RENE GUENON
En lo que precede, hemos sido llevados casi continuamente a hacer alusión a los ritos, ya que constituyen el elemento esencial para la transmisión de la influencia espiritual y el vinculamiento a la «cadena» iniciática, de suerte que se puede decir que, sin los ritos, no podría haber iniciación de ninguna manera. Nos es menester volver aún sobre esta cuestión de los ritos para precisar algunos puntos particularmente importantes; y, por lo demás, bien entendido, aquí no pretendemos tratar completamente de los ritos en general, de su razón de ser, de su papel, de los diversos tipos en los que se dividen, ya que ese es también un tema que requeriría para él solo un volumen entero.
Importa destacar primeramente que la presencia de los ritos es un carácter común a todas las instituciones tradicionales, de cualquier orden que sean, tanto exotéricas como esotéricas, tomando estos términos en su sentido más amplio como ya lo hemos hecho precedentemente. Este carácter es una consecuencia del elemento «no humano» implicado esencialmente en tales instituciones, ya que se puede decir que los ritos tienen siempre como meta poner al ser humano en relación, directa o indirectamente, con algo que rebasa su individualidad y que pertenece a otros estados de existencia; por lo demás, es evidente que no es necesario en todos los casos que la comunicación así establecida sea consciente para ser real, ya que, lo más habitualmente, se opera por intermediación de algunas modalidades sutiles del individuo, modalidades a las que la mayor parte de los hombres son incapaces de transferir al centro de su consciencia. Sea como sea, que el efecto sea aparente o no, que sea inmediato o diferido, el rito lleva siempre su eficacia en sí mismo, a condición, no hay que decirlo, de que se cumpla conformemente a las reglas tradicionales que aseguran su validez, y fuera de las cuales no sería más que una forma vacía y un vano simulacro; y esta eficacia no tiene nada de «maravilloso», ni de «mágico», como algunos lo dicen a veces con una intención manifiesta de denigramiento y de negación, ya que resulta simplemente de las leyes claramente definidas según las cuales actúan las influencias espirituales, leyes de las que la «técnica» ritual no es en suma más que la aplicación y la puesta en obra1.
Esta consideración de la eficacia inherente a los ritos, que se funda en leyes que no dejan ningún lugar a la fantasía o a la arbitrariedad, es común a todos los casos sin excepción; eso es verdadero tanto para los ritos de orden exotérico como para los ritos iniciáticos, y, entre los primeros, tanto para los ritos que dependen de formas tradicionales no religiosas como para los ritos religiosos. Debemos recordar también a este propósito, ya que se trata de un punto de los más importantes, que, como ya lo hemos explicado precedentemente, esta eficacia es enteramente independiente de lo que vale en sí mismo el individuo que cumple el rito; aquí sólo cuenta la función, y no el individuo como tal; en otros términos, la condición necesaria y suficiente es que éste haya recibido regularmente el poder de cumplir tal rito; así pues, importa poco que no comprenda verdaderamente su significación, e incluso que no crea en su eficacia, pues eso no podría impedir al rito ser válido si todas las reglas prescritas se han observado convenientemente2.
Dicho eso, podemos pasar ahora a lo que concierne más especialmente a la iniciación, y notaremos primeramente, a este respecto, que su carácter ritual pone todavía en evidencia una de las diferencias fundamentales que la separan del misticismo, para el cual no existe nada de tal, lo que se comprende sin esfuerzo si uno se remite a lo que hemos dicho de su «irregularidad». Se estará quizás tentado a objetar que el misticismo
aparece a veces como teniendo un lazo más o menos directo con la observancia de algunos ritos; pero éstos no le pertenecen en modo alguno en propiedad, puesto que no son nada más que los ritos religiosos ordinarios; y, por lo demás, este lazo no tiene ningún carácter de necesidad, ya que, de hecho, está lejos de existir en todos los casos, mientras que, lo repetimos, no hay iniciación sin ritos especiales y apropiados. En efecto, la iniciación no es, como las realizaciones místicas, algo que «cae de las nubes», si se puede decir así, sin que se sepa cómo ni por qué; reposa al contrario sobre leyes científicas positivas y sobre reglas técnicas rigurosas; no se podría insistir demasiado en esto, cada vez que se presenta la ocasión para ello, para alejar toda posibilidad de malentendido sobre su verdadera naturaleza1.
