ALDO LAVAGNINI
Los números no son tan sólo conceptos elementales que nos permiten numerar, medir y ordenar las cosas sensibles, sino que su dominio trasciende tanto el mundo exterior de los sentidos como el mundo interior de las ideas, y por encima de éstos nos eleva y nos guía a la intuición de la Eterna Realidad.
La esencia íntima de los números es pues, algo que se escapa de toda nuestra tentativa por retenerla exclusivamente en el campo de nuestra ordinaria experiencia de las cosas, en la que, sin embargo, se nos impone en las formas más variadas y aparente¬mente sin nexo alguno, de las que viene así constituyendo lógica¬mente el lazo unitivo.
Una de las características fundamentales de los números es su poder ordenador y coordinador, en cualquier dominio o campo de experiencia al que los apliquemos. Sabiamente puestos en acción, establecen y afirman el Orden y armonía que a su reinado pertenecen, en dondequiera que hubiere antes desarmonía y des¬orden. Y si observamos la naturaleza en toda sus leyes y en todas sus obras, no podemos dejar de verlos igualmente activos, en dondequiera se dirija la mirada de nuestra comprensión.
¿No obedece, en último análisis, a principios numerales, la disposición geométrica de un cristal, de las hojas del tallo, ramas y raíces de una planta, de los pétalos, estámines y pistilos de sus flores, de las partes que componen sus frutos, de los diferentes miembros y órganos en cualquier ser viviente?
¿No se clasifican según los números de su llamado peso ató¬mico o molecular, las características de las diferentes substancias
químicas, tanto de las que se consideran relativamente simples, como de sus combinaciones y compuestos? ¿No son igualmente los números que expresan por medio de sus proporciones y según fórmulas más o menos complicadas, todas las formas de movi¬miento que se estudian en la mecánica y se observan en la gravi¬tación terrestre, en los cuerpos celestes, en el sonido y en todos los ritmos de la música? ¿En la luz y en la gama de los colores visibles e invisibles, en la electricidad y el magnetismo, y en la rítmica actividad de la llamada fuerza vital?
¿No son también los números que expresan las medidas del tiempo, que, a su vez, se basan en diferentes formas de movi¬miento, y miden los días y los años, los períodos vitales y el ciclo de desarrollo de todo ser viviente? ¿Y no son esas mismas entidades universales, impersonales y trascendentes las que miden los períodos y eras de la historia, el desenvolvimiento, multiplicación y progreso de los pueblos, y su vida económica y social, presidiendo a la industria, al comercio y a todas las relaciones y transacciones humanas?
En todos los reinos y aspectos de la naturaleza, así como en todas las actividades humanas, podemos darnos cuenta de que se trata, en realidad, de "entidades" misteriosas, de las que descono¬cemos la esencia más verdadera, inmaculada y eterna, y por ende virginal. Estas entidades podemos verlas y reconocerlas constan¬temente a la obra para manifestar un orden, que siempre se re¬nueva y evoluciona, en todo caos, y hacer patente la perfecta creación arquetípica en toda latencia cósmica, presidiendo por igual al dominio propiamente natural como al humano, y sirvién¬dose también del hombre y de su comprensión inteligente, como de un instrumento, para sus propias finalidades creadoras.
No hay dominio físico, intelectual y social que pueda escapar a su acción, que todo tiene que regirlo y dirigirlo, desde el Cielo de las posibilidades y de la creación eternamente perfecta, hasta la Tierra del dominio contingente de los efectos, asiento natural de toda relativa imperfección,
La arquitectura humana, a semejanza de la cósmica, no puede a menos de reconocer y aplicar ese dominio que rige todos los aspectos del tiempo y del espacio, del ritmo y de la armonía, así como tienen que hacerlo la agricultura y las demás artes bellas y útiles. Tampoco la poesía, o cualquier otra producción humana, pueden prescindir de esa base, sin la cual desaparecerían su belleza y utilidad. Por lo tanto, justamente la Masonería, de
acuerdo con la Tradición Iniciática que se remonta a la más remota antigüedad —y que simbólicamente expresa en su ordenamiento— se ha establecido sobre ese principio eterno, cuyo reconocimiento siempre mejor es la base de su constante progreso y regeneración.
