SACRAMENTOS Y RITOS INICIÁTICOS

RENE GUENON

Hemos dicho precedentemente que los ritos religiosos y los ritos iniciáticos son de un orden esencialmente diferente y que no pueden tener la misma meta, lo que resulta necesariamente de la distinción misma de los dos dominios exotérico y esotérico a los que se refieren respectivamente; si se producen confusiones entre los unos y los otros en el espíritu de algunos, se deben ante todo a un desconocimiento de esta distinción, y pueden deberse también, en parte, a las similitudes que estos ritos presentan a veces a pesar de todo, al menos en sus formas exteriores, y que pueden engañar a aquellos que no observan las cosas más que «desde el exterior». No obstante, la distinción es perfectamente clara cuando se trata de los ritos propiamente religiosos, que son de orden exotérico por definición misma, y que por consiguiente, no deberían dar lugar a ninguna duda; pero es menester decir que puede serlo menos en otros casos, como el de una tradición donde no hay división entre un exoterismo y un esoterismo que constituyan como dos aspectos separados, sino donde hay solo grados diversos de conocimiento, y donde, por consiguiente, la transición de uno al otro puede ser casi insensible, así como ocurre concretamente para la tradición hindú; esta transición gradual se traducirá naturalmente en los ritos correspondientes, de suerte que algunos de ellos podrán presentar, bajo algunos aspectos, un carácter en cierto modo mixto o intermediario.
Precisamente, es en la tradición hindú donde se encuentra en efecto uno de los ritos sobre los cuales se puede plantear más legítimamente la cuestión de saber si su carácter es o no es iniciático; queremos hablar del upanayana, es decir, del rito por el que un individuo es vinculado efectivamente a una de las tres castas superiores, a la cual, antes del cumplimiento de este rito, no pertenecía más que de una manera que se puede decir del todo potencial. Este caso merece ser examinado realmente con alguna atención, y, para eso, es menester primeramente comprender bien lo que debe entenderse exactamente por el término samskâra, que se traduce bastante habitualmente por «sacramento»; esta traducción nos parece que está muy lejos de ser satisfactoria, ya que, según una tendencia muy común en los occidentales, afirma una identidad entre dos cosas que, si
son en efecto comparables bajo algunos aspectos, por eso no son sino muy diferentes en el fondo. A decir verdad, no es el sentido etimológico de la palabra «sacramento» misma el que da lugar a esta objeción, ya que, evidentemente, en los dos casos se trata de algo «sagrado»; por lo demás, este sentido es demasiado extenso para que se pueda sacar de él una noción algo precisa, y si uno se quedara ahí, no importa qué rito podría ser llamado indistintamente «sacramento»; pero, de hecho, esta palabra ha devenido inseparable del uso específicamente religioso y estrechamente definido que se hace de ella en la tradición cristiana, donde designa algo cuyo equivalente exacto no se encuentra sin duda en ninguna otra parte. Así pues, vale más conformarse a este uso para evitar todo equívoco, y reservar exclusivamente la denominación de «sacramentos» a una cierta categoría de ritos religiosos que pertenecen en propiedad a la forma tradicional cristiana; es entonces la noción de «sacramento» la que entra en la de samskâra a título de caso particular, y no a la inversa; en otros términos, se podrá decir que los sacramentos cristianos son samskâras, pero no que los samskâras hindúes son sacramentos, ya que, según la lógica más elemental, el nombre de un género conviene a cada una de las especies que están comprendidas en él, pero, por el contrario, el nombre de una de estas especies no podría ser aplicado válidamente ni a otra especie ni al género todo entero.
Un samskâra es esencialmente un rito de «agregación» a una comunidad tradicional; esta definición, como se puede ver inmediatamente, es enteramente independiente de la forma particular, religiosa u otra, que puede revestir la tradición considerada; y, en el cristianismo, esta función es desempeñada por los sacramentos, como lo es en otras partes por samskâras de especie diferente. No obstante, debemos decir que al término de «agregación», que acabamos de emplear, le falta algo de precisión e incluso de exactitud, y eso por dos razones: primero, si uno se atiene rigurosamente a su sentido propio, parece designar el vinculamiento mismo a la tradición, y entonces no debería aplicarse más que a un rito único, aquel por el que este vinculamiento se opera de una manera efectiva, mientras que, en realidad, en una misma tradición, hay un cierto número más o menos grande de samskâras; así pues, es menester admitir que la «agregación» de que se trata conlleva una multiplicidad de grados o de modalidades, que generalmente corresponden en cierto modo a las fases principales de la vida de un individuo. Por otra parte, esta misma palabra de «agregación» puede dar la idea de una relación que permanece todavía exterior en un cierto sentido, como si se tratara simplemente de juntarse a una «agrupación» o de adherirse a una «sociedad», mientras que aquello de lo que se trata es de un orden completamente diferente e implica una asimilación que se podría
llamar «orgánica», ya que se trata de una verdadera «transmutación» (abhisambhava) operada en los elementos sutiles de la individualidad. Ananda K. Coomaraswamy ha propuesto, para traducir samskâra, el término de «integración», que nos parece en efecto muy preferible al de «agregación» bajo estos dos puntos de vista, ya que traduce muy exactamente esta idea de asimilación, y, además, es fácilmente comprehensible que una «integración» pueda ser más o menos completa o profunda, y que, por consecuencia, sea susceptible de efectuarse por grados, lo que da cuenta efectiva de la multiplicidad de los samskâras en el interior de una misma tradición.
