FORD NEWTON
Los símbolos guían y conducen al hombre, haciéndolo ora feliz, ora desventurado. Por doquiera se ve él circundado de símbolos, ya los reconozca o no como tales; el Universo es un gran Símbolo del Ser Supremo; y, ¿qué es el mismo hombre acaso sino otro símbolo de Dios? ¿No es por ventura todo lo que él hace un símbolo, una revelación hecha a los sentidos de la divina y mística fuerza en él existente, un Evangelio de Libertad que él predica como Mesías de la Naturaleza por medio de palabras y obras? No levanta él ni una choza que no sea la realización de una Idea, que no sea la representación visible de cosas invisibles, que no sea, en sentido trascendental, tan simbólica como real.
Tomás Carlyle, Sartor Resartus.
CAPÍTULO I
LOS CIMIENTOS
LOS CIMIENTOS
Dos artes han transformado la faz de la tierra dando forma a la vida y al pensamiento humano: la Agricultura y la Arquitectura. Sería difícil distinguir cuál de las dos se halla más íntimamente ligada a la vida interna de la humanidad, ya que el hombre no es sólo un agricultor y un arquitecto, sino también es un místico y un pensador. Para el hombre, especialmente en las épocas primitivas, todo trabajo debió ser algo más que el trabajo en sí; fue una verdad descubierta. Sus obras al hacerse útiles tomaban forma y atesoraban inmediatamente un pensamiento y un misterio. Este estudio nuestro tratará de la segunda de estas artes, que ha sido llamada la matriz de la civilización.
Si tratamos de averiguar los orígenes de la fuerza inicial que promovió el adelanto de este arte, descubriremos pronto dos factores fundamentales: la necesidad física y la aspiración espiritual. Las primeras obras arquitectónicas construidas por los hombres primitivos no fueron más que una respuesta de la inteligencia a la necesidad de encontrar albergue; pero esta necesidad exigía un Hogar para el alma al par que un techado con que resguardarse de las inclemencias. En esta respuesta a las necesidades primitivas, hubo algo espiritual, algo allende la escueta satisfacción del cuerpo. Los egipcios, por ejemplo, anhelaban reposar en lugares indestructibles, y por eso levantaron las pirámides. El arte prehistórico, dice Capart, demuestra que la necesidad de albergue iba íntimamente ligada a un propósito, religioso o, por lo menos, mágico (Primitive Art in Egypt). Al esforzarse el hombre por copiar las formas de la naturaleza y establecer relaciones más afines con el universo, le indujo su instinto espiritual a la imitación, a las ideas de proporción, a su pasión por la belleza y a esforzarse en encontrar la perfección.
El hombre ha sido siempre arquitecto. En nada se ha manifestado él de un modo tan expresivo como en las construcciones que ha erigido. Cuando contemplamos las edificaciones humanas, ya sean una mísera cabaña, una caverna troglodítica enclavada, como el nido de un avión, en las rocas de un desfiladero, una pirámide, o un Panteón, parece que leemos en su alma. Quizás su constructor haya desaparecido siglos ha, pero dejó en ellas algo de sí mismo, de sus esperanzas, terrores, ideas y ensueños. Hasta en los lugares más recónditos de los Andes, donde la naturaleza se presenta en su aspecto más agreste y el hombre es todavía salvaje, encuéntranse restos de poderosas civilizaciones desaparecidas, en que el arte y las ciencias alcanzaron desarrollo insospechado.
Doquiera que la humanidad ha vivido, encontramos hacinadas ruinas de torreones, templos y tumbas, monumentos de su industria y aspiración. Independientemente del carácter de sus constructores, los monumentos humanos suelen ser religiosos, y rezuman un vivido sentimiento de lo Invisible y de la certidumbre de su relación con el hombre. Los hombres han construido siempre para el cielo, encarnando sus plegarias y sus quimeras en ladrillos y en piedras.
