RITOS Y CEREMONIAS

RENE GUENON

Después de haber aclarado, tanto como nos ha sido posible, las principales cuestiones que se refieren a la verdadera naturaleza del simbolismo, podemos volver de nuevo ahora a lo que concierne a los ritos; sobre este punto, nos quedan que disipar todavía algunas fastidiosas confusiones. En nuestra época, las afirmaciones más extraordinarias han devenido posibles e incluso se hacen aceptar corrientemente, puesto que aquellos que las emiten y aquellos que las escuchan están afectados de una misma falta de discernimiento; el observador de las manifestaciones diversas de la mentalidad contemporánea tiene que constatar, a cada instante, tantas cosas de este género, en todos los órdenes y en todos los dominios, que debería llegar a no sorprenderse ya de nada. Sin embargo, a pesar de todo, es muy difícil evitar una cierta estupefacción cuando se ve a pretendidos «instructores espirituales», que algunos creen incluso revestidos de «misiones» más o menos excepcionales, atrincherarse detrás de su «horror de las ceremonias» para rechazar indistintamente todos los ritos de cualquier naturaleza que sean, y para declararse incluso resueltamente hostiles a ellos. Este horror es, en sí mismo, una cosa perfectamente admisible, legítima incluso si se quiere, a condición de hacer en él un amplio hueco a una cuestión de preferencias individuales, y de no querer que todos le compartan forzosamente; en todo caso, en cuanto a nós, lo comprendemos sin el menor esfuerzo; pero, ciertamente, nunca habríamos sospechado que algunos ritos puedan ser asimilados a «ceremonias», ni que los ritos en general deban ser considerados como teniendo en sí mismos un tal carácter. Es en eso donde reside la confusión, verdaderamente extraña por parte de aquellos que tienen alguna pretensión más o menos confesada a servir de «guías» al prójimo en un dominio donde, precisamente, los ritos juegan un papel esencial y de la mayor importancia, en tanto que «vehículos» indispensables de las influencias espirituales sin las que no podría tratarse del menor contacto efectivo con realidades de orden superior, sino solo de aspiraciones vagas e inconsistentes, de «idealismo» nebuloso y de especulaciones en el vacío.
No nos entretendremos en buscar cuál puede ser el origen de la palabra «ceremonia», que parece bastante oscuro y sobre la que los lingüistas están lejos de estar de acuerdo1; entiéndase bien que aquí la tomamos en el sentido que tiene constantemente en el lenguaje actual, y que es suficientemente conocido por todo el mundo como para que no haya lugar a insistir más sobre ello: en suma, se trata siempre de una manifestación que implica un mayor o menor grado de despliegue de pompa exterior, cualesquiera que sean las circunstancias que proporcionen la ocasión o el pretexto para ello en cada caso particular. Es evidente que puede ocurrir, y que ocurre frecuentemente de hecho, sobre todo en el orden exotérico, que algunos ritos estén rodeados de una tal pompa; pero entonces la ceremonia constituye simplemente algo sobreagregado al rito mismo, y por consiguiente accidental y no esencial en relación a éste; sobre este punto vamos a volver de nuevo dentro de un momento. Por otra parte, no es menos evidente que existen también, y en nuestra época más que nunca, una multitud de ceremonias que no tienen más que un carácter puramente profano, y que, por consiguiente, no están ligadas al cumplimiento de ningún rito, y a las que, si se ha llegado a decorarlas con el nombre de ritos, no es más que por uno de esos prodigiosos abusos de lenguaje que tenemos que denunciar tan frecuentemente, y, por lo demás, eso se explica en el fondo, por el hecho de que, bajo todas esas cosas, hay una intención de instituir en efecto «pseudoritos» destinados a suplantar a los verdaderos ritos religiosos, pero que, naturalmente, no pueden imitar a éstos más que de una manera completamente exterior, es decir, precisamente solo por su lado «ceremonial». El rito mismo, del que la ceremonia no era en cierto modo más que una simple «envoltura», es desde entonces enteramente inexistente, puesto que no podría haber ningún rito profano, lo que sería una contradicción en los términos; y uno puede preguntarse si los inspiradores conscientes de estas contrahechuras groseras cuentan simplemente con la ignorancia y la incomprehensión generales para hacer aceptar una semejante substitución, o si participan ellos mismos de ellas en una cierta medida. No trataremos de resolver esta última cuestión, y recordaremos solamente, a aquellos que se sorprenderían de que pueda plantearse, que la inteligencia de las realidades espirituales, a cualquier grado que sea, está rigurosamente cerrada a la «contrainiciación»1; todo lo que nos importa al presente, es el hecho mismo de que existen ceremonias sin ritos tanto como ritos sin ceremonias, lo que basta para mostrar hasta qué punto es erróneo querer establecer entre las dos cosas una identificación o una asimilación cualquiera.