Es menester destacar que una «transmutación» como aquella de la que hablábamos hace un momento tiene lugar de hecho, no solo en el caso de los samskâras, sino también en el de los ritos iniciáticos (dîkshâ)1; éste es uno de los caracteres que tanto los unos como los otros tienen en común, y que permiten compararlos bajo algunos aspectos, cualesquiera que sean por lo demás sus diferencias esenciales. En efecto, en los dos casos, hay igualmente transmisión o comunicación de una influencia espiritual, y es esta influencia la que, «infundida» en cierto modo por el rito, produce en la individualidad la «transmutación» en cuestión; pero, no hay que decir que sus efectos podrán estar limitados a tal o cual dominio determinado, según la meta propia del rito considerado; y es precisamente por su meta, y por consiguiente también por el dominio o el orden de posibilidades en el que operan, por lo que los ritos iniciáticos difieren profundamente de todos los demás.
Por otra parte, la diferencia que es sin duda la más visible exteriormente, y por consiguiente la que debería poder ser reconocida más fácilmente incluso por observadores «del exterior», es que los samskâras son comunes a todos los individuos que están vinculados a una misma tradición, es decir, en suma a todos aquellos que pertenecen a un
cierto «medio» determinado, lo que da a estos ritos un aspecto que puede llamarse más propiamente «social», mientras que, por el contrario, los ritos iniciáticos, que requieren algunas cualificaciones particulares, están siempre reservados a una elite más o menos restringida. Por esto, uno puede pues darse cuenta del error que cometen los etnólogos y los sociólogos que, concretamente en lo que concierne a las pretendidas «sociedades primitivas», emplean indiscriminadamente el término de «iniciación», cuyo verdadero sentido y alcance real apenas conocen evidentemente, para aplicarle a ritos a los que tienen acceso, en tal o cual momento de su existencia, todos los miembros de un pueblo o de una tribu; estos ritos no tienen en realidad ningún carácter iniciático, sino que son propiamente verdaderos samskâras. Por lo demás, naturalmente, puede haber también, en las mismas sociedades, ritos auténticamente iniciáticos, aunque estén más o menos degenerados (y quizás lo están frecuentemente menos de lo que se estaría tentado a suponer); pero, ahí como por todas partes, esos no son accesibles más que a algunos individuos con exclusión de los demás, lo que, sin examinar siquiera las cosas más a fondo, debería bastar para hacer imposible toda confusión.
Podemos volver ahora al caso más especial, que hemos mencionado primeramente, del rito hindú del upanayana, que consiste esencialmente en la investidura del cordón brâhmánico (pavitra o upavîta), y que da regularmente acceso al estudio de las Escrituras sagradas; ¿se trata de una iniciación? Según parece, la cuestión podría resolverse en suma por el solo hecho de que este rito es samskâra y no dîkshâ, ya que eso implica que, desde el punto de vista mismo de la tradición hindú, que es evidentemente el que debe constituir aquí la autoridad, no se considera como iniciático; pero todavía puede uno preguntarse por qué es así, a pesar de algunas apariencias que podrían hacer pensar lo contrario. Ya hemos indicado que este rito está reservado a los miembros de las tres primeras castas; pero, a decir verdad, esta restricción es inherente a la constitución misma de la sociedad tradicional hindú; así pues, no basta para que se pueda hablar aquí de iniciación, como tampoco, por ejemplo, el hecho de que tales o cuales ritos estén reservados a los hombres con exclusión de las mujeres, o inversamente, permite por sí mismo atribuirles un carácter iniciático (basta, para convencerse de ello, citar el caso de la ordenación sacerdotal cristiana, que incluso requiere algunas cualificaciones más particulares, y que por eso no pertenece menos incontestablemente al orden exotérico). Fuera de esta única cualificación que acabamos de recordar (y que designa propiamente el término ârya), no se requiere ninguna otra para el upanayana; por consiguiente, este rito es común a todos los miembros de las tres primeras castas sin excepción, e incluso