En su aspecto mas filosófico, la Masonería es esencialmente una progresiva iniciación en la Ciencia de los Números, entendidos y reconocidos como Eternas Realidades Nouménicas que presiden a la construcción ordenada del universo y de la vida dirigiendo y determinando todos sus aspectos y experiencias. Y todo el Arte Real se basa en su más sabio entendimiento y aplicación.
A diferencia del profano, que sólo reconoce el dominio de los números en sus diferentes aplicaciones prácticas y matemáticas, el Iniciado pone todo su empeño en tratar de penetrar y discernir la íntima y divina esencia propia de esos Principios Eternos que permanecen en su inherente pureza virginal, alumbrando el cos¬mos y la vida, así como el entendimiento del hombre.
Muy lejos de ser una especulación puramente abstracta o fan¬tástica, la gnosis numeral es el esfuerzo de la facultad más elevada de la inteligencia para llegar lo más cerca posible de esos Poderes Creadores que expresan lo Divino más allá del tiempo, del espacio y de la vida manifiesta y son los Manantiales de todas sus expresiones y posibilidades Como aquel que busca el origen desconocido de un río, remontándolo a lo largo de su corriente en regiones inexploradas por la experiencia ordinaria, así el iniciado se esfuerza por subir esa interna Corriente de Vida que se evidencia en todas las manifestaciones externas que llevan en sí mismas el sello del Poder Numérico.
Como principio y origen, de todos los demás, en el número uno reconocemos la Primera Potencia y el Supremo Poder: el Padre y la Madre en su prístina Unidad inmanente e indestructible, que permanece inalterada en su propia Realidad, aunque aparezca alterada y dividida, en la cruz del tiempo y del espacio que mana de Ella y sobre la cual se ha extendido para expresarse en el reino contingente y transitorio de la realidad sensible u objetiva. Por lo tanto el número Uno en sí, representa y expresa la Totalidad Uni¬taria, la Plenitud Homogénea e Indiferenciada, el Gran todo en su esencia más abstracta y sublime, cuya imagen o reflejo aparece en «todas las infinitas unidades individuales a las que, de una manera relativa atribuimos el Nombre de Aquel —el Uno sin segundo—.
Pues "el Hijo y el Padre son Uno", a pesar de que aquél aparezca como multíplice y éste como dividido.
El estudio del número Uno nos lleva, por lo tanto, a reconocer en el Monismo Absoluto (en sánscrito Advaita o sea "a-dualismo") el más elevado aspecto (o darshana) más bien que "sistema" de la Filosofía Una, el resultado y la meta final e inevitable de todos los esfuerzos de la humana abstracción. Esa Unidad Absoluta y Permanente en su propio dominio trascendente y sublime, no puede ser de ninguna manera alterada, diferenciada o dividida, sino relativa y aparentemente; así como el Sol que no cesa de ser Uno y de ser el mismo, a pesar de que envíe constantemente sus rayos de luz y de vida, reflejando su propia imagen en infinitas formas en las inmensas extensiones y desconocidas profundidades de la Esfera Cósmica.
El dominio de la Unidad, así como el de los demás números que de Ella proceden, trasciende de la manera más absoluta la duración, extensión e inherentes limitaciones del Tiempo y del Espacio. Es el Océano Absoluto y Unitario del Ser que reina por encima del de sus hijos Urano y Cronos, La Unidad expresa al Ser en sí que nunca puede ser de otra manera concebido, alterado y separado de sí mismo, aunque aparezca velado (y por ende limitado y separado) en las diferentes formas de conciencia individual que nos es dado entender y experimentar. Cuando pensamos en el "Ser en sí" como independiente y trascendente, todas nuestras concepciones de cualquier manera atadas a las ideas de tiempo y de espacio, entonces únicamente nos es posible entender algo de esa eterna y gloriosa Unidad Permanente de la Suprema Realidad, en cuyo seno están contenidos el tiempo, el espacio y todas las creaciones, cosas y seres en la mística, indiferenciada, inalterable Beatitud que se acompaña con esa invariable, constante y .absoluta Plenitud. El símbolo del Océano, imaginado por los antiguos para indicar a ese Primero y 'Supremo Principio que es el Todo Indivisible, expresa muy bien esa Plenitud, así como la unidad de las infinitas gotas individuales que en el mismo están contenidas.