Hemos dicho frecuentemente que, en una civilización estrictamente tradicional, todo tiene verdaderamente un carácter ritual, comprendidas las acciones mismas de la vida corriente; así pues, ¿sería menester suponer por eso que los hombres deben vivir en ella, si puede decir, en estado de ceremonia perpetua? Eso es literalmente inimaginable, y no hay más que formular la cuestión así para hacer aparecer inmediatamente toda su absurdidad; es menester incluso decir más bien que es lo contrario de una tal suposición lo que es verdad, ya que los ritos, que son entonces algo completamente natural, y que no tienen a ningún grado el carácter de excepción que parecen presentar cuando la consciencia de la tradición se debilita, y cuando el punto de vista profano toma nacimiento y se extiende en la misma proporción de este debilitamiento, hacen que cualesquiera ceremonias que acompañan a esos ritos, y que subrayan de alguna manera su carácter excepcional, no tengan ciertamente ninguna razón de ser en parecido caso. Si uno se remonta a los orígenes, el rito no es otra cosa que «lo que es conforme al orden», según la acepción del término sánscrito rita2; así pues, es lo único realmente «normal», mientras que la ceremonia, por el contrario, da siempre e inevitablemente la impresión de algo más o menos anormal, fuera del curso habitual y regular de los acontecimientos que llenan el resto de la existencia. Esta impresión, lo anotamos de pasada, podría contribuir quizás, por una parte, a explicar la manera tan singular en que los occidentales modernos, que ya no saben separar apenas la religión de las ceremonias, la consideran como algo enteramente aislado, que ya no tiene ninguna relación real con el conjunto de las demás actividades a las que «consagran» su vida.
Toda ceremonia tiene un carácter artificial, incluso convencional por así decir, porque, en definitiva, no es más que el producto de una elaboración completamente humana; incluso si está destinada a acompañar un rito, este carácter se opone al del rito mismo, que, por el contrario, conlleva esencialmente un elemento «no humano». Aquel que cumple un rito, si ha alcanzado un cierto grado de conocimiento efectivo, puede y debe
tener incluso consciencia de que se trata de algo que le rebasa, que no depende de ninguna manera de su iniciativa individual; pero, en lo que se refiere a las ceremonias, sí pueden ser imponentes para aquellos que asisten a ellas, y que se encuentran reducidos en ellas a un papel de simples espectadores más bien que de «participantes», está muy claro que aquellos que las organizan y que regulan su ordenanza saben perfectamente a qué atenerse a su respecto y se dan perfecta cuenta que toda la eficacia que se puede escapar de ellas está subordinada enteramente a las disposiciones tomadas por ellos mismos y a la manera más o menos satisfactoria en que sean ejecutadas. En efecto, esta eficacia, por eso mismo de que no hay en ella nada que no sea humano, no puede ser de un orden verdaderamente profundo, y no es en suma sino puramente «psicológica»; por eso es por lo que se puede decir que se trata efectivamente de impresionar a los asistentes o de imponerse a ellos por toda suerte de medios sensibles; y, en el lenguaje ordinario mismo, uno de los mayores elogios que se pueda hacer de una ceremonia, ¿no es justamente calificarla de «imponente», sin que, por lo demás, el verdadero sentido de este epíteto sea generalmente bien comprendido? Destacamos todavía, a este propósito, que aquellos que no quieren reconocer en los ritos más que efectos de orden «psicológico» los confunden también en eso, quizás sin apercibirse de ello, con las ceremonias, puesto que desconocen su carácter «no humano», en virtud del cual sus efectos reales, en tanto que ritos propiamente dichos e independientemente de toda circunstancia accesoria, son al contrario de un orden totalmente diferente de ese.
