sirviente, pasaba a engrosar las filas de los compañeros y se convertía en hombre libre, capaz, por primera vez en la vida, de ganarse la vida y elegir su trabajo. El nuevo compañero escogía su Marca (El problema de las Marcas de los Masones es muy interesante, particularmente en relación con los orígenes y desenvolvimiento de la arquitectura gótica; pero es demasiado intrincado para que lo tratemos ahora aquí. Por ejemplo, tenemos a la mano un ensayo del profesor T. H. Lewis, titulado Scottish Mason’s Marks Compared with Those of Other Countries, British Archaeological Associations, 1888, en la que se desarrolla la teoría de que algunos arquitectos procedentes de Oriente introdujeron la arquitectura gótica, como puede verse por la diferencia existente entre las Marcas Masónicas y las del período de los normandos. - Véanse también los informes de la
A. Q. C., III, 65-81) para que pudieran identificarse sus obras y tomaba sus avíos de trabajo, viajando ya como Maestro en su arte y recibiendo los salarios correspondientes a su cargo, no sin antes haber ratificado sus votos de honradez, veracidad, fidelidad, templaza y castidad, asumiendo, además, la obligación de mantener el honor de la orden.
También juraba no descubrir ni contar a hombre alguno lo que oía o veía hacer en la Logia y guardar los secretos de sus compañeros Masones como los suyos, a menos que pusiera en peligro el bueno nombre de la Orden. Asimismo, debía prometer que haría de mediador entre su Maestro y sus Compañeros buscando la justicia. Si veía que un compañero cortaba una piedra de un modo indebido, debía ayudarle sin pérdida de tiempo, para que no se perdiera la obra. Si encontraba a un Masón en la desgracia o la miseria, debía ayudarle en la medida de sus fuerzas. En una palabra, debía de ser justo y honrado con todos los hombres y, especialmente, con los miembros de la orden, “para que el lazo de la caridad mutua y del amor se aumentara y continuase”.
Eran más rígidos todavía, si cabe, los votos de los compañeros elevados a la dignidad de Venerables de la Logia o de la Obra. Una vez más juraban solemnemente no profanar los secretos de la Orden. Algunos manuscritos citan que la Ley de Oro fue la ley del Maestro. El Venerable debía de ser inmutable, constante, leal y veraz, pagar a sus Compañeros debidamente, no dejarse sobornar y ser un juez justo. Salvo cuando estuviese enfermo era obligación suya asistir a las Asambleas anuales que se celebrasen a menos de cincuenta millas de distancia, si bien la distancia varía en los diferentes manuscritos. Debía de tener gran cuidado en admitir a los aprendices, aceptando únicamente a los aptos física y moralmente y procurando cerciorarse antes de que permanecerían en la orden durante siete años para aprender el oficio. Debía de ser paciente con sus discípulos, instruirles con diligencia, animarles con aumentos de paga y no permitir que trabajaran de noche, “a no ser para adquirir conocimientos, la cual será excusa suficiente”. Debía de ser también juicioso y discreto y no emprender las obras que no pudiera realizar en provecho de su patrón o del oficio. Si algún compañero se equivocaba, era obligación del Maestro de la Obra corregirle con delicadeza y tratar más bien de ayudarle que de molestarle, evitando el escándalo y las palabras que pudieran herir su susceptibilidad. Además no debía suplantar a otros Maestros de Logias o de Talleres, ni menospreciar su obra, sino, por el contrario, recomendarla y ayudarle a mejorarla. Contraía el compromiso de ser liberalmente caritativo con quienes le necesitaran, ayudando a los compañeros que hubiesen caído en el mal, dándoles trabajo y sueldo por lo menos durante una quincena, y, si no tenía trabajo para él, “le debe dar dinero que luego se le costeará en la próxima reunión de Logia”. Por otra parte, debía de todos modos obrar de forma adecuada a la nobleza de su oficio y de su orden.