La filosofía de la ciencia ha tratado de reducir el problema del universo a una fórmula o combinación de los tres factores Espacio, Tiempo y Energía, que son los mismos conceptos primi¬tivos expresados simbólicamente en la teogonía mitológica, bajo los nombres de Urano, Cronos y Zeus, cuyas esposas son simple¬mente sus cualidades. Gea, la extensión, de por sí engendradora
del Espacio, en el cual todo está potencialmente contenido y tiene que manifestarse, desde la Eterna Universalidad que todo lo comprende, en actualidad contingente y local; Rea, la corriente del devenir de todas las cosas, cuyas oleadas de Vida Creadora, manando de la Eternidad, tratan de conquistar las extensiones del mismo espacio, con su ritmo progresivo; y Hera, la irradiación energética, madre de todo dinamismo cósmico, y por lo tanto esposa legítima del Ser que se expresa como la Voluntad Dinámica del cosmos, que todo sostiene y anima en su ordenado desarrollo.
Y, sin embargo, los tres sólo son aspectos relativos o expre¬siones hijas de la Suprema Realidad del Ser que expresa la Abso¬luta Unidad: todos son hijos del Caos, llamado también el Océano, entendido como substancia prima y unidad indiferenciada. Como se enseñaba en la escuela pitagórica: La Unidad es la ley de Dios, el Número es la Ley del Universo y la Evolución, la Ley de la Na¬turaleza en cualquiera de sus creaciones o expresiones.
La Unidad es, pues, al mismo tiempo, número y no número: sólo puede considerarse como número relativamente a los demás, que no son otra cosa sino reflejos multiplicados progresivamente de aquélla, así como sucede cuando se pone un foco o imagen entre dos espejos paralelos. El foco queda realmente uno: y sin embargo virtualmente aparece como si fuera multiplicado al infinito.
Lo mismo sucede en la aparente (aunque objetivamente real, si bien virtual desde el punto de vista de la ultérrima Reali¬dad) manifestación cósmica. La Unidad representada por el Océano del Ser, al reflejarse en sí misma origina la Dualidad Madre (o sea la Tetis mitológica, que corresponde con el término filosófico oriental Tat "Aquel", que denomina o acompaña a Sat, la Esencia o Ser) que engendra al Espacio y al Tiempo, que pueden considerarse como los espejos en que se refleja y virtualmente aparece la multiplicidad en la cual esa Unidad se nos presenta dife¬renciada y dividida. Así llegamos a entender la Dualidad o nú¬mero dos como la antinomia de la Unidad y de su reflejo, de la Realidad absoluta y de su propia apariencia relativa.
El número uno está simbolizado masónicamente por el Delta como unidad, que se encuentra al Oriente u origen primero del Templo Cósmico; y el número dos por las Columnas, cuya pareja se levanta de la misma manera al Occidente, o sea en el dominio de la manifestación.
Esa Dualidad expresa su sello indeleble en todo lo que nos aparece, así como la Unidad de la misma manera caracteriza lo que real y eternamente es. Toda línea estriba, pues, en sus dos opuestas direcciones en las que puede ser medida y seguida: derecha e izquierda, anterior y posterior, superior e inferior; y el tiempo igualmente consiste en la división que constantemente realiza el presente (que es el reflejo más directo de la Unidad o Realidad Eterna) entre Pasado y Futuro.
En virtud de esa dualidad se oponen y se alternan la luz y la obscuridad, el día y la noche, el calor y el frío, el movimiento y el reposo, la actividad y la inercia, la conciencia y la inconciencia, el sueño y la vigilia, el placer y el dolor, la pasión y la quietud, la ciencia y la ignorancia, el gusto y el disgusto, la atracción y la repulsión, la vida y la muerte, el ascenso y el descenso, la cons¬trucción y la destrucción. En la misma se apoyan el movimiento centrípeto y centrífugo, el norte y el sur, la cabeza y los pies, la atracción espiritual del cielo y la material de la tierra, los dos polos de la electricidad, del magnetismo y de la fuerza vital, el macho y la hembra, la voluntad, y la inteligencia, la razón y la sensación, el hombre y la mujer.
Toda la compleja variedad y multiplicidad de las experiencias de la vida y de los fenómenos de la naturaleza,, descansa en la constante interacción de estos dos aspectos o polaridades relativas de la Una Realidad, y es producida y reproducida ad infinitum por la Dualidad Madre que reina al Occidente, así como aquélla domina en el Oriente edénico y cósmico. Por consiguiente, mientras el número uno nos enseña que hay un solo Dios, un Único y Unitario Principio Supremo y Absoluta Realidad, el número dos de la misma manera nos enseña el mandamiento de honrar al Padre y a la Madre que representan a esa misma Unidad en el dominio contingente de la vida manifiesta y objetiva.