Ahora, se podría formular esta pregunta: ¿por qué agregar así ceremonias a los ritos, como si lo «no humano» tuviera necesidad de esta ayuda humana, mientras que debería permanecer más bien tan despejado como es posible de semejantes contingencias? La verdad, simplemente, es que en eso hay una consecuencia de la necesidad que se impone de tener en cuenta las condiciones de hecho que son las de la humanidad terrestre, al menos en tal o cual periodo de su existencia; se trata de una concesión hecha a un cierto estado de decadencia, desde el punto de vista espiritual, de los hombres que están llamados a participar en los ritos; son estos hombres, y no los ritos, los que tienen necesidad de la ayuda de las ceremonias. No podría tratarse de ninguna manera de reforzar o de intensificar el efecto mismo de los ritos en su dominio propio, sino únicamente de hacerlos más accesibles a los individuos a quienes se dirigen, de prepararles para ellos, tanto como se pueda, poniéndoles en un estado emotivo y mental apropiado; eso es todo lo que pueden hacer las ceremonias, y es menester reconocer que están lejos de ser inútiles bajo este aspecto y que, para la generalidad de los hombres, desempeñan en efecto
bastante bien este oficio. Por eso es también por lo que ellas no tienen verdadera razón de ser más que en el orden exotérico, que se dirige a todos indistintamente; si se trata del orden esotérico o iniciático, la cosa es muy diferente, puesto que éste debe estar reservado a una elite que, por definición misma, no tiene necesidad de estas «ayudas» completamente exteriores, ya que su cualificación implica precisamente que ella es superior al estado de decadencia que es el de la inmensa mayoría; así, la introducción de ceremonias en este orden, si llega no obstante a producirse a veces, no puede explicarse más que por una cierta degeneración de las organizaciones iniciáticas donde un hecho tal tiene lugar.
Lo que acabamos de decir define el papel legítimo de las ceremonias; pero, al lado de eso, hay también el abuso y el peligro: como lo que es puramente exterior es también, por la fuerza misma de las cosas, lo más inmediatamente aparente que hay, es siempre temible que lo accidental haga perder de vista lo esencial, y que las ceremonias tomen, a los ojos de aquellos que son testigos de ellas, mucha más importancia que los ritos, que ellas disimulan así en cierto modo bajo una acumulación de formas accesorias. Puede ocurrir incluso, lo que es todavía más grave, que este error sea compartido por aquellos que tienen como función cumplir los ritos, en calidad de representantes autorizados de una tradición, si ellos mismos son alcanzados por esta decadencia espiritual general de la que hemos hablado; y de eso resulta entonces que, habiendo desaparecido la comprehensión verdadera, todo se reduce, conscientemente al menos, a un «formalismo» excesivo y sin razón, que de buena gana se dedicará sobre todo a mantener el brillo de las ceremonias y a amplificarle mucho, teniendo casi por desdeñable el rito que sería reducido a lo esencial, y que, sin embargo, es todo lo que debería contar verdaderamente. Para una forma tradicional, eso es una suerte de degeneración que confina a la «superstición» entendida en su sentido etimológico, puesto que el respeto de las formas sobrevive en ella a su comprehensión, y puesto que así la «letra» asfixia enteramente al «espíritu»; el «ceremonialismo» no es la observancia del ritual, es más bien el olvido de su valor profundo y de su significación real, la materialización más o menos grosera de las concepciones que se hacen de su naturaleza y de su papel, y, finalmente, el desconocimiento de lo «no humano» en provecho de lo humano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario