OLSWALD WIRTH
Huyendo de las llanuras de los conflictos, donde entrechocan tumultuosamente los antagonistas, el aspirante franquea el río de la vida colectiva. Lejos de dejarse llevar por la corriente, sabe resistir sus más potentes embestidas y afirma de éste modo su individualidad. Por fin ha triunfado el elemento fluido y trepando por la abrupta pendiente de la orilla, puede desde lo alto, contemplar las aguas cuyos torbellinos le separan del inmenso campo de batalla en donde los vivientes se combaten sin tregua alguna. Ésta tierra que pisa de hoy en adelante es la de la paz en el aislamiento, como también la de la muerte y de la aridez; cuando vuelve la espalda al río se le ofrece el espectáculo del desierto en el cual penetró Jesús al salir de las aguas bautismales del Jordán.
El aspirante se interna en las arenas, en medio de las rocas calcinadas. No hay la menor vegetación, ni rastro de ser viviente: aquí el dueño absoluto es el sol, que todo lo seca y mata. Ésta luz, que no proyecta la menor sombra, corresponde a la luz de la razón humana, que pretende hacer omisión de todo lo que no sea ella misma. Ésta razón analiza y descompone, pero su misma sequedad le incapacita para vivificar nada. Bien está que nos esforcemos en razonar con absoluto rigor, pero no vayamos a hacernos ilusiones sobre el poder de la razón, cuya labor no pasaría de demoledora si estuviera llamada a ser dueña absoluta de nuestra mente.
Tengamos bien presente que el Iniciado no debe ser esclavo de nada, ni siquiera de una lógica llevada al extremo.
Si la verdadera sabiduría nos aparta de la vida, de sus alucinaciones y de sus quimeras, es sencillamente para enseñarnos a dominarla, no a la manera de los anacoretas que la desdeñan, sino como conquistadores del principio vital que anima todas las cosas del universo. La potencia que rige el mundo tiene por símbolo el Fuego tal como lo concibieron los alquimistas: muy lejos de consumir y de destruir, su ardor anima y construye. Se va propagando a todo cuanto vive, pero el Fuego de los sabios comporta una infinidad de grados en directa correspondencia con las diferentes vidas que produce su actividad. Es preciso que el individuo sepa inflamarse de un ardor divino si pretende ser algo más que un autómata incapaz de realizar la Magna Obra. Por más que el agua del río le haya purificado externamente, limpiándole, como quien dice, de cuanto enturbia el juicio de la mayoría de los mortales, el aspirante quedaría condenado a vagar sin provecho en el dominio de la esterilidad, si retrocediera delante de la prueba suprema, la del Fuego.
El ardor del Sol se hace cada vez mayor y le anuncia que la prueba es inminente. Delante de esta amenaza el aspirante puede aún retroceder para permanecer en las riberas del río, estableciendo allí su morada, a la manera de los moralistas que pierden el tiempo en lamentaciones sobre las miserias humanas y en bellas predicaciones que se pierden en el desierto.1
Pero el Iniciado no malgasta el tiempo en discursos: es un hombre de acción, un agente eficiente de la Magna Obra por cuyo medio es creado y transformado el mundo: si el aspirante siente la vocación del heroísmo, no vacilará en exponer a la llama su pie desnudo.2
1 Juan, el precursor, bautiza y predica la penitencia a orillas del Jordán, pero no tiene por misión esta obra de redención en vista de la cual Jesús se interna en el desierto para ayunar y purificarse durante cuarenta días. El Evangelio es muchas veces, y a su manera, un ritual iniciático.
2 En la preparación del candidato y según un antiguo ritual masónico, se prescribe desnudar ciertas partes de su cuerpo y, entre ellas el pie izquierdo, como si el contacto directo con el suelo tuviese su importancia para el candidato que, vendados los ojos, pone el pie sobre un terreno que desconoce en absoluto.
No retrocederá aunque las llamas surjan bajos sus mismas plantas, pero se verá obligado a detenerse cuando lleguen a formar una muralla infranqueable. Si quiere volver atrás, que no pierda un instante; aún hay tiempo y tiene libre el camino para batirse en retirada. Pero si domina sus angustias y afronta estoicamente la barrera del fuego, ésta crece y forma las dos alas.
Bien pronto forma un semicírculo cuyos extremos se juntan por fin, dejando el temerario por completo envuelto en una hoguera circular cuyo fuego le abrasa. Las llamas se aproximan cada vez más al aspirante, que permanece impávido dispuesto a ser pasto del fuego.
