La Intervención de los Maestros

OSWALD WIRTH

Las aspiraciones generosas, los sueños sublimes de hombres que han sufrido la imperfección de las condiciones humanas, se traducen en el ambiente psíquico, por una tensión persistente cuya influencia sienten los pensadores. Por encima de nuestras cabezas, en el azul de la idealidad, planea, como una nubada luminosa, el patrimonio intelectual y moral del género humano. Todo pensamiento que se eleva sobre la mezquindad de las preocupaciones egoístas tiende a ponerse en relación con esta fuente de iluminación. Ninguna idea genial sería, pues, puramente personal. Cuando pensamos procedemos a hacer evocaciones y no evocamos sino lo que preexiste.
En estas condiciones, los Maestros de nuestros pensamientos, nuestros Iniciadores, son de orden espiritual, pero los injuriaríamos, al caer en lo que a ellos toca, en algún misticismo grosero. Espíritu viviente del Masonismo, Hiram no es un vano fantasma: es una fuerza iluminadora y por este hecho dirigente. Le debemos todo lo que en Masonería se oculta bajo el velo del anónimo, dado que ningún autor puede ser asignado a las obras más notables.
Entre éstas, nada es más digno de admiración que nuestros rituales de los tres primeros grados, tal como se nos presentan a fines del siglo XVIII o a principios del XIX. Pero, ¡cosa inconcebible!, nadie los ha redactado: se han redactado ellos mismos, por decirlo así, bajo las manos de los innumerables copistas que los transcribían, retocándolos sobre tal o cual punto, según su sentimiento y teniendo en cuenta el gusto reinante. ¿Cómo una obra maestra ha podido nacer de una colaboración tan casual?. Porque, no es preciso disimulárselo, el ritual inglés primitivo está muy lejos de tener el valor iniciático de la incomparable síntesis, cuya coordinación realmente magistral se esfuerzan en hacer apreciar los Libros del Aprendiz, del Compañero y del Maestro.
Veamos a este respecto cómo “inmutables” usos se han transformado insensiblemente.
Como lo establecen documentos auténticos de los siglos XVI y XVII, una sola ceremonia iniciática se practicaba entonces, sino en todas partes, por lo menos en Escocia, país al que se atribuyen, sin embargo, los treinta y tres grados del rito llamado “Escocés”.
Se pretendía así, por el efecto de una recepción única “hacer Masones” iniciados en los misterios corporativos y que gozaban de sus derechos de obreros. Las formalidades consistían en la preparación del candidato, despojado de sus metales y de una parte de sus vestimentas, que era en seguida introducido en Logia con los ojos vendados. Allí circulaba en las tinieblas para buscar la luz, que le era acordada después de algunas preguntas y respuestas sobre las que el neófito prestaba juramento doblando la rodilla derecha, desnuda y que tocaba el suelo en la abertura de una escuadra de hierro. Extendía al mismo tiempo la mano derecha sobre una Biblia abierta, mientras que con la izquierda apoyaba la punta de un compás sobre la región del corazón previamente descubierta. Una vez vuelto a levantar, el nuevo Hermano era instruido sumariamente en lo que debía saber. Con los ritos de apertura y clausura de los trabajos, esto es todo lo que, en esta materia, la Masonería moderna mantiene de la Masonería antigua.
Este ceremonial rudimentario fue desenvuelto en Inglaterra después de 1717. Se sacó desde luego el ritual del grado de Aprendiz; después el del grado de Compañero; pero los masones ingleses no supieron amplificarlos sino agregando frases floridas desprovistas de alcance iniciático. No sucedió lo mismo en Francia donde una recomposición profundizada del ritual debía imponerse por el solo hecho de que era intraducible. El texto inglés hormiguea, en efecto, de giros arcaicos que son una belleza en el original, pero se revuelven grotescos una vez vertidos literalmente a otra lengua. Aunque no fuese sino por esta razón, los franceses debieron esforzarse en adaptar el ritual a su propio carácter. Lo hicieron inspirándose en la idea como se hacían las iniciaciones antiguas.
Fue aquí donde hubo intervención de los Maestros, porque el ritual francés fue criticado con una competencia que no poseía ninguno de los talentos más brillantes de la época. Los reformadores masónicos del siglo XVIII desdeñaban, en efecto, la humildad de los grados obreros; además no pensaban sino en jerarquías caballerescas, que sobreponían dignidades de más en más pomposas. Ningún autor masónico ha sabido apreciar, entonces, el ternario fundamental, con relación al cual todos los grados pretendidos superiores se revelan con una lamentable inferioridad.
En realidad es propio del espíritu de la pura iniciación el que, punto por punto, inspiró a la cadena de los obscuros masones encargados de copiar sucesivamente los rituales para las Logias nuevas. Cada uno creía hacer bien retocando un poco el texto, introduciéndole una pequeña variante juzgada más feliz o haciéndole una enmienda reconocida como de buen efecto. Importantísimas modificaciones prevalecieron así, a la larga.
Luego después, la recepción corporativa, cuyo formulismo no comportaba ni pruebas propiamente dichas, ni purificaciones, fue transformada en una Iniciación análoga a la de los Misterios greco-romanos.
A este efecto, se creyó deber purificar al postulante por los cuatro Elementos. La Cámara de postigos cerrados, donde se efectuaba la preparación del postulante, se transformó por consecuencia en cueva funeraria, tumba del futuro Iniciado, condenado a morir en el mundo profano a fin de renacer en una vida superior. Se figuraba así la clásica prueba de la Tierra, que se traducía por un descenso simbólico a los Infiernos y por la descomposición del grano de trigo, confiado piadosamente al surco para obedecer a Ceres. La redacción de un testamento, uso ignorado de los Anglo-Sajones, fue una feliz innovación, lo mismo que las inscripciones del Gabinete de Reflexiones y todo su acompañamiento (pan, cántaro de agua, cráneo, azufre y sal)8 .
En Logia, el candidato realiza, con los ojos vendados, tres viajes, en el curso de los cuales es purificado sucesivamente por el Aire, el Agua y el Fuego, como lo exigen las tradiciones iniciáticas, absolutamente concordantes, en este punto, porque se consideraba, en Eleusis, que el germen, después de haberse desenvuelto bajo tierra, surge hasta el aire, donde el agua caída del cielo provee a la planta de su savia alimentadora, en tanto que el fuego solar no la seque, antes de que acabe de madurar el grano nuevo.
El Hermetismo, por su parte, somete la materia de la Grande Obra primero a la putrefacción que mata al sujeto, que se vuelve negro como la cabeza de un cuervo; en seguida a la sublimación, que tiene por efecto liberar la parte volátil o aérea; después a la ablución, lavaje del cual resulta el color blanco, y, en fin, a la calcinación, para la cual el fuego se activa hasta la obtención del color rojo, signo de la terminación feliz de las primeras operaciones.
Como el segundo grado tiene sobre todo por objeto hacer comprender el primero, el Compañero debía ser llamado a viajar para su instrucción. La elección de los útiles que se ejercita sucesivamente en manejar es muy ingeniosa. El instinto iniciático de los autores de nuestros rituales no está ahí desmentido, como no lo está en los desenvolvimientos acerca de la Estrella radiante, la letra G y sobre la glorificación del Trabajo. Todas estas “fantasías” francesas entre las cuales no hay que olvidar el cáliz de la amargura, tienen la marca de un saber muy superior al que reinaba en las Logias, aún en las más esclarecidas. ¿Es que sería el Diablo quien las dictó, o bien algún demonio pariente del de Sócrates?.

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