OSWALD WIRTH
La Masonería francesa del siglo XVIII no era de ninguna manera hostil al Catolicismo. No discutía ninguna cuestión de dogma dejando a cada cual sus creencias y sólo pedía respetar a todo aquel que bajo una forma cualquiera se dedicaba al servicio divino. Todo sacerdote lo consideraba sagrado, cuya ordenación correspondía según las ideas de la época, a la suprema iniciación. Así los miembros del clero, tanto secular como regular, eran recibidos en las Logias con entusiasmo. Se les confería rápidamente los más altos grados, sin sujetarse a las pruebas tradicionales, y esto, comúnmente, a título gratuito, bajo simple presentación; toda información previa era considerada superflua. En estas condiciones más de un eclesiástico reunió en sí las dignidades de la Iglesia con aquellas de la Masonería, y sé encontraba esto muy natural. Sin embargo, el Papado había lanzado ya dos veces su anatema contra los Francmasones.
EL rumor público había, en efecto, revelado al Papa Clemente XII, la existencia de ciertas sociedades de Liben Muratori o de Francmasones. Le habían contado a Su Santidad que “en esas asociaciones, los hombres de todas las religiones y de toda secta, atentos a respetar una aparente honestidad natural, se ligaban entre sí por un pacto tan estrecho como impenetrable. Se sometían a las leyes y estatutos hechos por ellos mismos, y se comprometían, además, por un juramento riguroso, prestado sobre la Biblia, y bajo las penas más severas, a tener ocultas, con un silencio inviolable, las prácticas secretas de su sociedad”.
El Soberano Pontífice, poseído de las más vivas inquietudes y llamando las luces de muchos cardenales, los reunió urgentemente en Roma el 25 de Junio de 1737. No se olvidó de convocar a esta reunión al Inquisidor del Santo Oficio de Florencia, quien fue, sin duda, el que más influyó en la redacción de la bula In eminenti apostolatus specula del 28 de Abril de 1738.
Clemente XII, parte del principio de que si las asociaciones masónicas “no hacen el mal, no tienen por qué temer a la luz”. Recorre en seguida en su espíritu “los grandes males que resultan ordinariamente de esta clase de sociedades o conventículos, no sólo para la tranquilidad de los Estados, sino más aún para la salud de las almas”. Dijo, también, “con siderando que estas sociedades están en desacuerdo tanto con las leyes civiles como con las canónicas, e instruido por la palabra divina para velar día y noche como fiel y prudente servidor de la familia del Señor, para impedir a esos hombres asaltar la casa como salteadores públicos, y de arrasar las viñas como los zorros, es decir, de pervertir los corazones simples, y a favor de las tinieblas penetrar con sus procedimientes en las almas puras; para cerrar el largo camino que por esto puede ofrecerse a las iniquidades que se cometen impunemente, y por otras causas justas y razonables por nosotros conocidas, por el consejo de muchos de nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y de nuestro pleno poder apostólico, hemos resuelto condenar y prohibir estas dichas sociedades, asambleas, reuniones, asociaciones, comunidades, agregaciones o conventículos llamados: Liberi Muratori o de Francmasones, o llamadas con otros nombres, como las condenamos y prohibimos por nuestra presente constitución que permanecerá válida a perpetuidad”.
El Papa prohibió, en seguida, a los fieles toda relación con la Francmasonería, bajo pena de excomunión “para aquella persona que, no estando en artículo de muerte, no podrá recibir el beneficio de la absolución sino de nosotros mismos o del Pontífice Romano que entonces exista”.
Para terminar, ordenó al clero hacer uso de sus poderes contra los trasgresores, como fuertemente sospechosos de herejía. Deben ser castigados con las penas que merezcan, y cuando sea necesario, no debe titubear en requerir la intervención del brazo secular.
Esta Bula quedó sin efecto en Francia, pues los magistrados del Parlamento de París se negaron siempre a registrarla. No fue nunca legalmente promulgada en los Estados de Su Majestad muy cristiana, lo mismo que la Constitución apostólica Providas de Benedicto XIV, dada en 1751. Los Masones franceses pudieron así creer que las interdicciones apostólicas no les concernían.
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