La Dualidad o díada creadora ha de ser honrada, porque de su matriz hemos salido como existencias individuales; pero, no debe¬mos adorarla, o sea caer en la ilusión de tributarle el reconoci¬miento que únicamente se debe a la Suprema Realidad en que "vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser", pues el ser vale mucho más que la existencia en que temporalmente se expresa: el primero es Absoluto y Eterno, y ésta sólo relativa y transitoria, aquél permanente y siempre igual, y ésta continuamente mudable.
Si es que, además de honrarla adoramos a esa Díada Madre, olvidando la Eterna y Suprema Realidad, estaremos prendidos inextricablemente en los lazos de esa Maya o Ilusión, constante mente sujetos a la Ley de los Opuestos y a sus opuestas pasiones,
al dominio y a la fatalidad negativa de la Rueda de la Existencia. Mientras, si el anhelo de nuestro corazón se fija en la Realidad Una y Suprema, esos mismos lazos se irán progresivamente des¬enmarañando, según crece nuestro discernimiento y apoyándonos en la propia Plenitud y Perfección Inherente del ser, llegaremos a trascender sucesivamente todos esos estados opuestos, que así cesarán de dominarnos. Aquí se ve la fundamental diferencia pragmática entre Monismo y Dualismo, y cómo aquél únicamente pueda damos una base firme y abrirnos el sendero y la puerta de nuestra final Liberación.
El Padre y la Madre que integran esa .Dualidad son, en este caso, los dos principios que forman la base de la filosofía San¬khya: Purusha o esencia espiritual que expresa la Suprema Realidad relativamente a Prákriti o substancia primordial homogénea en la cual el primero se presenta corno multíplice y dividido, originando al revestirse o reflejarse en ésta los átomos primarios (espirituales, como expresiones directas del ser manifiesto), y de éstos todos los principios elementales, la mente y la inteligencias y luego las substancias sutiles y las materiales y todas las cosas y los seres que en ésta aparecen.
De la Substancia Madre proceden todas las parejas de opuestos mentales, morales y físicas, que pueden reducirse a rajas (actividad y energía) y tamas (inercia y masa, que es también obscuridad e ignorancia), y el principio rítmico o sátvico de la Armonía y Sabiduría, en que se refleja la Esencia Espiritual, mudándolos y do¬minándolos. La levadura sátvíca que manifiesta la pura inteligencia obra sobre Rajas (que corresponde a la voluntad) el cual actúa sobre la inercia o masa tamásica y ésta, vibrando, refleja a ese Satva y se convierte en aquél. De esta manera el Espíritu individualizado adquiere un dominio siempre más complejo sobre su manifestación en la materia y así logra redimirla de los efectos de su propia caída —caída que, a su vez, ha engendrado la misma materia de la pura substancia prakrítica. Siendo tales efectos justamente el dominio tamásico de la ignorancia y rajásico de la pasión, estímulos y puntos de partida para su propia superación sátvica.
De aquí se ve cómo el número tres, que pertenece por igual a la Materia y al Espíritu, a la Substancia y a la Esencia, y es el lazo de unión entre ambos —el arquitrabe que une arquitectónicamente las dos columnas— es a la vez el principio de la Involución y de la Evolución, del ascenso y del descenso, representando el
ritmo en que se expresa el devenir exterior de las cosas. Ese ritmo es igualmente Eros y Mercurio, Helios y Apolo, pues su más pura y armónica expresión (o sea el Satva) es ei principio de la luz en todos sus aspectos: material, intelectual, moral y espiritual, que ilumina, domina y trasmuta la obscuridad e ignorancia de Tamas. Este representa el principio negativo de la inconsciencia (lo que vela, obscurece y limita la pura esencia del Ser), mientras Satva refleja la Verdad como Luz y Sabiduría y Rajas es la voluntad y la pasión que a la vez obscurece el Satva convirtiéndolo en Tamas, y obra sobre éste para transmutarlo en aquél.