En cuanto a la distinción de los ritos iniciáticos y de los ritos exotéricos, solo podemos indicarla aquí sumariamente, ya que, si se tratara de entrar en el detalle, eso correría el riesgo de llevarnos demasiado lejos; habría lugar, concretamente, a sacar todas las consecuencias del hecho de que los primeros están reservados y no conciernen más que a una elite que posee cualificaciones particulares, mientras que los segundos son públicos y se dirigen indistintamente a todos los miembros de un medio social dado, lo que muestra bien que, cualesquiera que puedan ser a veces las similitudes aparentes, la meta no podría ser la misma en realidad2. De hecho, los ritos exotéricos no tienen como meta, como los ritos iniciáticos, abrir al ser a algunas posibilidades de conocimiento para lo cual todos no podrían ser aptos; y, por otra parte, es esencial destacar que, aunque hagan llamada también necesariamente a la intervención de un elemento de orden supraindividual, su acción nunca está destinada a rebasar el dominio de la individualidad. Esto es muy visible en el caso de los ritos religiosos, que podemos tomar más particularmente como término de comparación, porque son los únicos ritos exotéricos que conoce actualmente occidente: toda religión se propone únicamente asegurar la «salvación» de
sus adherentes, lo que es una finalidad que depende todavía del orden individual, y, por definición, en cierto modo, su punto de vista no se extiende más allá; los místicos mismos no consideran más que la «salvación» y nunca la «liberación», mientras que, al contrario, ésta es la meta última y suprema de toda iniciación1.
Otro punto de una importancia capital es el siguiente: la iniciación, a cualquier grado que sea, representa para el ser que la ha recibido una adquisición permanente, un estado que, virtual o efectivamente, ha alcanzado de una vez por todas, y que nada en adelante podría arrebatarle2. Podemos destacar que en eso hay también una diferencia muy clara con los estados místicos, que aparecen como algo pasajero e incluso fugitivo, de los cuales el ser sale como ha entrado, y que puede incluso no recuperar jamás, lo que se explica por el carácter «fenoménico» de estos estados, recibidos desde «afuera», en cierto modo, en lugar de proceder de la «interioridad» misma del ser3. De eso resulta inmediatamente esta consecuencia, que los ritos de iniciación confieren un carácter definitivo e imborrable; por lo demás, ocurre lo mismo, en otro orden con algunos ritos religiosos, que, por esta razón, nunca podrían ser renovados para el mismo individuo, y que, por eso mismo, son aquellos que presentan la analogía más acentuada con los ritos iniciáticos, hasta tal punto que, en un cierto sentido, se les podría considerar como una suerte de transposición de éstos en el dominio exotérico4.
Otra consecuencia de lo que acabamos de decir, es esto, que ya hemos indicado de pasada, pero sobre lo cual conviene insistir un poco más: la cualidad iniciática, una vez que ha sido recibida, no está vinculada de ninguna manera al hecho de ser miembro activo de tal o cual organización; desde que el vinculamiento a una organización tradicional ha sido efectuado, no puede ser roto por nada, y subsiste aunque el individuo ya no tenga ninguna relación aparente con esa organización, lo que no tiene más que una importancia completamente secundaria a este respecto. A falta de toda otra consideración, eso solo bastaría para mostrar cuan profundamente difieren las organizaciones iniciáticas de las asociaciones profanas, a las cuales no podrían ser asimiladas y ni siquiera comparadas de ninguna manera: aquel que se retira de una asociación profana o que es excluido de ella, ya no tiene ningún lazo con ella y vuelve a ser de nuevo exactamente lo que era antes de formar parte de ella; por el contrario, el lazo establecido por el carácter iniciático no depende en nada de contingencias tales como una dimisión o una exclusión, que son de orden simplemente «administrativo», como ya lo hemos dicho, y que no afectan más que a las relaciones exteriores; y, si éstas últimas lo son todo en el orden profano, donde una asociación no tiene nada más que dar a sus miembros, no son al contrario, en el orden iniciático, más que un medio completamente accesorio, y en modo alguno necesario, en relación con las realidades interiores que son las únicas que importan verdaderamente. Basta, pensamos, un poco de reflexión para darse cuenta de que todo eso es de una perfecta evidencia; lo que es sorprendente es constatar, como ya hemos tenido varias veces la ocasión de hacerlo, un desconocimiento casi general de nociones tan simples y tan elementales1.
Interesante distinción entre lo exotérico y lo que no es propio del Iniciando o ya Iniciado. Aunque no se incluyó aquí el bonito símil empleado por muchos compañeros, y siguiendo la cultura cristiana que subyace en Occidente, relativa a "la corona de espinas" en el cambio de paso, estadio, o fase en lo iniciático.
ResponderEliminar