Porque existen dos formas de la realidad - la material y la espiritual -que, a pesar de ser tan distintas, están de tal modo relacionadas que toda ley práctica es exponente de una ley moral. Tal es la tesis que sostiene Ruskin con tanta intuición y elocuencia en Las Siete Lámparas de la Arquitectura, donde opina que las leyes arquitectónicas son leyes morales, aplicables lo mismo a la formación del carácter que a la erección de las catedrales. Para él estas leyes son Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia, ley esta última que es el remate de todas y a la que debe la Política su estabilidad; su felicidad, la Vida; su aceptación, la fe, y su continuidad, la Creación. Entiende Ruskin que en el universo no existe ni puede existir la ley de la libertad, pues ni las estrellas, ni la tierra, ni el mar la tienen. Sueña el hombre que es libre, pero estaría más en lo cierto si utilizara la palabra Lealtad en vez de la de Libertad, puesto que sólo logra libertarse cuando obedece las leyes de la vida, de la verdad y de la belleza.
En su brillante e ingenioso ensayo, demuestra Ruskin de qué modo la violación de las leyes morales degrada la belleza de la arquitectura, mancilla su utilidad y la hace inestable. Cree Ruskin que la belleza es una imitación consciente o inconsciente de las formas naturales, y que lo que no procede de ellas, sino que depende por su dignidad de la disposición en que lo colocó la mente humana, expresa y revela las cualidades nobles o innobles del alma del constructor.
“Todo edificio muestra, por lo tanto, al hombre como acopiador o como gobernador, por lo que el secreto de su éxito consiste en saber acumular y dirigir. Estas son las dos grandes Lámparas intelectuales de la Arquitectura, una de las cuales consiste en venerar de manera pura y humilde las obras divinas de la tierra, y la otra, en saber que Dios le ha otorgado al hombre el dominio sobre otras obras” (Capítulo III, aforismo 2°).
Los hombres primitivos presintieron instintivamente y quizás de un modo vago, que no por eso es menos verdadero, lo que nuestro gran profeta del arte concibiera tan elocuentemente. Si es cierto que la arquitectura se debió a la necesidad, pronto, sin embargo, mostró su mágica cualidad; llegando todo verdadero edificio a conmover los profundos cimientos del sentimiento y las abiertas puertas de lo maravilloso. Sin duda alguna, los hombres que primero colocaron una piedra sobre otras dos debieron contemplar su obra con asombro, adorándola después. Este elemento de asombro, de pavor místico, persistió a través de los siglos y aún se siente cuando se levanta un edificio con arreglo a las normas clásicas de acuerdo con la naturaleza, la necesidad y la fe. Los arquitectos primitivos sentían cuando trabajaban fulgurar en su corazón ideas de santidad, de sacrificio, de rectitud ritualista, de estabilidad mágica, de imitación del universo, de perfección de la forma y de la proporción. Sostiene Wren que el deleite que experimenta el hombre al erigir columnas nació cuando adoraba en las arboledas de la selva, y está en lo cierto, pues los modernos investigadores opinan lo mismo, entre ellos Arturo Evans que dice que los primitivos habitantes de Europa adoraban a las columnas como si fueran dioses. En los albores de la arquitectura europea adoró siempre el hombre grandes piedras (Architecture, de Lethaby, capítulo I).
Lo mismo ocurre en Egipto, que parece haber sido el primer país que llegó a un gran desarrollo de la arquitectura y cuyas ruinas se conservan bastante bien. Mucho tiempo antes del período dinástico habitaba aquel país un pueblo fuerte que alcanzó grandes progresos artísticos, heredados luego por los constructores de las pirámides. A pesar de ser salvajes semidesnudos que se valían de instrumentos de pedernal como los actuales habitantes de las selvas vírgenes, los egipcios fueron la semilla de los futuros grandes artistas. Herodoto dice que los egipcios “recolectaban los frutos de la tierra con menos esfuerzo que los demás pueblos”. Con la agricultura y la vida sedentaria nació el comercio, y se acumularon energías para mejorar la vivienda humana. En las orillas del Nilo el hombre trató quizás por vez primera de obedecer a su alma, sobreponiéndose a la rutina de la necesidad imprescindible. Y allí labró hermosos vasos de delicadísimo mármol e inventó la construcción cuadrada, valiéndose de la escuadra.