Tales eran algunas de las leyes de la vida moral con las que la antigua masonería educaba a sus miembros, con objeto de que fueran buenos trabajadores, hombres honrados y dignos, capaces de ayudar y servir a sus Compañeros; a las cuales, según nos dice el manuscrito de Rawlinson, “se añadieron varios artículos para la libre elección, buen ascenso y mejor aviso de los Perfectos y Verdaderos Masones, Maestros y Hermanos”. Y, si bien es cierto que, como ética de vida, parecen estas leyes sencillas y rudimentarias, no por eso dejan de ser fundamentales ni de ser hasta ahora la única puerta que conduce a la Casa del Señor. En realidad, son cosas tan dignas de guardarse en el corazón y de inspirar nuestras acciones que bastarían por sí solas para que la Masonería fuera respetada por todos. Estas reglas tienen un doble aspecto: primero, la formación del hombre espiritual sobre los cimientos de una moral inmutable; y segundo, la creencia religiosa, sencilla y sublime en la Paternidad de Dios, la Hermandad de los hombres y la Vida Eterna, enseñadas por la Masonería desde sus primeros tiempos hasta nuestros días. La Masonería se ha fundamentado siempre en las dos rocas de la moralidad y de la religión teísta, sobre cuyas bases pueden alimentar los hombres la esperanza de erigir el edificio espiritual de su vida hasta llegar a la cima.

II

Imaginémonos ahora un grupo de estos constructores, unidos con solemnes votos y por intereses mutuos, viajando por los más abominables caminos hacia el lugar elegido para erigir una abadía o una catedral. Entonces era peligroso viajar, y por eso, la compañía iba siempre armada, pues el turbulento estado del país exigía tal precaución. Los utensilios de trabajo y los alimentos iban en el centro del convoy a cargo de los guardianes. La compañía estaba constituida por un Maestro Masón o director de la obra, compañeros del arte, y aprendices. Además de éstos, les acompañaban obreros subordinados que no pertenecían a la Logia, aunque dependían de ella, denominados cimentadores, instaladores, pavimentadores y porteros o guardianes, etc. Los Maestros y Compañeros llevaban vestimentas que les distinguían y que no cambiaron de forma durante tres siglos por lo menos (History of Masonry, de Steinbrenner. El hábito consistía en una corta túnica negra, en verano, de lino, y en invierno, de lana, abierta a los lados, con una gola a la que iba unida una caperuza; alrededor de la cintura llevaban un cinturón de cuero, del que pendían una espada y un zurrón. Sobre la túnica iba un escapulario negro que colocaban debajo del cinturón cuando trabajaban y que dejaban pender en los días de fiesta. Sin duda alguna este vestido servía de colcha durante la noche, como era costumbre en la Edad Media, en que sólo los ricos y los títulos usaban sábanas y mantas. (History of Agriculture and Prices in England, de T. Roggers). Se tocaban la cabeza con grandes sombreros de fieltro o paja, completando su vestido ajustadas calzas de cuero y largas botas de montar). Formaban, pues, una verdadera compañía que mataba el tedio del viaje cantando y refiriendo historias.
“Doquiera que iban - escribe Hope en su Ensayo sobre la Arquitectura -, ya siguiendo a los misioneros, ora llamados por los nativos o por impulso propio para buscar trabajo, les dirigía un jefe, quien mandaba la tropa y nombraba un vigilante por cada tienda de diez hombres, el cual cuidaba de los otros nueve, construía chozas alrededor de la obra, abastecía a sus hermanos cuando era necesario y levantaba el campamento para ir a otros lugares a continuar sus trabajos”.
