OLSWALD WIRTH
las iglesias cristianas no han realizado sino de una manera muy imperfecta el Ideal cristiano. No podía suceder otra cosa, siendo así que los hombres, considerados en su conjunto, no son ángeles ni siquiera santos. Tampoco son sabios tal como aspira a formarlos la Iniciación, y cuando llegan a merecer el título de filósofos o amigos de la Sabiduría, no son más que reducida falange que no encuentra colocación adecuada en ninguna de las instituciones organizadas.
No dejaría de ser cándido el figurarse que una asociación de hombres pudiera llegar a la perfección. Los individuos pueden alcanzar una perfección relativa, pero no las colectividades, y la Francmasonería no puede escapar a la misma ley. Demasiado numerosos son sus adheridos para poder llegar todos al nivel de Iniciados verdaderos; sin embargo, la institución no deja de merecer el respeto y ser digna de simpatía. En efecto, trabaja para la realización de la Magna Obra, pero la transformación del plomo profano en oro iniciático no puede verificarse instantáneamente ni por virtud de un mágico conjuro.
Un Francmasón es un hombre como los demás, menos instruido muchas veces que buen número de los aficionados a las ciencias ocultas; consciente de su ignorancia busca la verdad sin prejuicio, con toda sinceridad. Tal vez no llegará muy lejos en sus investigaciones intelectuales y dejará tan sólo de compartir los errores más groseros de sus contemporáneos. Aunque negativa, esta sabiduría no deja de tener su valor.
Pero es por el corazón más bien que por la inteligencia que se llega a ser un verdadero Francmasón. el adepto efectivo es, ante todo, un hombre de buena voluntad y anhela el bien, con toda la fuerza de su ser interno; la fuerza de la Francmasonería estriba precisamente en el querer colectivo de sus miembros; se reúnen para trabajar, y como nada se pierde en la esfera de las energías puestas en acción, toda Logia viene a ser un foco de transformación social y humanitaria.
No vayamos, sin embargo, a pedir a la inmensa mayoría de los Francmasones que razonen sus actos. Obran por instinto y de acuerdo a sus tradiciones algo oscuras, pero cuya influencia sugestiva perdura, sin embargo, a través de los siglos.
Además, existe una doctrina masónica sin fórmula explícita, que viene a ser para la Francmasonería lo que es el cristianismo para las iglesias cristianas: es el Masonismo.
Todas las críticas que dirigen a la Francmasonería sus adversarios –y con más severidad, si cabe, sus amigos- se refieren a nuestra institución tal como funciona, trabajando del mejor modo que sabe, sin que logre llegar a la realización perfecta de sus muy legítimos desideratas. Pero ni una objeción siquiera ha sido nunca presentada contra el Masonismo por quienes han llegado a comprenderlo. Bien al contrario, al Masonismo ha debido en todo tiempo la Francmasonería y debe aún hoy todavía sus reclutas de más valor.
Según opinión de los pensadores más eminentes, no hay filosofía superior a la que se desprende del simbolismo de la Francmasonería. Tiene la inestimable ventaja de no presentarse bajo el aspecto de sistema cerrado; su objeto en enseñar a cada uno las reglas comprobadas de toda sana construcción intelectual. El Francmasón aprende a construir el templo de sus convicciones personales, pero todo y construyéndolo con arreglo a su conveniencia particular y para sí mismo, observa las leyes de una arquitectura tradicional, gracias a la cual persiste la unidad en la construcción del gran santuario universal, edificado según el plano del Gran Arquitecto del Universo.
En resumen, el ideal iniciático no puede ser realizado colectivamente por una asociación numerosa de hombres, forzosamente incapaces de elevarse en su conjunto muy por encima del nivel de la medianía de la humanidad.
Que se esfuerce, pues, cada uno individualmente para matar en sí el profano y favorecer al mismo tiempo el nacimiento del Iniciado. Sobre todo no se apresure nadie en ser admitido Francmasón hasta que el Masonismo se haya revelado a sus meditaciones. Debe haberse hecho uno mismo Francmasón, por el propio esfuerzo y en su propio corazón, antes de querer llamar a la puerta del Templo.
El mayor escollo de las instituciones iniciáticas reside en la deficiente preparación de los candidatos, y sus fracasos son debidos en gran parte a una prematura asimilación de los elementos profanos sin que medie el debido contraste. Se hacen la ilusión de poder transformar en iniciado cualquier individuo; éste podrá muy bien no tener más defecto que su absoluta ignorancia de todo lo relativo a la Iniciación.
En el interés del buen reclutamiento de la Francmasonería es ya tiempo que se vaya ilustrando el público sobre las cuestiones iniciáticas, para llegar a comprender que ni la virtud de una ceremonia, ni la admisión en debida forma en una asociación cualquiera, pueden conferir la Iniciación.
El verdadero iniciado ha de iniciarse a sí mismo. Podrá tener quien le guíe, en verdad, pero tan sólo le valdrá la entrada en el sendero de la Verdadera Luz el esfuerzo que habrá realizado.
Exige la iniciación que aprendamos a adivinar. Demos pruebas, pues, de nuestra aptitud, adivinando cuando menos el significado general de la Iniciación. Y si no sabemos adivinar nada, bien inútil será querer participar de los misterios.
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