En efecto, la purificación suprema es obra del fuego que destruye en el corazón del Iniciado el último germen de egoísmo o de mezquina pasión. Éste ardor purificante de que hablamos aquí no es otra cosa que el amor que nos señala San Pablo en el capítulo XII de la Epístola 1ª a los Corintios, en los siguientes términos:
“Por más que supiera hablar todos los lenguajes de los hombres, y que comprendiese el lenguaje de los ángeles, si no tengo el amor, no soy más que el bronce que resuena o el ruidoso címbalo.
Y por más que tuviera el don de profecía, aunque conociera todos los misterios y poseyera toda la ciencia; por más que tuviera toda la fe posible, hasta el punto de poder transportar las montañas, si no tengo el amor no soy nada.
Y por más que distribuyera todos mis bienes a los pobres y abandonara mi cuerpo a la hoguera, si no tengo el amor esto no me sirve de nada.”
Conocedor de las nociones iniciáticas difundidas por la corriente del pensador helénico, el apóstol acertó en su modo de sentir; todos los dones de la inteligencia, todos los poderes de acción serán vanos si no van aplicados al servicio de la gran causa del bien general. Es preciso amar, llegar hasta el sacrificio absoluto de sí mismo para ser admitido en la cadena de unión de los iniciados. Es por el corazón, y tan solo por el corazón, que llega uno a ser Francmasón, obrero fiel y colaborador verdadero del Gran Arquitecto del Universo.
El ceremonial de recepción es simbólico y representa objetivamente lo que debe realizar el candidato en su fuero interno. Si todo queda limitado a unas formalidades externas, la iniciación es meramente simbólica y marca tan solo la admisión en una cofradía de iniciados superficiales que han sabido conservar un conjunto de exterioridades tradicionales y nada más. No han visto más que la cáscara del fruto; sin embargo, en el interior está la semilla, el núcleo central, de tal manera que el iniciador que obra de conformidad con la letra del ritual, pone a disposición del verdadero candidato un esoterismo velado que se conserva intacto al abrigo de toda profanación.
Cuando la Francmasonería o cualquier otra confraternidad iniciática hace referencia a la inviolabilidad de sus secretos, se trata no del continente de los secretos, siempre comunicable, sino de su contenido inteligible. Se puede divulgar la letra muerta, pero no el espíritu que los privilegiados de la comprensión sabrán penetrar.
Por otra parte, es indispensable sentir para poder comprender. La punta de una espada hiere al candidato cerca del corazón en el momento de admisión en el Templo para buscar la luz. Antes de poder discernir, hay que abrirse a las verdades cuyo germen existe en nosotros. Cada uno lleva en sí una Belle au bois dormant que la verdadera iniciación despierta, pero quien no ame no podrá despertar a la sempiterna durmiente.
No se debe despreciar el intelectualismo; sin embargo, su dominio absoluto nos condena a una estéril y desesperante especulatividad. Cayendo en el exceso contrario, la iniciación caballeresca desdeñaba el saber para enaltecer únicamente el amor, inspirador de las acciones sublimes. Mejor equilibrados, el Hermetismo de la Edad Media, la escuela rosicruciana y la Francmasonería moderna han preconizado el desarrollo simultáneo del intelecto y del sentimiento.
Es indispensable que nos capacitemos para reconocer la verdad, a fin de conquistar la luz que debe iluminar nuestras acciones. Por otra parte, si no tenemos el acicate de un ideal, ¿cómo podremos sentirnos impulsados hacia la Iniciación? Lo que atrae y fascina es precisamente, una presentida belleza. Un amor secreto nos empuja hacia el santuario y nos infunde valor para arrostrar los obstáculos de las múltiples pruebas que aún nos esperan antes de alcanzar el móvil deseado.
Aunque no pudiésemos comprender más que medianamente, lo esencial sería llevar siempre en nuestro corazón la chispa del Fuego Sagrado, a fin de ser capaces de elevarnos cuando lo requiera la acción. Los mejores masones no son los más eruditos ni los más ilustrados, sino los más ardientes y constantes trabajadores, porque son los más sinceros y los más convencidos. Quien ama con fervor está muy por encima de quien se contenta de saber: la verdadera superioridad se afirma por el corazón, la cámara secreta de nuestra espiritualidad.
Los que no han sabido amar se pierden en el desierto sin pasar por la prueba del fuego. Escépticos arrastran su vida en eterno desencanto, son verdaderos fantasmas ambulantes más bien que hombres que honran la vida con sus energías. Será necesario el sufrimiento para enseñarles el amor. En resumen, el sufrimiento no es en sí un mal, puesto que sin el purificante dolor nadie llega a ser grande.
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