OSWALD WIRTH
Nada comienza ni nada termina de una manera absoluta. No hay comienzo ni fin sino en apariencia. En realidad todo se mantiene, todo continúa, para sufrir incesantes transformaciones que se manifiestan por una serie de formas sucesivas de existencia. Estas formas son variadas. Todo que se realiza “en acto” ha existido precedentemente “en potencia”. Las energías que se agrupan para dar nacimiento a un ser subsistían antes de su aparición. Todo ser tiene, pues, sus raíces en el origen mismo de todas las cosas. Consideraciones de este género han hecho mirar la vida terrestre de cada ser como una faz particular de una vida más extensa. Esta faz aún no ha aparecido sino como un accidente en la vida permanente del ser. El hombre parece haber hecho su entrada en el escenario del mundo como el escenario de un teatro. Se introduce transitoriamente en la piel de una persona. (Persona, en latín, significa “máscara” y por extensión “rol”, “actor”). La identificación es tan perfecta que la mayor parte de los humanos toman su rol en serio: ellos creen, como se dice familiarmente, “quelas cosas han ocurrido”. Caracterizados, toman el lenguaje, el tono, los gestos, los modos del personaje que tienen que representar, actúan después con tal convicción que olvidan completamente que, a la caída del telón, los actores arrojan máscaras y oropeles para volver a ser quienes son en realidad.
Los antiguos Iniciados pretendían estar por sobre estas ilusiones, que juzgaban indispensable no destruir en el vulgo. Para ello, místicos refinados, la vida integral del hombre tenía fases alternativas de acción y de reposo. La vida presente es un período de actividad material. Pero antes de nacer ya habíamos vivido en un estado imperceptible para nuestros sentidos. Estábamos entonces entregados a la vida del sueño y según los recuerdos conservados, de un precedente período de actividad, éramos presa de las pesadillas del remordimiento o gustábamos la dulce satisfacción del deber cumplido. Era la morada del alma en el reino de Plutón (el mundo invisible. Plutón, hijo de Saturno y de Rea, hermano de Júpiter y Dios de los Infiernos). Pero las penas de Tártaro (el más terrible de los lugares infernales de la mitología) no eran eternas y el reposo elíseo no tenía nada de definitivo. En un momento dado la parte persistente del ser era llamada a nuevos destinos terrenales. Entonces había olvidado el pasado. El Profano estaba despojado de sus metales. El ser renunciaba a todo lo que había adquirido. Se reconstruía a sí mismo rehaciéndose por la base. Rehacía toda su evolución, recomenzando por el comienzo y volvía a partir de donde había venido primitivamente. Estas no son sino puras extravagancias para quien no se de la molestia de profundizarlas, pero el pensador podrá obtener útiles conocimientos en el tesoro de estas venerables tradiciones, sobre todo si posee algunas nociones de embriología.
No hay comentarios:
Publicar un comentario