Sea como fuere, lo cierto es que la más antigua de las construcciones prehistóricas, una tumba descubierta entre las arenas de Hieracómpolis, es ya casi rectangular. Lethaby cree que la geometría dio un gran paso con el descubrimiento del cuadrado que no es una forma tan fácil de descubrir como suponen los modernos. El cuadrado abrió una nueva era arquitectónica (Architecture, de Lethaby, capítulo II). Los inventos primitivos parecen revelaciones, y no nos extraña que los hábiles conocedores de las artes pasaran por magos. Si es cierto que el hombre sabe cuanto hace, entonces, el descubrimiento del cuadrado y de la Escuadra fue un gran acontecimiento para los primitivos místicos del Nilo. Pronto se transformó la Escuadra en emblema de la verdad, de la justicia, de la rectitud, cosa que sigue siendo aunque han transcurrido incontables edades. Sencillo, familiar, elocuente, nos trae de bien lejos un vislumbre de la maravilla del pasado y nos enseña una lección ardua de aprender. De igual modo fueron el cubo, el compás y la clave de arco grandes adelantos para quienes creían que la arquitectura era “edificar ungiendo de emociones”, con objeto de mostrar que sus leyes son las leyes de lo Eterno.
Masperó opina que los egipcios construyeron sus templos imitando la forma que, según ellos, tenía la tierra (Albores de la Civilización). Para ellos la tierra era a modo de una gran piedra llana, más larga que ancha, y el cielo un techo o bóveda sostenida por cuatro columnas. El pavimento, representaba la tierra; los cuatro ángulos, eran las columnas; el techo, generalmente llano y a veces curvado, correspondía al cielo. En el pavimento crecían plantas, y del agua emergían flores acuáticas, mientras que el cielo, pintado de azul obscuro, estaba salpicado de estrellas de cinco puntas. Algunas veces, representaban al sol y la luna flotando en el océano celeste, escoltados por las constelaciones, los meses y los días. Los templos construidos de cara a oriente tenían una cámara recóndita pequeña y obscura, a la que se llegaba a través de una serie de patios y salas hipóstilas. Ante las puertas exteriores veíanse obeliscos y avenidas de estatuas. Tales fueron los santuarios de la antigua religión solar, orientados de tal forma que, en determinado día, los rayos del sol naciente o de algún astro brillante que le precediera, cruzaran toda la nave yendo a iluminar el altar (Albores de la Astronomía, de Norman Lockyear).
Uno de los ideales de los primitivos arquitectos fue el del sacrificio, como puede apreciarse observando que utilizaban los más preciados materiales; y otro, el de la precisión en los trabajos. No pocas de las construcciones primitivas son obras de maravillosa habilidad técnica en las que los trabajadores realizaban una idea premeditada. Trataban ante todo de hacer eternas sus obras, por eso se leen en sus inscripciones frases como estas: “es como el cielo sobre sus cuatro puntas”, “firme como los cielos”. Es evidente que la idea predominante fue la de que toda construcción que estuviera en adecuada relación con el universo debería tener tan mágica estabilidad como la de los cielos. Recuérdese que cuando Ikhnaton fundó su nueva ciudad, mandó colocar una piedra en cada uno de sus cuatro ángulos de tal forma que formaran un cuadrado perfecto y para que perdurase eternamente. Siendo la eternidad el ideal a que se aspiraba, todo se sacrificaba a él.
Las Pirámides, que son los más antiguos, grandiosos, misteriosos y perfectos monumentos humanos, nos demuestran hasta qué extremo llegaron a realizar los egipcios sus deseos. Los siglos vienen y van, fórmanse y destrúyense los imperios, florecen y decaen las filosofías, y el hombre sigue atónito contemplando las pirámides silenciosas de Egipto, que ocultan bajo el cielo estrellado su misterio fascinador y desconcertante. El obelisco, que es una pirámide cuya base se ha transformado en fuste, ostenta lo más antiguos emblemas de la religión solar: un triángulo sobre un cuadrado. Nadie sabe por qué ni cómo esta figura llegó a venerarse; lo más que llegamos a conjeturar es que, a semejanza de la Kaaba de la Meca, fue una de las piedras sagradas. Nadie puede afirmar si con el obelisco se trataba de imitar el triángulo de luz zodiacal que a veces se percibe en el oriente a la salida y a la puesta del sol, o si se construyó como símbolo del cielo, así como el cuadrado lo era de la tierra (Churchward, dice en su obra Sings and Simbols of Primordial Man - cap. XV -, que la pirámide representaba al Cielo, Shu, de pie sobre siete escalones, habiéndose levantado el cielo de la tierra en forma de triángulo, en cada uno de cuyos vértices se situaba un dios; Sut y Shu, en la base, y Horus en el ápice, o sea en la Estrella Polar del horizonte. Esto es, verdadero en cierto aspecto; sin embargo, el emblema de la pirámide era más antiguo que Osiris, Isis y Horus, pues su origen se pierde en la noche de los tiempos). En los textos encontrados en las pirámides, el Dios Sol se representa sentado en el ápice del cielo en forma de Fénix, después de crear a todos los otros dioses. El Dios Sol es ese supremo dios a quien escribieron un notabilísimo himno de alabanza los dos arquitectos Suti y Hor (Religión and Thought in Egypt, de Breasted, conferencia IX).