Como principio de la luz, en todas sus expresiones, el número Tres, al igual que la Unidad, tiene su símbolo en el Delta trian¬gular, que representa en la Logia la luz verdadera y el Gran Arquitecto que en la misma se revela. Los tres puntos o vértices, formados por los rayos que manan del centro, son las tres puras cualidades espirituales, llamadas Sat, Chit y Ananda (Esencia, Conciencia y Beatitud), que en Oriente corresponden a los atri¬butos divinos de Omnipresencía, Omnisciencia y Omnipotencia. Y los tres lados que los unen en la manifestación periférica (formando la yoni o matriz cósmica), son las mismas cualidades
o ganas propias de Prákriti, cuya latencia se despierta y se hace activa por la acción de Purusha: Tamas, Rajas y Satva.
El número tres, representado por el triángulo, cuya base reúne las dos líneas divergentes del ángulo superior, es además el nú¬mero de la filiación y de la productividad, tanto espiritual, como intelectual y material, de la perfecta proporción y de la armonía que siempre se establece sobre el equilibrio de los opuestos y la coordinación de todos los pares de fuerzas complementarias. Sim¬boliza la perfección que completa la natural imperfección diática
— perfección que representan-en dos aspectos distintos y casi opuestos las Gracias y las Parcas.
La unidad reflejada en el número tres, como centro del triángulo (el Ojo Divino del Delta, o letra G), constituye la tétrada, o sea el cuaternario fundamental, que también representa el tetragrama (la palabra inefable de cuatro letras que constituye el nombre hebreo de la Divinidad). En la Tétrada, geométricamente expresada por el mismo Delta masónico, se resumen y se combinan los primeros cuatro números: la Unidad radical del centro, la Díada de los lados y de los ángulos laterales, la Tríada del triángulo y de sus vértices, y el Cuaternario que éstos forman con él centro. La suma de los cuatro números, representada por la figura
llamada tetráctis, es igual a 10, que así resulta la potencia triangular del número 4.
Cuando esa Unidad central del Delta se exteriorice y se haga activa, la dicha Tétrada se transforma en el Cuaternario de los elementos que indica la cruz. Así pues, la Cruz, resultando geomé¬tricamente del encuentro normal de dos líneas rectas, expresa la actividad del número Cuatro, que se halla, por así decirlo, oculto, interiorizado y latente en la tétrada triangular. Este cuaternario resulta de dos parejas equilibradas de fuerzas complementarias que así denotan, relativamente a cada punto o lugar, cuatro direcciones o puntos cardinales.
La cruz está formaba en la tierra por la doble oposición del Oriente y del Occidente y del Cenit y el Nadir, o bien del Norte y del Sur; y en el hombre por la cabeza y los píes y sus dos lados derecho e izquierdo, así cómo por sus dos caras dorsal y ventral. Se puede reconocer la analogía de la cabeza del hombre con el Cenit o principio de gravedad espiritual; de sus pies con el Nadir que corresponde con la gravedad material; del lado izquierdo y derecho con el Oriente y el Occidente, de las caras dorsal y ventral con el Norte y el Sur.
Los cuatro elementos, conocidos con el nombre de Fuego, Aire, Agua y Tierra, no son "substancias" que componen los cuerpos, como los elementos químicos, sino fuerzas o modalidades vibra¬torias que se hacen manifiestas también en los cuatro estados de la materia (sólido, líquido, gaseoso y radiante) y en los cuatro temperamentos del organismo (nervioso, linfático, sanguíneo y bilioso). El fuego es el principio de expansión, que aparece en la fuerza centrífuga; el aire es el principio del movimiento rectilíneo¬circular que origina la locomoción y se evidencia en la forma esfé¬rica de los cuerpos celestes; el agua representa el principio de contracción y la fuerza centrípeta; la tierra el principio de cohesión que produce la cristalización y pulverización.
También pueden oponerse el Fuego y el Aire como calar y frío, oriente y occidente, ideación y concepción, voluntad e inte¬ligencia; y el Agua y la Tierra como humedad y sequedad, norte y sur, emoción y percepción, sentimiento y acción, fecundidad y productividad. La primera pareja se considera como masculina y eléctrica en sus dos polos positivo y negativo; la segunda como femenina y magnética, igualmente en dos polos.