Vislumbrase en esto los métodos de los Francmasones, su organización casi militar y su vida emigratoria. A veces, firmaban contratos especiales con los habitantes de las ciudades en donde iban a construir iglesias, en cuyos contratos estipulaban que se construiría una Logia para su acomodo y que se proveería a cada obrero de un mandil blanco de cierta clase de cuero y de guantes para protegerse las manos de la piedra y el cemento (Los guantes se utilizaban más comúnmente en la antigüedad que ahora, siendo corriente entonces el regalarlos. Con frecuencia, se distribuían guantes entre los labradores que habían recogido la cosecha -History of Princes in England, de Roggers -, siendo los guantes ricamente bordados ofrenda aceptada con verdadera alegría por los príncipes. La mano desnuda era considerada como signo de hostilidad, y la enguantada, como signo de paz y de buena voluntad. Los mandiles y los guantes tenían para los Masones significados insospechados por las demás gentes, conservándose aún hoy día su simbolismo. - Véase el capítulo sobre las vestiduras e insignias masónicas en Things a Freemason Should Know, de J. W. Crove; el interesante artículo de Rylands en las A. Q. C., tomo V, y el magnífico ensayo sobre los guantes del Dr. Mackey en su obra el Symbolism of Freemasonry -. Los vestidos de los constructores, así como sus utensilios de trabajo, tenían su significado moral).
Así, pues, nos los representamos en forma de una pequeña comunidad o pueblo de trabajadores, que moraban en modestas viviendas y tenían una Logia en el centro adjunta a la catedral que, lentamente, iban construyendo. El Maestro se ocupaba en los planos y cuidados del Arte, los Compañeros cincelaban las piedras de los muros, arcos y agujas, y los Aprendices llevaban los utensilios y el mortero, cuidaban a los enfermos y realizaban oficios de naturaleza semejante a éstos. La Logia era siempre el centro de interés y de actividad, el lugar de trabajo, de estudio, de devoción y, asimismo, la habitación común en que se realizaba la vida social de la orden. Todas las mañanas, según se ve en los archivos de Cork Minster, se empezaban con actos de devoción a los que seguían las instrucciones dadas por el Maestro sobre la obra que se debía de realizar durante el día, en las que, sin duda alguna, se incluirían el estudio de las leyes del arte, de los planos del edificio y la significación de los ornamentos y emblemas. Únicamente los Masones eran admitidos a las Logias, pues sus porteros o guardatemplos (Guardatemplos es una palabra peculiar a la Masonería que significa el que guarda la Logia de los oídos extraños. La palabra inglesa Tiler, o techador, se deriva probablemente de la Edad Media, cuando los que hacían tiles o tejas para techar, tenían también hábitos emigratorios – History of Prices in England, de Rogers - y acompañaban a los Francmasones para techar las construcciones. Algún techador sería puesto de centinela, y de aquí que, con el transcurso de los tiempos, el nombre de Tiler se aplicase a todo Masón que guardaba la Logia. En español se designa a estos individuos con el nombre de guardianes o de guardatemplos) no permitían el acceso a los extraños y fisgoneadores (Mucho se ha escrito sobre la etimología de la palabra cowans
– extraños - y su significación, algunos remontan su origen a la palabra griega que significa “perro” – véase “An Inquirí Concerning Cowans”, por Ramsay, Review of Freemasonry, vol. I -, de no ser que su origen es una palabra despectiva del escocés antiguo – Diccionario de la Lengua Escocesa, Jamieson). Así la emplea Sir Walter Scott en Rob Roy cuando dice “she doesna value a Cawmil mair as a cowan” - cap. XXIX -. Los masones utilizaban esta palabra para referirse a un “dry-diker”, o sea, “uno que construye sin cemento”, esto es, un masón que no tiene la palabra. Desgraciadamente, todavía nos quedan cowans en este sentido: gentes que intentan ser masones, sin emplear el cemento del amor fraternal. ¡Si fuera posible tan sólo cerrarles las puertas de los templos masónicos! Balckstone describe a los eavesdropper o fisgoneadores diciendo que son “seres enojosos para todos, que merecen ser discretamente castigados”. Dice la leyenda que los masones de antiguos tiempos castigaban a estas personas de presa, deseosas de aprender sus signos y secretos, atándoles a los aleros de los tejados para que el agua los empapase. Ignoramos qué castigos les infligirían en tiempo seco – eavesdropper o fisgoneador, etimológicamente significa en inglés el que se descuelga por el alero para curiosear o escuchar -. De todas formas, lo cierto es que despreciaban a todo aquel que intentaba utilizar los signos del oficio sin conocer ni su arte ni su ética).