La ancestral religión de la luz, que ha perdido su esplendor e inefable belleza, era el sublime misticismo de la naturaleza, que representaba como Luz al amor y a la Vida, y como tinieblas, al mal y a la muerte. Los hombres primitivos creían que la luz era la madre de la belleza, la creadora del color, el fugaz y radiante misterio del mundo, del que hablaban siempre con respeto y reverencia. Al amanecer, saludaban al sol elevando las manos al cielo y, cuando el luminar enorme se hundía en las inmensidades del desierto, lo veían marchar temerosos de que no volviera a nacer. La religión del hombre acabado de emerger de la noche tenebrosa del animalismo, consistía en adorar la Luz; su templo tenía por techumbre las estrellas, su altar era una llama refulgente, y su ritual, un himno en el que se tejía el terror a la noche con la felicidad de la luz. Jamás poeta alguno cantó a la luz más líricamente que Ikhnaton en los himnos entonados en los albores del mundo (La religión egipcia alcanzó su mayor esplendor en Ikhnaton, el “primer idealista de la historia”, gran filósofo y delicado poeta. La lírica de Ikhnaton es tan sublime, según el Dr. Breasted, como los poemas de Wordsworth y los célebres párrafos en que Ruskin celebra la divinidad de la Luz en Los Pintores Modernos - Religion and Thought in Egypt, IX conferencia). Ikhnaton fue, a despecho de la venganza de sus enemigos, la primera alma profética, solitaria y heroica, “el primer individualista”). De aquella lejana religión nos queda como reminiscencia la fe con que seguimos a la Estrella del Día y al Sol de la Justicia, nuestra esperanza en El que en la vida es la Luz del Mundo, en la noche de la muerte, la Lámpara de las Almas.
Los verdaderos fundamentos morales y materiales de la Masonería estriban precisamente en esto: en la necesidad imprescindible, en la aspiración, en la instintiva Fe, en el ardor por el Ideal y en el Amor a la Luz, que anidan en el corazón del hombre. Y bajo todos estos fundamentos yace el sentimiento de que la morada terrestre debe estar en relación con su prototipo celeste o templo del mundo, por cuya causa el hombre imita en la tierra a la eterna morada de los cielos que no fue edificada por mano alguna. Los hombres erigieron templos cuadrados para representar la imagen de la tierra; levantaron pirámides para imitar la belleza armónica del cielo, y, tomando como modelo las montañas, construyeron más tarde esas grandiosas catedrales, cuyas arcadas y columnatas nos recuerdan los panoramas del bosque. Parece lo más lógico que los instrumentos empleados por los arquitectos para expresar su fe y sus sueños por medio de la piedra fueran convirtiéndose con el tiempo en emblemas de sus pensamientos. Y no sólo los instrumentos, sino hasta las piedras que tallaban llegaron a ser símbolos sagrados. El templo no es sino una visión de la Casa de la Doctrina, ese Hogar del Alma, que, a pesar de ser invisible, está construyendo el hombre en el infinito correr de los tiempos.