Los cuatro brazos de las divinidades índicas, que también aparecen en la svástika, simbolizan este cuaternario de las fuerzas elementales, cuya acción se extiende igualmente en el mundo físico y mental, gobernando tanto la materia como el pensamiento. Ahora, cada uno de estos elementos que integran el Cuaternario (o duplicación de la Díada), hállase sujeto a las tres cualidades que forman el Ternario (nacido en la Díada reflejando la Unidad); así el ternario se combina con el cuaternario, resultando la Dodé¬cada, que tiene en el zodíaco su propia expresión geométrico-musi-cal y astronómica. La propia dodécada tiene su correspondencia mitológica en los Titanes (los hijos de Gea-Titea) que representan esta subdivisión circular del Espacio o dominio uránico; también había doce dioses mayores, que los substituyeron después, sién¬doles consagrados los doce meses. En las tradiciones hebrea y cristiana tienen un significado equivalente los doce hijos de Jacob-Israel, los doce apóstoles de Jesús y los doce caballeros de la Mesa Redonda.
Pero en la Cruz o tétrada activa, hay también un quinto ele¬mento: el centro, que hemos visto como cuarto (o primero) en la tétrada triangular; así, en la cruz, hállase análogamente, en una condición latente, el quinario.
El quinto elemento fue llamado antiguamente quinta esencia, considerándose como origen, principio y sostén de los demás: aquel en que se encuentran todos en un estado indiferenciado, del que todos surgen acentuando sus especiales características, y en el cual finalmente hallan su equilibrio. Es el akasha de la tradición oriental, que cuenta con estos cinco elementos, considerándolos como nacidos o producidos por los tanmatras, según lo hemos visto en las páginas anteriores. En la naturaleza, regida por la Ley Cuaternaria de la Cruz, este quinto elemento, que es el principio de la vida inteligente, está oculto en el centro o corazón, que domina la acción de los cuatro brazos. Pero, en el hombre, que constituye el Quinto Reino /siendo los anteriores el elemental, mineral, vegetal y animal), este quinto elemento se evidencia también exteriormente según lo hemos mostrado hablando del ¡pentagrama, que representa la Ley Quinaria que gobierna su estructura física y mental. Por esta razón su mano tiene cinco dedos (sólo en el hombre el pulgar es realmente activo, oponiéndose a los demás), su cuerpo cinco sentidos y su mente cinco facultades activas. Pero, en el .penta¬grama y en el hombre, en razón del centro de aquel que se ma¬nifiesta como sexto sentido y facultad, está latente el Senario, como la Pentada en la cruz y la tétrada en el triángulo.
En virtud del número seis, el hombre tiene el libre albedrío o facultad de elegir entre dos caminos, y con ésta, según el desarrollo del discernimiento y de la intuición, la inherente capacidad de llegar a ser más que hombre. Al hacerse activa y evidente, como las anteriores, esta sexta facultad ordinariamente latente, la Pentada humana se transforma en la Hexada angélica, o sea en un estado evolutivo comparable, con relación al hombre, al de la mariposa relativamente al gusano.
Al número seis corresponde geométricamente el Hexagrama, que se demuestra en la figura humana alada, con los pies juntos, formando el vértice del triángulo inferior (el triángulo materno de la gravedad terrenal), al que corresponde, como vértice del triángulo superior, el principio paterno de la gravedad celestial, en perfecto equilibrio con el anterior, y por ende capaz de domi¬narle y levantarle. Aquí vemos el símbolo de la conquista del aire, que espera al hombre cuando descubra en sí mismo y sepa manifestar de una manera activa, este principio latente de la gra¬vedad espiritual, que lo atrae naturalmente hacia el Cenit, contra¬poniéndole a la gravedad de la tierra y dominándola. En oriente se asegura que es posible lograr ese poder, sin necesidad de aparatos
o medios materiales.
El signo astronómico y astrológico de Virgo, la Virgen celestial —que es justamente el sexto signo del zodíaco— es también emblemático de la figura humana alada que tiene su correspon¬dencia numérica en el seis. Su laboriosidad y fecundidad pro¬ductiva es, por otro lado, comparable con la de las abejas y de las hormigas, cuya arquitectura orgánica es una expresión geomé¬trica del mismo número, que permite la más perfecta división del círculo.
En el mismo Hexagrama, o sello de Salomón (la figura estre¬llada que resulta de dos triángulos entrelazados), tenemos el em¬blema de la correspondencia que naturalmente se establece de "lo de arriba" con "lo de abajo", de lo celestial con lo terrenal, de lo divino con lo natural: quod est superius est sicut quod est inferius, et quod est inferius est sicut quod est superius. A la Trinidad Divina en que se expresa la Unidad Espiritual (Ser-Con-ciencia-Beatitud, que es Omnipresencia, Omnisciencia y Omnipotencia, reflejadas en el hombre como Conciencia, Inteligencia y Voluntad) corresponde, la Trinidad Natural, o sean las tres propiedades (Actividad o Energía, Inercia o Masa, Ritmo o Vi¬bración, que aparecen en el fuego como calor, llama y luz) en que se manifiesta la Unidad Material o maternal que ha de revestir la primera. El triángulo inferior refleja el superior, así como la Unidad de ¡a substancia material refleja la Unidad de la esencia espiritual.