Así comenzaba el trabajo de cada día, y así iba erigiéndose la catedral como un monumento de la Orden, a pesar de que se perdían y daban al olvido los nombres de quienes la edificaron. No debe extrañarnos que los Francmasones llegaran a quererse y a sentir lealtad por su orden peculiar, perdurable y única, pues trabajaban durante muchos años en la misma construcción y vivían juntos. Hasta nuestros tiempos han llegado las tradiciones de sus diversiones y alegrías, de sus cantos de fiesta, de sus días de gala que nos relatan cuán genuina era su alegría. Si es cierto que su vida era recia y llena de vicisitudes, también lo es que tenía su encanto de amistad, de simpatía, de servicio, de comunidad de intereses y la dicha que produce la dedicación a un arte noble.
Cuando un Masón deseaba salir de una Logia e ir a trabajar a otra parte, lo cual podía hacer siempre que quisiera, no tenía dificultad en darse a conocer a los hombres de su oficio por medio de signos, toques y palabras (Asunto es este sugestivo en extremo, pues hasta en los tiempos primitivos parece haber existido un lenguaje universal de signos, empleados, a veces, por todos los pueblos. Los signos empleados por tribus distantes se parecían mucho, debido, quizás, a que eran gestos naturales con los que expresaban la bienvenida, o sentimientos de angustia, etcétera. Hasta en la Biblia encontramos vestigios de lo que decimos, cuando leemos que la vida de Ben-Hadad se salvó por hacer un signo. También los indios del Norte de América tenían una clave de signos – Indian Masonry, de
R. C. Wright, capítulo III -. “Ellis, valiéndose de sus conocimientos de Maestro Masón, logró entrar en la parte sagrada o aditum de uno de los templos de la India” – Anacalipsis,
G. Higgins, tomo I, pág. 767 -. Véase la aventura que a Haskett Smith le ocurrió entre los drusos, de los cuales ya hemos hablado – A. Q. C., IV, II -. Kipling está verdaderamente desacertado en su obra “El hombre que quería ser Rey”, en la que toma como tema fundamental los signos masónicos. Si las logias masónicas conservan no pocos de los antiguos signos del lenguaje de la raza, de debe a las exigencias del arte, al instinto de la orden por lo antiguo, lo universal y lo humano, y a su anhelo de valerse de todas las formas y modos con que puede atraerse a los hombres para que se conozcan y amen).
Los hombres que recorrían largas distancias en aquellos días de incertidumbre tenían necesidad de saber ciertos signos con que reconocerse, especialmente cuando no era posible identificar a los individuos por referencias. La gente sólo sabía que los masones tenían una clave de signos y que a ninguno de ellos le faltaban amigos ni ayuda cuando otros compañeros suyos podían oírle o verle. Steele habla en el “Tatler”, o Charlatán, de cierta clase de gentes que “se valían de signos y toques como los Francmasones”.
Existieron bastantes de estos signos, como puede verse en el Manuscrito Harleiano por ejemplo, en donde se habla de “palabras y signos”. No hemos de discutir cuáles fueron éstos, pero baste decir que, si algún Maestro Masón de la Edad Media pudiera volver del reino de los sombras, se daría a conocer fácilmente en una Logia actual. Sin duda que algunas cosas le desconcertarían al principio, pero pronto reconocería a los oficiales de la Logia, su forma, emblemas, las luces del Altar y la verdad moral que enseñan sus símbolos. Además, podría él explicarnos mucho de lo que anhelamos conocer sobre aquellos lejanos tiempos, dándonos detalles de sus ocultos misterios y ritos y de la significación de sus símbolos, cuando la poesía de la edificación subsistía todavía.

