LA INICIACIÓN MASÓNICA

OSWALD WIRTH

La Francmasonería es una institución moderna en cuanto a su organización, que no remonta más allá del año 1717, fecha de la constitución en Londres de la Gran Logia madre, de la que derivan más o menos directamente todas las federaciones masónicas del mundo.
Lo que entonces nació fue una confraternidad que se afirmaba como universal y que debía quedar abierta a todos los hombres de reconocida moralidad, sin distinción de religión, de opiniones políticas, de nacionalidad, de raza ni de posición social. Esta asociación tenía por finalidad lograr que sus adheridos se quisieran a pesar de todo cuanto podía diferenciarlos. Su deber era estimularse mutuamente y esforzarse en comprenderse, aunque los distanciara su manera de pensar o de expresarse.
Alegóricamente, la Francmasonería aspiraba a remediar la confusión de los idiomas que dispersó a los constructores de la Torre de Babel. Su objeto era formar Masones capaces de entenderse de un polo a otro, para juntos edificar un templo único en donde vendrían a fraternizar los sabios de todas las naciones. Este edificio no se inspira en modo alguno en el humano capricho: no es una Torre destinada a desafiar el cielo en su orgullo, sino un santuario cuyo plano concibió el Gran Arquitecto del Universo.
La Francmasonería tiene buen cuidado de no definir el Gran Arquitecto, dejando toda latitud a sus adeptos para que se hagan del mismo una idea de acuerdo con su fe o con su filosofía. Los Francmasones abandonan la teología a los teólogos, cuyos dogmas levantan apasionadas discusiones cuando no conducen a las guerras o a persecuciones inicuas.
Al dogmatismo rígido e intransigente, la tradición masónica opone un conjunto de símbolos coordinados lógicamente, de manera de explicarse unos por otros. Los espíritus reflexivos se encuentran, de tal suerte, solicitados a descubrir por sí mismos los misterios a que alude el simbolismo. Algunas someras indicaciones le marcarán la senda a seguir, pero no se comunica al neófito más que la primera letra de la palabra sagrada: debe saber por sí mismo adivinar la segunda; su instructor le revela luego la tercera, a fin de que pueda encontrar la cuarta, y así sucesivamente.
Este método es muy viejo. Su propósito es formar pensadores independientes deseosos de llegar por su propio esfuerzo a discernir la verdad. Nada se les inculca ni se les pide acto de fe alguno, respecto a cualquier revelación sobrenatural; del lejano pasado en donde tiene fijas sus raíces espirituales, la Francmasonería no ha heredado creencias determinadas ni doctrinas concretas y sí solamente sus procedimientos de sana y leal investigación de la Verdad.
Por lo tanto, el pedir la admisión en la Francmasonería, no puede ser cuestión de esperar la comunicación de estos hechos misteriosos que tanto intrigan a los aficionados a la ciencia oculta. Los Francmasones se interesan individualmente en todos los conocimientos humanos y pueden ser, si llega el caso y según les plazca, ocultistas, teósofos, metapsíquicos, etc., pero la Francmasonería se abstiene en absoluto de enseñar nada en cualquier orden de ideas. No tiene por misión resolver los enigmas que se presenten a la mente humana y no se declara a favor de ninguna de las teorías explicativas de los hechos sensoriales. Indiferente a toda suposición arriesgada, se coloca por encima de los sistemas cosmogónicos formulados ora por las religiones, ora por las escuelas de filosofía.
Lo que preconiza, es este prudente positivismo que toma por punto de partida en todas las cosas, lo comprobable. En el curso de sus viajes simbólicos, el neófito sale siempre del occidente en donde se levanta la fachada de la objetividad, o sea la fantasmagoría de las apariencias que perturban nuestros órganos. Todo concluye aquí para el materialista que cree inútil buscar algo más.
Pero muy distinta es la convicción de los espíritus propensos a la meditación: se niegan a atenerse al aspecto superficial de las cosas y su ambición es profundizarlo todo. Para estos aspirantes a la Iniciación, todo cuanto afecta nuestros sentidos constituye un enigma que podemos descifrar. Buscan el significado del espectáculo que les ofrece el mundo y se lanzan en suposiciones por demás arriesgadas. Al penetrar de esta manera en la tenebrosa selva de las quimeras con tanta complacencia, descrita en las novelas caballerescas, el pensador se ve obligado a combatir todos los monstruos de su propia imaginación. Ha de abrirse paso a través de la inextricable maraña de las concepciones mal venidas, para alcanzar penosamente el Oriente de donde brota la luz.