El centro del hexagrama y sus vértices nos dan el número siete, simbólico de la perfección potencial (perfección en la manifesta¬ción, así como el número 3 representa la perfección en sí), que se halla oculta en aquél, y del que progresivamente se desarrolla, según aparece en la Ley de Evolución, que gobierna toda forma, todo ser y toda creación.
Esta perfección (en su sentido originario de cumplimiento), se halla también simbolizada por el sábado o día séptimo (el cumplimiento de la obra, en que se encuentra el descanso de los esfuerzos) con relación a los demás días de la semana (que co¬rresponden con los vértices del hexagrama, o sea la división del círculo o ciclo del tiempo en seis partes iguales al radio), es aquella en que se logra manifestar la Plenitud del Todo, que se halla inherente y latente en cada una de sus partes aparentes, o sea, en que "se realiza la Realidad".
El número Siete se nos presenta como perfección activa en la estrella de siete puntas o Heptagrama, que corresponde aritmo¬sóficamente con el Maestro y el Arcángel, en el completo desarrollo de todos los poderes y facultades, añadiéndose las alas angélicas a la figura humana expresada por el pentagrama. A la pentada de los elementos, que corresponden con los cinco planetas inferiores, se unen el Sol y la Luna, emblemáticos del potencial divino que se añade al humano. El candelero de siete brazos simboliza igualmente esta fase evolutiva superhumana: al encenderse las siete luces se hacen activos todos los poderes, llegándose al estado llamado Samadhi, de "identificación" con la Suprema Realidad. Los siete colores y las siete notas de la música muestran, por otro lado, eí mismo septenario activo en todas las octavas vibratorias de la naturaleza, subdividiéndose en sus aspectos —parangonables a una escalera evolutiva— la divina Unidad de la Luz y de la Armonía. Y en el carácter del hombre este septenario o escalera indica las siete fuerzas o virtudes que se aparejan con los siete vicios o debilidades de los cuales constituyen una evolución o superación: la prudencia naciendo de la pereza, la justicia de la envidia, la fortaleza de la ira, la templanza de la guía, la fe del orgullo, la esperanza de la avaricia y la caridad de la lujuria.
Astrológicamente hay correspondencia entre el número siete y el signo de la Balanza, emblemático del equilibrio que descansa en la perfecta justicia, de la ecuanimidad del juicio y de la sere¬nidad que acompaña el Magisterio,
Masónicamente el septenario indica también el estudio de las siete artes, o sea la perfección de la ciencia que se manifiesta como la Sabiduría. Esta última se hará patente de una manera cons¬tructiva, por medio del Arte Real, que tiene sus emblemas tanto en la arquitectura humana como en la cósmica. El número ocho representa igualmente las tres, o sea la perfecta actividad que deriva de una igualmente perfecta y armónica concepción o pre¬paración (el número siete en sí, y como escalera de siete gradas).
En la Ogdoada en que se irradia la perfección septenaria ve¬mos la expresión de la arquitectura cósmica por medio de la potencia cúbica de la Díada, según aparece en los cuatro elementos, subdivididos cada uno en sus dos aspectos, a sea cada uno con su propia cualidad o shakti. La rosa de los vientos (representada en Atenas por medio de una torre octogonal), el culto de los Cabires de Samotracia, y la Ogdoada gnóstica que corresponde a las cuatro parejas de la teogonía helénica, son otros tantos emblemas del octonario, en que se hace activo el Septenario, como la Tríada en la Tétrada,
Combinándose con las tres cualidades, de una manera análoga al cuaternario, el octonario origina el número 24, por medio del cual se subdividen el día en horas y la regla en pulgadas. Esta es la medida humana —en correspondencia con la celestial del zodíaco— que origina los meses del año.