III

Esto nos lleva a uno de los problemas más calurosamente debatidos de la historia masónica: la cuestión del número y naturaleza de los grados que se conferían en las antiguas logias del oficio. Difícilmente encontraríamos otro problema que haya interesado tanto a los arqueólogos de la Orden como éste, y, aunque es difícil llegar a una conclusión definitiva, vamos a resumir el resultado de las investigaciones actuales sobre este asunto (Una vez más hemos de citar las investigaciones de la Quatuor Coronari Lodge, que son indudablemente las mejores en su género. Los estudios de W. J. Hughan que arguyen en pro de la existencia de un solo grado en las logias antiguas y los de G. W. Speth, en pro de los dos grados e indicios de un tercero, son suficientes para capacitarse del estado de la cuestión – A. Q. C., tomo X, 127; tomo IX, 47. Más adelante estudiaremos lo del grado tercero). Parece no ser cierta la hipótesis de que existiera un solo grado pero, de todos modos, tenemos datos suficientes para no estar enteramente a merced de conjeturas. César Cantú afirma que los Maestros Comacinos “eran convocados por un Gran Maestre a la Logia para tratar de los asuntos comunes a la Orden, recibir novicios, y conferir a otros grados superiores” (Historia de cómo, vol. I, 440). Abundan los datos evidentes similares a éste, pero creemos que podrán evitarse muchos errores si se tiene en cuenta lo siguiente:
Primero: que durante su período puramente artesano el ritual masónico fue menos formal y complicado de lo que después llegó a ser, ya que la vida constituía entonces una especie de ritual y los símbolos se tenían siempre presentes al trabajar. Por la misma razón, a medida que la masonería dejó de estar constituida únicamente por trabajadores manuales e iba admitiendo a quienes no eran arquitectos, se fue haciendo más necesaria (y muy formal, como decía Dugdale en 1686. Natural History of Wiltshire, escrita por Juan Aubreyen, 1686, pero no publicada) la complicación de los ritos, para representar por medio de ceremonias lo que hasta entonces era patente en los símbolos y en la práctica.
Segundo: que con la decadencia del antiguo arte arquitectónico religioso fueron perdiendo su esplendor los simbolismos, sobreviviendo su forma, obscureciéndose su significación o perdiéndose por completo. ¿Quién puede conocer, aunque consulte “The Great Symbol” de Klein (A. Q. C., tomo X, 82), por ejemplo, lo que Pitágoras quiso significar en sus Tetractys menores y mayores a pesar de que parece evidente de que eran algo más que meros teoremas matemáticos?. Pues de igual manera, están velados algunos de los símbolos de nuestras logias o tienen significados inventados después de la desaparición de los verdaderos, en los que se vislumbran éstos sólo vagamente. Sin embargo, todavía conservan los grandes emblemas sus verdades sencillas y elocuentes.
Tercero: que cuando la masonería se convirtió en una fraternidad puramente especulativa o simbólica, dejando de ser una orden de verdaderos arquitectos, su ceremonial se hizo más complicado e imponente, por ser necesario conservar en el ritual las antiguas costumbres y hábitos como, asimismo, sus símbolos y enseñanzas. Aún más; no es extraño que su tradición se hiciese cada vez más positiva, a medida que pasaba el Tiempo, “ese Dios canoso que santifica todo y transforma en religioso lo antiguo”, de modo que se tendía a conservar y desarrollar su rico tesoro simbólico y a tapar las lagunas existentes.
