Ser Maestro de Sí Mismo

OSWALD WIRTH

Llamados a asociarnos a la Grande Obra de la Construcción Universal, debemos ante todo entrar en posesión del utensilio necesario. Este instrumento de trabajo es nuestro organismo, construido en vista de la tarea que nos incumbe.
Es éste, un edificio cuyas piedras constitutivas son células vivientes; pero este conjunto, posee su autonomía fisiológica y la inteligencia soberana no gobierna jamás al animal de una manera absoluta. Sofocada por el instinto al principio de la vida, no se afirma sino poco a poco con la edad de la razón; después entra a luchar con las pasiones para no predominar sino tardíamente, cuando éstas se han calmado.
Hacerse maestro de sí mismo corresponde, pues, en una parte amplísima al programa de la vida. Tomamos posesión poco a poco de nuestros órganos y de nuestras facultades sin llegar, lo más a menudo, a realizar todas las posibilidades. Ahora bien, la iniciación nos invita bajo este respecto a sobrepasar la medida común: lo que distingue al Iniciado, es que él se posee a sí mismo mejor y más completamente que la vulgaridad de los humanos. Pero la tarea es ardua; también las exigencias son proporcionadas al grado iniciático alcanzado.
Poniéndose al orden, el Aprendiz da a entender simbólicamente que se domina en materia cerebral, colocada en escuadra bajo el mentón, su mano preserva a la cabeza de toda agitación que suba del pecho donde hierven las pasiones. El nuevo Iniciado juzga con calma, imparcialmente, como buscador sincero y desinteresado de la verdad.
Pero no basta asegurarse una laudable serenidad especulativa. Si nos empeñamos en formarnos ideas lo más justas posibles, no es por el diletantismo, por el placer de la argumentación, o por complacernos estérilmente en una mentalidad superior. Si queremos ver claro, es a fin de obrar con discernimiento. La acción es nuestro fin y no la especulación. Ahora bien, no es el cerebro el que estimula nuestra actividad, porque ésta procede del sentimiento cuyo órgano simbólico es el corazón. Corresponde, pues, al Compañero, que es el realizador por excelencia, sobrepasar al Aprendiz en el dominio, de sí mismo. A la disciplina cerebral agrega la de la sentimentalidad: somete a la inteligencia las fuerzas que hacen obrar; las coordina sin debilitarlas y las aplica con criterio. Sus pasiones le sirven porque ha sabido dominarlas.
El Maestro concluye por someter todo lo que debe obedecer. Su maestría se extiende hasta los instintos que dominan a la bestia humana. No los suprime, porque son necesarios; pero los subyuga, como lo da a entender la actitud característica del tercer grado. De la garganta, la mano se lleva hasta colocarla sobre el corazón y finalmente sobre el vientre, sitio de los apetitos que el Iniciado reduce al silencio.
Bajo pretexto de una soberanía absoluta de la inteligencia, ciertas escuelas pretenden someter al organismo a un régimen de tiranía extraña al programa de la Iniciación verdadera. Sabiamente ponderada en todas las cosas, ésta no cae en ninguna exageración. Desdeña en particular la acrobacia psico¬fisiológica de los fakires, derviches y otros ascetas, que se traduce por efectos insólitos, buenos para conocer, pero no para buscarlos. El real Iniciado no piensa en maravillar a nadie, no se preocupa sino de la tarea que le incumbe y hace de la maestría su instrumento de acción únicamente para poder cumplir plenamente aquélla.
En sí mismo este instrumento no presenta sino un interés secundario. Mantenerlo en perfecto estado no es el objetivo del adepto que se consagra a la Grande Obra. El arte de evitar la decrepitud y de envejecer en pleno vigor de espíritu, no es, pues, la última palabra de la Iniciación, a menos que el elixir de larga vida no sea una quimera. Una sabia higiene física y mental prolonga la vida individual; hay viejos que poseen el secreto de rejuvenecerse muy naturalmente, sin recurrir a ninguna diablura. Las leyendas, como la de Fausto, son muy instructivas para el Iniciado hábil en extraer el espíritu aprisionado en la letra muerta. El mantenimiento de la salud física favorece, por otra parte, el perfeccionamiento moral. No le está, sin embargo, subordinado, porque puede ocurrir en casos excepcionales que el cuerpo deba ser sacrificado a una causa superior. El buen jinete cuida su cabalgadura y mide el esfuerzo que le exige; pero ante una necesidad de orden superior, cesa de preocuparse de la bestia.

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