constituye para ellos una obligación aún más que un derecho; ahora bien, este carácter obligatorio, que está ligado directamente a lo que hemos llamado el aspecto «social» de los samskâras, no podría existir en el caso de un rito iniciático. Un medio social, por profundamente tradicional que pueda ser, no puede imponer a ninguno de sus miembros, cualesquiera que sean sus cualificaciones, la obligación de entrar en una organización iniciática; se trata de algo que, por su naturaleza misma, no puede depender de ninguna presión más o menos exterior, aunque sea simplemente la presión «moral» de lo que se ha convenido llamar la «opinión pública», que, por lo demás, no puede tener evidentemente otra actitud legítima que ignorar pura y simplemente todo lo que se refiere a la iniciación, puesto que se trata de un orden de realidades que, por definición, está cerrado al conjunto de la colectividad como tal. En lo que concierne al upanayana, se puede decir que la casta no es aún más que virtual o incluso potencial mientras no se cumple este rito (puesto que la cualificación requerida no es propiamente más que la aptitud natural para formar parte de esa casta), de tal suerte que es necesario para que el individuo pueda ocupar un sitio y una función determinada en el organismo social, ya que, si su función debe ser ante todo conforme a su naturaleza propia, todavía es menester, para que sea capaz de desempeñarla válidamente, que esta naturaleza se «realice» y que no permanezca en el estado de simple aptitud no desarrollada; así pues, es perfectamente comprehensible y normal que el no cumplimiento de este rito en los plazos prescritos acarree una exclusión de la comunidad, o, más exactamente todavía, que implique en sí mismo esta exclusión.
No obstante, hay que considerar todavía un punto particularmente importante, un punto que es quizás sobre todo el que puede prestarse a confusión: el upanayana confiere la cualidad de dwija o «dos veces nacido»; así pues, se le designa expresamente como un «segundo nacimiento», y se sabe que, por otra parte, esta expresión se aplica también en un sentido muy preciso a la iniciación. Es verdad que el bautismo cristiano, muy diferente por lo demás del upanayana en todo otro respecto, es igualmente un «segundo nacimiento», y es muy evidente que este rito no tiene nada de común con una iniciación; pero ¿cómo es posible que el mismo término «técnico» pueda ser aplicado así a la vez en el orden de los samskâras (comprendidos ahí los sacramentos) y en el orden iniciático? La verdad es que el «segundo nacimiento», en sí mismo y en su sentido completamente general, es propiamente una regeneración psíquica (es menester prestar atención, en efecto, a que es al dominio psíquico al que se refiere directamente, y no al dominio espiritual, ya que entonces sería un «tercer nacimiento»); pero esta regeneración puede no tener más que efectos únicamente psíquicos ellos también, es decir, limitados a un orden más o menos especial de posibilidades individuales, o, por el contrario, puede ser el punto de partida de una «realización» de orden superior; es sólo en este último caso donde tendrá un alcance propiamente iniciático, mientras que, en el primero, pertenece al lado más «exterior» de las diversas formas tradicionales, es decir, a aquel en el que todos participan indistintamente1.
La alusión que acabamos de hacer al bautismo plantea otra cuestión que no carece de interés: este rito, aparte de su carácter de «segundo nacimiento», presenta también, en su forma misma, una semejanza con algunos ritos iniciáticos; por lo demás, se puede destacar que esta forma se vincula a la de los ritos de purificación por los elementos, sobre los cuales volveremos un poco más adelante, ritos que constituyen una categoría muy general y manifiestamente susceptible de aplicación en dominios muy diferentes; pero, no obstante, es posible que en eso haya que considerar otra cosa aún. En efecto, nada hay de sorprendente en que haya ritos exotéricos que se modelen en cierto modo sobre ritos exotéricos o iniciáticos; si, en una sociedad tradicional, los grados de la enseñanza exterior han podido ser calcados de los de una iniciación, así como lo explicaremos más adelante, con mayor razón ha podido tener lugar una parecida «exteriorización» en lo que concierne a un orden superior a éste, aunque sea todavía exotérico, queremos decir, en el caso de los ritos religiosos2. En todo eso, la jerarquía de las relaciones normales se respeta rigurosamente, ya que, según estas relaciones, las aplicaciones de orden menos elevado o más exterior deben proceder de aquellas que tienen un carácter más principial; por consiguiente, si, para atenernos a estos únicos ejemplos, consideramos cosas tales como el «segundo nacimiento» o como la purificación por los elementos, es su significación iniciática la que es en realidad la primera de todas, y sus demás aplicaciones, deben derivarse de ella más o menos directamente, ya que no podría haber, en ninguna forma tradicional, nada más principial que la iniciación y su dominio propio, y es en ese lado «interior» donde reside verdaderamente el espíritu mismo de toda tradición.

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