Teniendo presente este orden de evolución histórica de la masonería, podremos ahora estudiar los hechos referentes a los grados que se conferían en la antigüedad, dividiéndola en los dos períodos Activo y Especulativo. Podemos tomar el año 1600 como fecha divisoria entre los dos períodos. Addison escribía en “The Spectator” del 1 de marzo de 1711 la siguiente distinción entre los miembros activos y especulativos de un arte o profesión: “Yo vivo en el mundo más bien como espectador de la humanidad que como ser de su especie, por lo cual me hago especulativamente gobernante, soldado, mercader y artesano, sin mezclarme en la parte práctica de la vida”. Así pues, se entiende por Masón especulativo, aquel que, sin ser arquitecto, es admitido como miembro en la fraternidad de los Francmasones. Este género de miembros empezó a ingresar en la orden allá por el año 1600, si no antes. Y si entendemos por masón activo o artesano al que no asigna significación alguna moral a sus útiles de trabajo, hemos de convenir que hombres de esta clase no existieron en la antigüedad, pues todos los masones y hasta los de las guildas, se servían de sus utensilios como de emblemas morales. Es una lástima que esta poesía haya desaparecido de un oficio tan bello. Los antiguos aprendices ingresaban primeramente en el oficio como novicios, mediante una especie de contrato de trabajo. Después, quizás durante la asamblea anual, se celebraba la ceremonia de su iniciación como Masones, en la que no faltaban nunca el juramento, el relato de la leyenda del oficio tal como la hemos leído en los Antiguos Estatutos, la enseñanza de doctrinas morales y de normas de conducta y la comunicación de ciertos secretos. Parece ser que, al principio, este grado no era místico, a pesar de comprender ciertos secretos, sino que era más bien una sencilla ceremonia por la cual se trataba de grabar en el alma de los jóvenes la alta moral que se les exigía. Hallam dice que hasta la misma masonería de las guildas celebraba ese rito iniciático. Findel ha hecho una versión de la ceremonia celebrada por los masones alemanes que trabajaban la piedra la cual se asemeja mucho a la del primer grado de la masonería actual, si bien éste es mucho más bello (History of Masonry, pág. 66).
Hasta aquí nadie opina lo contrario, pero el problema está en si se confería o no otro grado en las logias primitivas. Nosotros creemos que existía un grado superior al de aprendiz, porque, si a los aprendices se les hubieran confiado todos los secretos de la orden, hubieran podido marcharse de las logias, después de haber trabajado en ellas cuatro años, cuando ya iban estando capacitados y hacerse pasar por Compañeros, para conseguir los salarios y el trabajo que a éstos les correspondía. Si hubiese sido así, los aprendices hubieran deshonrado el oficio; pero, según parece desprenderse de los datos existentes, la iniciación no se confería hasta que estaba a punto de finalizarse el contrato de trabajo. Sin embargo, esto complica aún más el asunto, pues sabiendo como sabemos que los hombres de la Edad Media eran aficionadísimos a la ceremonia, no es admisible que, cuando los aprendices llevaran siete años en el oficio y ascendieran a compañeros, no se les comunicase ningún signo que les distinguiera de los de categoría inferior.
¿Tenemos datos evidentes que tiendan a confirmar nuestra suposición?. Muchísimos; tanto más cuanto que no es fácil dar otra interpretación a los Antiguos Estatutos y porque en casi todos los manuscritos anteriores al Poema Regio se habla de dos habitaciones o lugares de reunión, denominados la Cámara y la Logia. También se dice en él que los masones debían conservar en secreto los “consejos” celebrados en cada habitación. Parece ser que el Aprendiz tenía acceso a la Cámara, pero no a la Logia, por lo menos generalmente. Claro que se puede argüir que en los “otros consejos” a los que se refieren los antiguos libros se daban a conocer únicamente secretos técnicos; pero este argumento no tiene valor alguno, puesto que ya admite que existían secretos. A medida que la orden decaía y que dejaba de edificarse, es natural que los secretos técnicos fueran convirtiéndose en secretos de ritual, aunque unos y otros tuvieran su simbolismo. Además, si bien la historia no conserva más que un solo juramento - lo cual no quiere decir que no existieran otros - ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que, siempre que se habla de signos, toques y palabras secretas, se hace en plural, y que, si los secretos de los Compañeros eran puramente técnicos, lo que muchos no creemos, es también cierto que iban acompañados y protegidos por ciertos signos, toques y palabras de paso. De lo cual se deduce sin lugar a dudas que el ingreso de los aprendices en las filas de los Compañeros constituía un grado de hecho o contenía, por lo menos, la esencia de un grado, con sus signos y secretos peculiares.
