OLSWALD WIRTH
Los términos de tri-unidad constructiva: Sabiduría, Fuerza y Belleza van indisolublemente unidos; por más sabias que fuesen las concepciones, quedarían vanas si la Fuerza no se empleara a las órdenes de la Sabiduría a fin de realizarlas; sin la Belleza que, armonizadas, las hace agradables, puesto que unas obras toscamente ejecutadas no merecerían ser duraderas.
Subordinada a la Sabiduría, la Fuerza obedece dócilmente y consigue al mismo tiempo complacer a la Belleza, de quien está enamorada. Si es así, el trabajo se hará según las reglas del Arte y honrará por igual al Obrero y al Arquitecto.
¿Pero cuál es esta fuerza de que hablamos aquí? ¿Es que vamos a asimilarla a la de los músculos puestos al servicio del cerebro? Resultaría, en tal caso, muy difícil explicar entonces la influencia de la Belleza. No debemos, por lo tanto, limitarnos a la analogía fisiológica. Por Fuerza los Iniciados entienden todo cuanto es activo y realizador, todo cuando produce efecto de la misma manera que llaman Sabiduría lo que concibe a dar forma o bien crear en el mundo de las ideas. En cuanto a la Belleza, le atribuyen este encanto inspirador del sentimiento y la conciben como madre del Amor que debe regir el mundo. Es reconocer en definitiva en el hombre, el microcosmos, reflejo del universo, el macrocosmos, tres factores que podemos muy bien llamar:
INTELIGENCIA ENERGÍA AFECTO
La distinción profana entre Fuerza y Materia no puede satisfacer al Obrero: quien al reflexionar se niega a separar en el mundo concreto al agente por el cual se da cuenta de que él mismo es el objeto de su trabajo y constituye la piedra que hay que desbastar y labrar.
Examinados separadamente, los términos de Fuerza y Materia son tan sólo meras abstracciones, las quimeras de un materialismo superficial sin profundidad alguna de pensamiento. En la realidad de las cosas, la materia es un efecto de la Fuerza y la prueba es que, al cesar la fuerza en su acción, la materia que debería ser indestructible se desvanece para volver a la nada. La fuerza es, por lo tanto, la creadora de lo que llamamos materia y no debemos perder de vista esta noción, si queremos comprender bien todo el alcance de la palabra Fuerza, asociada a las de Sabiduría y de Belleza.
Todo cuanto existe es energía; pero esta energía puede jerarquizarse, según sus aplicaciones, según sea más o menos reducido su objetivo. En el átomo mineral todo se reduce a la conservación del equilibrio dinámico constitutivo; tenemos aquí estricta autonomía en la estrechez de un torbellino ínfimo segregado del funcionamiento general del Universo. La fuerza atómica obra de tal suerte mecánicamente, sin que se preocupe la Sabiduría ni se interese la Belleza. Esta independencia desaparece en la célula orgánica incorporada en un conjunto del que no puede separarse sin perecer. Ya no existe por sí ni para sí. Aquí intervienen la sabiduría para construir y conservar el organismo como también la Belleza hacia la cual tiende todo lo organizado.
Además, las energías, tanto vegetales como animales, quedan pasivamente subordinadas a la Sabiduría y a la Belleza que rigen cada especie en particular. 1 Todo individuo se desarrolla, según la ley a la que queda sometido con la fatalidad de un autómata.
No puede desobedecer esta ley como lo hace el ser cuando, consciente de sí mismo, determina cada vez más su modo de obrar, a medida que se eleva por encima de la animalidad.
Cuando esta evolución ha llegado a suficiente nivel, el hombre tiene derecho a decir que ha nacido libre y a pretender a la Iniciación. Esta le enseña a conquistar plenamente su hominalidad, o sea, el estado de discernimiento que permite al individuo emplear deliberadamente su Fuerza al servicio de la Sabiduría para realizar un ideal de Belleza.
Aquí se nos presenta el tradicional enigma de la Esfinge que invita al hombre a resolver el misterio de su propia naturaleza. Individuos humanos transitorios. ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? ¿Pero no podría ser la humanidad en su conjunto, y a través de su permanencia, esta ciudad tan misteriosa como real de la que emanamos para individualizarnos y a cuyo seno tenemos que volver una vez terminada nuestra tarea material? Este pequeño hombre que nace, se agita y por fin muere, procede del gran Hombre invisible que perdura y renace a través de sucesivas generaciones. La teoría del Adán inmortal parcialmente encarnado nada tiene de absurdo y se impone al positivismo, decidido a proseguir la realidad más allá de lo que cae directamente bajo los sentidos.
