LAS ENSEÑANZAS DE LA FRANCMASONERIA

OLSWALD WIRTH

Al proponerse unir fraternalmente a los hombres a pesar de todo cuanto tiende a separarlos, la Francmasonería moderna ha tenido buen cuidado de no imponer a sus adeptos sistema alguno de creencias marcadamente delimitado.

Ya, al publicar el Libro de las Constituciones, redactado por James Anderson, declaraba en 1723 que su intención era dejar a los hombres en absoluta libertad, tocante a sus opiniones, tanto religiosas como políticas. Fiel a esta actitud, la Francmasonería deja campo abierto a todas las discusiones, y se abstiene de pronunciarse sobre ninguna determinada, hijas todas de la humana curiosidad.

Es la gran muda, y si bien posee su secreto, se ha condenado ella misma a no revelarlo jamás. Nos dice: Buscad, profundizad, trabajad, removed el terreno: el tesoro que os prometo es el mismo que fue la recompensa de los hijos del labrador de la fábula. Buscando la verdad es cuando comprendemos que se nos escapa y, entonces, aprendemos a tener indulgencia con los errores de los demás. En adelante nos abstenemos de condenar practicando la tolerancia, virtud por excelencia de los Francmasones.

Después de todo, ésta no es más que la obligada cortesía con respecto a quienes opinan de distinto modo. ¿Con qué derecho vamos a pretender que se equivocan ellos y nosotros no? ¿Es que pretendemos poseer un criterio infalible para discernir lo verdadero de lo falso? Lo cierto es que la Francmasonería predica sobre este punto, una humildad verdaderamente cristiana, de la que podría mostrarse celosa la Iglesia.

Tenemos conciencia de lo poco que podemos conocer y nos inclinamos con religioso respeto delante del misterio que nos rodea. Sin querer beneficiar de revelación alguna sobrenatural, no pretendemos enseñar a los hombres lo que deben creer; en cambio, todo ser humano, animado de deseo verdadero de buscar la verdad por sus propias fuerzas y con absoluta independencia, puede ingresar en nuestra escuela. Nos esforzaremos en guiarles en sus esfuerzos de investigación y podrán aprovecharse de nuestra larga experiencia tradicional.

Si esperan de parte nuestra afirmaciones concretas, no tendrán más que decepciones, pues nosotros mismos nos hemos prohibido todo dogmatismo sobre cualquier materia. A todas las cuestiones la Francmasonería contesta siempre por medio de símbolos, enigmáticos de por sí y que invitan a la reflexión. Cada uno puede interpretarlos a su manera y todo lo que puedan sugerir es justo, a condición de satisfacer a la lógica. Las interpretaciones contradictorias vienen a presentarnos una misma verdad, pero bajo aspectos diametralmente opuestos. El iniciado lo sabe y no se extraña de ello.

Se limita a sonreír viendo la solución materialista de los unos y la espiritualista de los otros. ¿Qué nos importa que haya opiniones contradictorias si, de antemano, queda bien sentado que nada sabemos en definitiva y que nadie puede erigirse en juez de las convicciones ajenas?

Pero sacar de lo que antecede la conclusión de que los Francmasones no tienen concepción doctrinal alguna común a todos, fuera ir demasiado lejos. Para juntos poder perseguir un mismo ideal, es de toda necesidad participar de las mismas ideas y tener idéntica manera de apreciar y de sentir.
¿Cuál es, pues, este lazo intelectual y moral que une los Francmasones en el tiempo como en el espacio? La idea fundamental de la Francmasonería es la construcción de un edificio humanitario; los hombres son los materiales vivientes y deben ellos mismos labrarse, para luego ajustarse armónicamente, formando un edificio único, verdadero Templo de la Belleza que nunca llegará a ser terminado.

Toda la iniciación masónica se limita a enseñar el arte de construir humanitariamente. No le vayan, pues, a pedir la revelación de los secretos del universo o de la naturaleza humana: sus secretos son los del labrado de las piedras humanas, destinadas a pasar de su primitivo estado grosero, inutilizable para nuestro edificio humanitario, al estado de materiales encuadrados y pulimentados a la perfección, en vista de su colocación en el gran edificio; por cierto, son estos secretos de la mayor importancia, por ser relativos al Misterio de la Vida.

¿Qué es la Vida? ¿Qué finalidad tiene? ¿Cómo puede el hombre ponerse en armonía con la vida universal? Todas estas cuestiones nos las propone la iniciación masónica sin resolverlas dogmáticamente, pero proporcionando elementos suficientes para contestar de modo satisfactorio a quienes saben interpretar los símbolos.

Sin embargo, las especulaciones filosóficas preocupan tan sólo a un número reducido de Francmasones que podríamos llamar los doctores de la institución. La mayor parte no se interesa por los análisis sutiles y queda satisfecha con la parte sentimental. Su sensibilidad la hace vibrar bajo la influencia del sentimiento general y poderoso del amor a la humanidad. Instintivamente, esta muchedumbre ha divinizado la humanidad y pretende servirla con desinterés. Quiere el progreso, el mejoramiento para todos en el porvenir.

He aquí el origen de esta fe masónica activa e independiente de toda opinión particular. La Masonería es la Iglesia del Progreso humano, y si alguna acción ejerce en el mundo es debido a las firmísimas convicciones de sus adeptos en el advenimiento de una humanidad mejor, más clarividente y más fraterna.

Algunos escépticos quieren ridiculizar esta fe que califican de cándida; parecen olvidar que, de compartir su escepticismo la humanidad, el progreso humano no pasaría, en efecto, de ser una mera ilusión. En cambio, los convencidos y confiados en su utopía le prestan una fuerza de realización que triunfa de todos los obstáculos.

Si creemos en el progreso y obramos en consecuencia, el progreso será un hecho; si lo negamos, teóricamente como prácticamente, nunca llegará a ser realidad. En materia de creencias imitemos a las muchedumbres creyendo con firmeza lo que es conveniente creer y, cuando menos, no vayamos a amortiguar una fe inspiradora muchas veces de actos generosos. Se impone al Iniciado el silencio, sobre todo cuando se trata de las convicciones que sirven de base a la moral del pueblo.

Tengamos cuidado de no perturbar bruscamente las almas bajo pretexto de emanciparlas. Debemos saber callar delante de quienes no están preparados a comprender y, al hablar, procuremos más bien provocar la reflexión en lugar de querer convencer a toda costa. Esta es la sana tradición iniciática.

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