Por otra parte, al salir de las tinieblas de la noche, la luz matutina le deja discernir solamente lo absurdo de las teorías preconizadas para explicar lo inexplicable; convencido de su impotencia para penetrar el misterio de las cosas, emprende el regreso hacia Occidente siguiendo ahora la ruta del mediodía.
No es ya un sendero sembrado de obstáculos, apenas marcado en las espesuras de la selva del norte: llena de rocas y falta en absoluto de vegetación, la región sud no brinda el menor abrigo al peregrino que avanza bajo los ardientes rayos de un sol implacable. Una luz cruda ilumina los objetos que encuentra a su paso y que ve tal como son, sin que pueda formarse ninguna ilusión respecto a ellos.
Llegado otra vez al Occidente, juzga entonces de diferente manera lo que afecta a sus sentidos. El eterno enigma le parece menos impenetrable, pero más punzante aún. Irritado, no puede permanecer por largo tiempo en estado contemplativo: su espíritu trabaja y otra vez le tenemos entregado a las conjeturas, pero ya media una prudente desconfianza y las extravagancias del principio se han trocado en hipótesis más sólidas.
Vuelve a empezar el periplo que sigue indefinidamente, siempre en el mismo sentido, partiendo de Occidente en dirección al Norte, para regresar luego de Oriente por la vía del Mediodía. Cada vez resulta menos áspero el camino por más que abunden los obstáculos: hay que trepar por unas montañas, transitar por llanuras llenas de peligros, cruzar ríos de impetuosa corriente, explorar desiertos abrasadores y sondear abismos volcánicos. Tales son las pruebas que hay que soportar, no simbólicamente ni en imaginación, sino en su verdadero significado, o sea “en espíritu y en verdad”, con el objeto de que la venda de nuestra ignorancia vaya adelgazándose para caer por fin de nuestros ojos cuando termina nuestra purificación mental.
Luego se tratará de alcanzar la luz entrevista y viajar con este propósito, imitando al sol en su aparente revolución diaria.
Tal es el proceso tradicional de la iniciación masónica; es la enseñanza por el silencio: nada de palabras que puedan faltar a la verdad, sino solamente actos cuya finalidad es invitarnos a la investigación. No encontramos aquí una doctrina explícita, sino únicamente un ritual por medio del cual vivimos lo que debemos aprender. Ningún dogma y solamente unos símbolos.
No es éste un método al alcance de las muchedumbres que piden soluciones hechas y siguen gustosas a quien las engaña, por cierto de buena fe en la mayoría de los casos.
La característica de la iniciación, de la verdadera, es su absoluta sinceridad: no engañar a nadie, he aquí su constante y principal preocupación. Por eso mismo resulta amarga y desilusionante. Quien la posee comprende que no sabe nada; el sabio observa un silencio molesto y se guarda de erigirse en pontífice. Si el Iniciado pide la luz es tan sólo para poder cumplir mejor con la tarea que le incumba y, rechazando toda la curiosidad indiscreta, no pierde el tiempo en querer profundizar misterios por su propia naturaleza insondables.
Empezando siempre por lo conocido (Occidente), se va instruyendo sin precipitación y no teme examinar de nuevo lo que le ha parecido cierto. Asimismo, se resiste a perderse en estériles especulaciones y acepta únicamente las que tienen como finalidad la acción. El trabajo es, a su modo de ver, la justificación de su propia existencia. La función crea el órgano y no somos más que instrumentos constituidos en vista de una tarea que debemos cumplir.
Apliquemos, pues, toda nuestra inteligencia en discernir lo que de nosotros se espera y esforcémonos en trabajar bien. Trabajar bien es vivir bien, y vivir bien es, sin duda alguna, un ideal que nos propone la vida. Se trata de aprender la teoría para luego ejercitarnos en la práctica del Arte de vivir; he aquí el objetivo esencial de la iniciación masónica.

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