OLSWALD WIRTH
La Vida no es de por sí una finalidad. No vivimos por el gusto de vivir, sino en vista de cumplir con un deber. Todo ser viviente tiene su razón de ser, su puesto designado en el armonioso concierto de la vida universal. Si existimos es en vista de la tarea que nos ha caído en suerte; correspondemos a una necesidad.
De no ser así, no habría lógica ni orden en el Cosmos y el mundo no sería más que un mecanismo ciego trabajando de balde, sin provecho alguno, sin producir trabajo efectivo.
No es como lo conciben los Iniciados que siempre han creído en la Magna Obra. Se han representado el universo como un inmenso taller de construcción, en el cual cada ser trabaja en la realización de un ideal supremo. Todos somos obreros provistos cada cual de las herramientas adecuadas al trabajo que se nos pide. De aquí la estrecha relación que podemos notar entre nuestras predisposiciones naturales y nuestro destino. Nuestras aptitudes son el indicio de nuestra vocación y, por lo tanto, del programa al cual tiende a sujetarse nuestra vida.
Mientras los seres viven indistintamente obedecen a sus impulsos y, en consecuencia, cumplen de un modo ineludible toda la serie de actos de una vida, en perfecta concordancia con las leyes de la especie. Este estado de inocencia edénica desaparece así que interviene el discernimiento. Entonces el ser es en lo sucesivo autónomo, y desde este momento raciocina y toma sus determinaciones, no ya en virtud de impulsos automáticos e infalibles en su esfera de acción, sino de su juicio aún inexperto y propenso al error; aún así éste es el privilegio del ser inteligente.
Cuando éste reconoce una equivocación se esfuerza para conquistar un más perfecto discernimiento; aspira a no equivocarse más y busca la sabiduría, esta luz del espíritu que sabe distinguir entre lo falso y lo verdadero.
Aquí es de toda necesidad hacer una advertencia de importancia suma. Para las escuelas profanas, la sabiduría consiste en la posesión de la Verdad; más modesta, la Iniciación se contenta en orientar hacia la Verdad a la que considera como un objetivo ideal, si bien inalcanzable.
Consciente de la humana debilidad, combate el error sin forjarse la ilusión de poder destruir el enemigo. Errare humanum est. El hombre caerá en el error mientras sea hombre, pero sus equivocaciones podrán ser de mayor o menor importancia. Procuremos, pues, librarnos de los errores más groseros, satisfechos de haber realizado un progreso y haciendo que nuestra satisfacción nos estimule a perseverar en la eterna lucha contra el error.
Después de lo que antecede no puede subsistir duda alguna respecto a la índole del poder que servirá de arma al iniciado en toda circunstancia. Debe adquirir el poder de discernir el error. Pero del mismo modo que la caridad bien entendida debe ser aplicada a uno mismo, de la misma manera el juicio crítico debe también aplicarse ante todo al propio individuo. Los errores ajenos no nos interesan en lo más mínimo, cuando menos de momento, y bastante tenemos que hacer con los nuestros. Cuanto más sabremos distinguirlos, más potentes seremos contra el error en general.
El discernimiento es más indispensable todavía cuando se trata de la manera de combatir el error. Debemos respetar las convicciones ajenas y evitar de atacar sus errores sin miramientos. La violencia es siempre contraproducente y nunca podrá venir la idea de emplearla si hemos logrado discernir nuestros propios errores; si sabemos reconocer de buena fe nuestras equivocaciones, nos resultará también fácil admitir la buena fe los demás. Es más: sabremos aducir a los otros las razones que nos han convencido, pudiendo de tal suerte disipar un error que fue el nuestro en otro tiempo.
El segundo poder que debe procurar adquirir el iniciado es la benevolencia. Los buenos sentimientos que nos animan no dejan de ejercer su influencia a nuestro alrededor. Nos confieren un verdadero poder mágico y al lado de este poder, todas las concentraciones de voluntad preconizadas por los ocultistas no son más que decepciones y pasatiempos de niños. Esforcémonos en querer bien a los malos como a los buenos. Si sabéis desarrollar este poder afectivo dispondréis de una fuerza colosal.
Aprended, por fin, a contrastar vuestras voliciones. Abstenerse de todo querer y detener nuestra voluntad, es mucho más difícil que proyectar órdenes capaces de subyugar un sujeto hipnótico. Si nuestra voluntad ha de ser operante, debemos usarla con parsimonia y no debe servir de juguete en manos de un fakir o de un mago de salón. No debéis querer, sino lo que merece ser querido si aspiráis al poder de mando.
Los tres poderes del Iniciado están en estrecha relación unos con otros y nadie alcanzará el último sin antes haber logrado los dos primeros. Para terminar podemos decir que, fuera de este ternario, todo es vano e ilusorio en el dominio de los poderes que sirven de cebo a los aficionados a las ciencias ocultas.
Los poderes del Iniciado son reales, pero tan sólo puede conseguirlos en vista del cumplimiento de su tarea y solamente en la medida indispensable para la ejecución de su trabajo. Si nos esforzamos en trabajar bien, pondrán en nuestras manos las herramientas o facultades necesarias para llevar a feliz término la obra que nos incumbe.
Ojalá puedan estas sucintas indicaciones abrir los ojos de quienes pudieran ser tentados de considerar la Iniciación a modo de una escuela de atletismo psíquico o de un conservatorio de magia operante. El Iniciado verdadero nunca hace alarde de sus poderes y los ejerce discretamente, sin buscar la admiración ni vanagloriarse de poseerlos.
Por otra parte, no trabaja nunca aisladamente, ni quiere medir la parte que le corresponde en la colaboración que ha podido prestar. Consciente de haber trabajado tan bien como ha sabido, participa del éxito de la obra con la modestia del soldado cuyo valor ha contribuido a la victoria.
La Iniciación conduce a la humildad, de la misma manera que conduce a ella la ciencia pura o la religión bien entendida.
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