Acostumbrémonos, pues, a reintegrarnos a esta Unidad humanitaria, procuremos sentirnos solidarios de la inmensa cadena de nuestros semejantes, que abarca a todos cuantos sufrieron como hombres en el pasado, trabajan con nosotros en el presente y lucharán después de nosotros en el porvenir, ansiosos de realizar un mismo ideal. El ser humano para haber conquistado verdaderamente la hominalidad debe tener, si no la conciencia absoluta, cuando menos el sentimiento de esta santa solidaridad unitiva. Es preciso vibrar bajo esta influencia para poder, en Masonería, pasar de la Perpendicular al Nivel o, en otros términos, del Grado de Aprendiz al de Compañero.
En efecto, el Aprendiz, trabajándose a sí mismo, desbastando la Piedra bruta y esforzándose para tomar integralmente posesión de sí mismo, practica el egoísmo de la caridad bien ordenada que empieza por uno mismo. Esta labor es tan sólo de preparación del individuo, en vista de hacerle apto a este trabajo de conjunto que espera a los compañeros. El Aprendiz no tiene que salir de su propia esfera; allí desarrolla lo que posee en su fuero interno, sus facultades, su energía, su valor y su voluntad; por esta razón recibe su salario al lado de una columna ardiente cuyo nombre significa: Establece, funda.
El Compañero, en cambio, va a recibirlo cerca de una columna blanca cuyo nombre se traduce por: “en él la Fuerza”. Pertenece, por lo tanto, al iniciado del 2º Grado conquistar una potencia que no reside en él mismo, a fin de participar de tal suerte a la Magna Obra de los Francmasones. El Aprendiez se asimila a la Sabiduría que debe determinar su conducta individual; el Compañero conquista la Fuerza que caracteriza la acción colectiva; y por fin, el Maestro se hace sensible a la Belleza, objetivo supremo del Arte.
¿Y cuál es esta Fuerza externa a sí mismo que debe captar el Compañero de su mano izquierda levantada para concentrarla en su corazón, sino el fuego del Cielo que fue a robar Prometeo? Se trata de un dinamismo psíquico semejante al que representa la electricidad en el dominio físico. Pero no hay que abusar de la analogía ni del símil mitológico. No hay que temer que un celoso Júpiter nos castigue si vamos a buscar en las alturas espirituales las fuerzas necesarias para la ejecución del plan, según el cual se construye el mundo. Si nos preocuparan tan sólo mezquinas ambiciones se nos podría negar este derecho y nuestro gesto de llamada quedaría sin respuesta; mientras el corazón no se haya vuelto atractivo nada puede producirse.
El hombre celeste responde al hombre terrenal tan sólo en la medida de receptividad de este último y precisamente todas las purificaciones del grado de Aprendiz tienden a ponerle en este estado de receptividad. Así que estamos en estado de recibir se nos da y la fuerza así recibida nos consagra Compañeros.
Como tales llegamos a realizar con la mayor naturalidad verdaderas maravillas, sin pensar siquiera en darnos cuenta de este proceso; parece que las cosas vienen por sí solas y, sin embargo, sin nuestra ayuda muchos resultados dejarían de producirse. Todo andaría mucho peor en el mundo a no ser por la energía que emplean en querer el bien los hombres que en su corazón rinden culto a la Humanidad. Esta especie de conspiración mental llega a hacer fracasar, a frustrar incluso los más temibles complots de la codicia, de las pasiones egoístas, del más ciego fanatismo y de la ignorancia bajo todas sus formas. Si todas las catástrofes no llegan a ser evitadas, es porque desgraciadamente se imponen como terribles lecciones completamente indispensables. Cultivando mejor la Sabiduría y procurando vibrar de un vehemente deseo del bien general, dejaremos de ser impotentes, pues podremos disponer de esta Fuerza a la que rindieron homenaje los estamperos del siglo XIII que dibujaron el Tarot.
Su oncena composición simbólica representa una mujer agraciada que, sonriente, domina un león furioso y mantiene abiertas sus mandíbulas. Es la personificación de la Fuerza Suprema, tal como la concibió la Edad Media. Ahora bien: la mujer que domina, tranquila y apacible es el Alma, mientras el animal rugiente representa la vehemencia de las pasiones, la impetuosidad de los apetitos, los instintos, el furor de energías salutíferas todas mientras no salgan de ciertos límites. De tal suerte que no se trata de matar al león, siguiendo el ejemplo de Hércules, héroe incompletamente iniciado. Su antecesor, el caldeo Gilgamés, demostró ser más sabio: se apodera de la fiera y la estrecha viva contra su corazón, indicando de esta manera que el sabio no destruye nada y prefiere asimilarse las energías que se ve obligado a combatir.