En el segundo período, o sea, cuando ingresaron en la Orden hombres ricos o de estudios que no eran arquitectos, ya como patronos del arte o como estudiantes atraídos por el simbolismo, se verificaron algunos cambios en la Masonería. A aquellos ya no se les exigía el servir los siete años de aprendizaje, y eran por naturaleza Compañeros y no Maestros, porque no podían ser Maestros del arte de la construcción. ¿Conocían estos Compañeros los secretos de los Aprendices?. Si tal cosa se admite, los dos grados debieron conferirse en una noche, y también parece probable que estos dos grados se convirtieran en uno solo; puesto que sabemos que a algunos se les hacía Masones en una sola reunión (Véase el Diary de Elías Asmole, que data de 1646). Sin duda alguna cada logia debió tener sus costumbres sobre el particular, porque unas Logias estaban constituidas por verdaderos arquitectos, a las que se agrupaba un pequeño núcleo de no trabajadores, y otras, eran puramente simbólicas nada menos que en época tan remota como la del año 1645. Parece natural que en las logias de la primera clase los dos grados estuvieran separados, convirtiéndose en uno solo en las segundas, si bien haciéndose al mismo tiempo más complicado. Poco a poco fueron disminuyendo los verdaderos arquitectos en las logias, hasta que la orden se transformó en una fraternidad meramente especulativa, sin relación alguna con el comercio o arte de la edificación.
Y no sólo es esto, sino que, aún nos quedan vestigios del “Papel del Maestro” en todo el período de transición y aún de antes de él, cuyos vestigios aumentan a medida que el oficio de Maestro de Obras pierde su aspecto práctico por haber terminado el período de erección de catedrales. ¿Cuál es este “Papel del Maestro”?. Desgraciadamente sólo podemos citar el número de los grados, pues cometeríamos grave indiscreción si indicáramos cuál era su naturaleza; pero, de todos modos, es evidente que no hace falta salir de la masonería para encontrar los materiales con que se formaron los tres grados existentes actualmente. Desde tiempo inmemorial ha sido costumbre de los autores que pertenecían o no a la orden, tratar la Masonería como si fuera un conglomerado de restos arcaicos y vulgaridades moralizantes, formado con los jirones de la leyenda de los albañiles y arquitectos y con los de la doctrina ocultista. Si fuera así, el autor sería el primero en admitirlo. El que una orden tan noble, de tan heroica historia, tan rica en símbolos y vestigios de remota antigüedad haya sido creada por piadoso fraude o en un rato de buen humor, está más allá de los límites de lo crédulo y pertenece al dominio de lo absurdo. Pero de esto trataremos en el capítulo siguiente.
La misma Compañía Francesa o Hijos de Salomón enseñaba la leyenda del Tercer Grado mucho antes de 1717, fecha en que algunos imaginan que fue inventado. Si bien es cierto que los autores ingleses anteriores a esta fecha hablan muy poco de ello, no creemos que esta razón sea suficiente para afirmar que era desconocido, porque hasta 1841 no se supo que había sido un secreto del Companionage francés, tan profunda y ocultamente conservado. (Livre du Compagnonnage, de Agricol Perdiguier, 1841. Jorge Sand publicó el mismo año su novela Le Compagnon du Tour de France. En la Historia de la Masonería de Gould, se pueden encontrar datos interesantes sobre esta orden – tomo I, cap. V -). No podemos dogmatizar habiendo tantos datos imprecisos; pero parece ser que lo ocurrido en el año 1717 no fue la adición de un tercer grado, sino más bien la conversión de los dos grados en tres.
La Masonería es institución demasiado sublime para que se haya podido instituir en un solo día y menos aún por un pequeño núcleo de hombres. La Masonería es producto de una lenta evolución en la que ha ido adquiriendo su belleza y desarrollo. A semejanza de esas catedrales erigidas por el esfuerzo de varias generaciones, la orden masónica ha llegado a ser con el tiempo el templo de la Libertad y de la Fraternidad, cuya historia es la eclosión de su alma íntima, producida en el proceso natural de su transición desde la arquitectura a “su objeto noble y glorioso”. De modo que no hace falta salir de la Masonería para encontrar su verdadero objeto, porque su forma actual es únicamente una expansión inherente a su naturaleza. Y en esto hemos de insistir con frecuencia como, asimismo, contra quienes se empeñan en escudriñar por los rincones de la Historia buscando extraños orígenes a la Masonería.

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