Ahora, también en la Ogdoada, refigurada como doble cruz o estrella octonaria, hay una unidad central que representa, como en la cruz de los elementos, el propio corazón vital, del que mana la actividad radiante y equilibrada de aquélla. Así en ella hállase latente el novenario, o sea la Corriente Eterna de la Vida Divina que se expresa en las seis direcciones perpendiculares del espacio y en las dos complementarias del tiempo, que precisamente integran el octonario astronómicamente activo (según la ley de los astros). Nueve, o sea tres veces tres, es el número que resulta de la Divina Perfección Triádica, al evidenciarse sus tres aspectos, o sea por encima de todas las limitaciones del tiempo y del espacio. Es el número de la Tradición Iniciática y de la Inspiración Creadora que simbolizan las Musas, los Nueve Cielos y los Nueve Coros angélicos, como potencia de la Trinidad del Delta.
El novenario se .representa por medio de los tres triángulos entrelazados; cada uno de los cuales corresponde a una de las Gracias y a uno de los tres ternarios de las Musas, que dominan los tres tiempos, a su vez relacionados con cada una de las Parcas, También puede verse en el novenario la expresión, de los tres atributos espirituales en las tres cualidades materiales, o sea la filiación de la unión divina de Purusha y Prákriti, que repre¬senta el Hexagrama.
Gramaticalmente indica los tres tiempos en sus tres modalidades (aorista, imperfecta y perfecta), así como los tres géneros combinados con los tres números en los idiomas más antiguos.
Apolo o Dionisio Musagetes, corresponde con el número diez que resulta de los nueve vértices y del centro del triple triángulo
o eneagrama. Es el Hijo o número uno (como unidad individual) "que se sienta a la derecha del Padre (el cero o Unidad Funda¬mental, como Océano del Ser)", haciendo activos y manifestando (por el hecho de estar a la derecha) los poderes y posibilidades omnipresentes y latentes de Aquél; y es al mismo tiempo el reino (o Malkut), que de esta manera tiene la capacidad y el privilegio de establecer.
Todo círculo con el punto central, conteniendo potencialmente el triple ternario, es un emblema de la Década, en que se completan los diez poderes divinos que indican las dirás a sephirot, "las diez vírgenes" que encienden sus luces (se hacen activas), para esperar al esposo (el hombre, como expresión divina) y acompañarlo en su progreso evolutivo. Pero, dado que el hombre es inicialmente un quinario, sólo cinco de ellas tienen sus luces encendidas en el estadio humano.
Todos los demás números son combinaciones y expresiones de estos Poderes Fundamentales, que se hallan precisamente indicados por la Década, y geométricamente por el círculo con el punto. Esta década aritmética que indica también la Tetráctis, se hará activa geométricamente en la dodécada, que, según hemos visto resulta de la actividad del Cuaternario. Así todo se reduce a la Tetrada, o sea la Unidad en su expresión Ternaria, que tiene en el Delta masónico su emblema luminoso.
La combinación, de la Tétrada con el Ternario forma, a su vez, el zodíaco, expresión de un antiguo sistema de numeración a base duodenaria, que nos ha sido transmitido a través de los tiempos, al lado del sistema decimal. Hay según en parte lo hemos visto, correspondencia entre sus diez primeras divisiones y los diez números, que muy bien pueden representarse simbólica¬mente en y por medio de los signos correspondientes.
En cuanto a los últimos dos (Acuario y Piséis), respectiva¬mente representan la unidad monádica humana que procede de la década de la Perfección Divina y se le añade, para formar así el número once; y la propia unidad decádica que se expresa en la Dualidad de la manifestación cósmica, u la vez simbolizada por los dos peces coligados por un lazo de unión, y por el tridente neptuniano, también emblemático de esa Unidad (que es una dé¬cada) sosteniendo y manifestando toda dualidad.
Volvemos, otra vez, al Océano radical del Ser, como omnipo¬tencialidad latente de la Unidad Primordial, que todo lo contiene, sostiene y une en su múltiple y mudable expresión dual.
pura filosofia antigua y pagana que lo que hace es confundir a la gente y debemos poner fin a todo esto como¿ SIENDO REALISTAS y no inventando fantasias debemos despertar a la realidad de lo que vemos sentimos olemos tocamos por eso ese termino soy el que soy es tan claro que no se nesesita filosofar atentamente alacues alberto acuña.
ResponderEliminarCurioso por el contenido de la lectura: tu comentario fue escrito el 6 del 6 del 6. Ahí tienes realidades de las que hablas, además, creada por ti. Saludos.
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