Todo va enlazado, todo procede de una misma fuente, todo es por lo tanto, sagrado. El mal es el resultado de nuestros errores, pero la Sabiduría tiene la posibilidad de poner otra vez las cosas en su lugar. El Aprendiz comete infinidad de equivocaciones y no siempre sabe evitarlas el Compañero; el Arte es dificilísimo y no se puede alcanzar la perfección de buenas a primeras. Sin embargo, el Maestro utiliza el trabajo de todos y la obra se prosigue para perfeccionarse indefinidamente.
Es, de todos modos, indispensable que una fuerza coordinadora se imponga sin violencia, pero irresistiblemente y como por efecto de un mágico encanto; así sucede que todo organismo queda dominado por un poder misterioso que sabe emplear en beneficio de todos el egoísmo de las células que constituyen el conjunto. Estas no tienen conciencia de su función, que llenan automáticamente y como obedeciendo a una sugestión irresistible. La necesidad hace concebir la función, y una vez concebida ésta ideoplásticamente, viene la creación del órgano material.
Nada puede formarse sin pre-vocación, es decir, sin vocación previa. Todo cuanto existe responde a una llamada en vista de una finalidad determinada. Según los Caldeos, los destinos de los seres quedan determinados antes de que salgan del reino de las sombras por el tribunal de Anounnaki, espíritus de las aguas tenebrosas, cuyas sentencias se dictan en la Cámara del Medio del Aralu, prisión de los muertos.2
Pero no basta que sea concebida una función, para que el órgano indispensable en su cumplimiento se produzca “ipso facto”. La Sabiduría que concibe quedaría estéril sin la Fuerza que ejecuta. Esta última realiza en acto el ideal hasta ahora en potencia, para emplear el formulismo acostumbrado por los Hermetistas. La Fuerza realizadora se confunde también con el Poder creador, cuyo ejercicio está confiado a los Obreros del Gran Arquitecto del Universo.
El Iniciado debe, pues, considerarse como un agente divino y no creerse limitado a los solos recursos dinámicos que puede encontrar en sí mismo; su propio fuego interno no resulta suficiente para llevar a feliz término su tarea desinteresada. Al gastarlo generosamente, este ardor se agota en perjuicio evidente del sujeto; éste languidece y llega a punto de fallecer, cuando se siente reanimado por un calor externo que, paulatinamente, invade todo su ser y le devuelve íntegra su potencia de acción. Alquimia y Masonería, aunque utilicen símbolos diferentes, concuerdan en materia iniciática: las operaciones de la Magna Obra corresponden a las pruebas del ritual masónico. 3
Después de sufrir la purificación por el fuego, el Aprendiz asciende a Compañero. El fuego interno diabólico ha atravesado su prisión corporal, que abandona para unirse al fuego externo celeste. En este momento se produce en el corazón del adepto un atractivo vacío; su mano derecha se crispa sobre su pecho, mientras la izquierda dirige un llamamiento a las energías que quiere recuperar. Su gesto es elocuente y equivale a la más ardiente plegaria; no dejará de ser atendida, si la actitud es verdadera y traduce unas disposiciones mentales adecuadas y sinceras.
Por desgracia, no todos los Compañeros saben acercarse en espíritu y en verdad a la columna B.’. Hay malos obreros que matan al maestro Hiram; pero la Tradición es imperecedera y nada puede perderse de lo que es digno de perdurar.
La obra, por lo tanto, se prosigue en medio de perturbaciones y de angustiosas peripecias, sin que lleguen a descorazonarse y a paralizarse los que a ella se consagran con toda su alma, porque estos valientes benefician de la gran cadena de Unión dinámica, formada por todos cuantos, muertos o vivos, vibran de un amor ferviente para la Humanidad.
En resumen, la Iniciación nos enseña a amar, no de una manera egoísta como sucede en el mundo profano, sino con una anegación verdadera y eficiente. Depuremos nuestros sentimientos; amemos para amar y no para ser amados. Que nuestra alma rebose de generosidad si aspiramos a consagrarnos a la Magna Obra; para poder participar eficazmente es indispensable purificar nuestro metal y hacer que adquiera ductibilidad, a fin de aprovechar bien la corriente de la Fuerza realizadora.
El buen Obrero y perfecto Compañero dispone para su trabajo de una energía que no es tan sólo la suya propia. Después de modificar su naturaleza por las purificaciones sufridas, ha podido acercarse a la Columna, cuyo contacto confiere la Fuerza.
Por desgracia, las iniciaciones ceremoniales no pasan de los ritos externos, y no son más que míseras afectaciones cuando nada les corresponde internamente. ¿Cuánto tiempo tardaremos en comprender el valor de los símbolos y su significado respecto a la vida?
Ojalá se vaya gradualmente ensanchando el reducido círculo de los verdaderos Iniciados, para que la Fuerza misteriosa, acumulada por estos agentes de buena voluntad, tenga por fin intervención en los asuntos de la humanidad y nos encamine hacia nuestro ideal masónico: el Templo universal de paz y de armonía.
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