Si tratamos de averiguar los orígenes de la fuerza inicial que promovió el adelanto de este arte, descubriremos pronto dos factores fundamentales: la necesidad física y la aspiración espiritual. Las primeras obras arquitectónicas construidas por los hombres primitivos no fueron más que una respuesta de la inteligencia a la necesidad de encontrar albergue; pero esta necesidad exigía un Hogar para el alma al par que un techado con que resguardarse de las inclemencias. En esta respuesta a las necesidades primitivas, hubo algo espiritual, algo allende la escueta satisfacción del cuerpo. Los egipcios, por ejemplo, anhelaban reposar en lugares indestructibles, y por eso levantaron las pirámides. El arte prehistórico, dice Capart, demuestra que la necesidad de albergue iba íntimamente ligada a un propósito, religioso o, por lo menos, mágico (Primitive Art in Egypt). Al esforzarse el hombre por copiar las formas de la naturaleza y establecer relaciones más afines con el universo, le indujo su instinto espiritual a la imitación, a las ideas de proporción, a su pasión por la belleza y a esforzarse en encontrar la perfección.
El hombre ha sido siempre arquitecto. En nada se ha manifestado él de un modo tan expresivo como en las construcciones que ha erigido. Cuando contemplamos las edificaciones humanas, ya sean una mísera cabaña, una caverna troglodítica enclavada, como el nido de un avión, en las rocas de un desfiladero, una pirámide, o un Panteón, parece que leemos en su alma. Quizás su constructor haya desaparecido siglos ha, pero dejó en ellas algo de sí mismo, de sus esperanzas, terrores, ideas y ensueños. Hasta en los lugares más recónditos de los Andes, donde la naturaleza se presenta en su aspecto más agreste y el hombre es todavía salvaje, encuéntranse restos de poderosas civilizaciones desaparecidas, en que el arte y las ciencias alcanzaron desarrollo insospechado.
Doquiera que la humanidad ha vivido, encontramos hacinadas ruinas de torreones, templos y tumbas, monumentos de su industria y aspiración. Independientemente del carácter de sus constructores, los monumentos humanos suelen ser religiosos, y rezuman un vivido sentimiento de lo Invisible y de la certidumbre de su relación con el hombre. Los hombres han construido siempre para el cielo, encarnando sus plegarias y sus quimeras en ladrillos y en piedras.
Porque existen dos formas de la realidad - la material y la espiritual -que, a pesar de ser tan distintas, están de tal modo relacionadas que toda ley práctica es exponente de una ley moral. Tal es la tesis que sostiene Ruskin con tanta intuición y elocuencia en Las Siete Lámparas de la Arquitectura, donde opina que las leyes arquitectónicas son leyes morales, aplicables lo mismo a la formación del carácter que a la erección de las catedrales. Para él estas leyes son Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia, ley esta última que es el remate de todas y a la que debe la Política su estabilidad; su felicidad, la Vida; su aceptación, la fe, y su continuidad, la Creación. Entiende Ruskin que en el universo no existe ni puede existir la ley de la libertad, pues ni las estrellas, ni la tierra, ni el mar la tienen. Sueña el hombre que es libre, pero estaría más en lo cierto si utilizara la palabra Lealtad en vez de la de Libertad, puesto que sólo logra libertarse cuando obedece las leyes de la vida, de la verdad y de la belleza.
En su brillante e ingenioso ensayo, demuestra Ruskin de qué modo la violación de las leyes morales degrada la belleza de la arquitectura, mancilla su utilidad y la hace inestable. Cree Ruskin que la belleza es una imitación consciente o inconsciente de las formas naturales, y que lo que no procede de ellas, sino que depende por su dignidad de la disposición en que lo colocó la mente humana, expresa y revela las cualidades nobles o innobles del alma del constructor.
“Todo edificio muestra, por lo tanto, al hombre como acopiador o como gobernador, por lo que el secreto de su éxito consiste en saber acumular y dirigir. Estas son las dos grandes Lámparas intelectuales de la Arquitectura, una de las cuales consiste en venerar de manera pura y humilde las obras divinas de la tierra, y la otra, en saber que Dios le ha otorgado al hombre el dominio sobre otras obras” (Capítulo III, aforismo 2°).
Los hombres primitivos presintieron instintivamente y quizás de un modo vago, que no por eso es menos verdadero, lo que nuestro gran profeta del arte concibiera tan elocuentemente. Si es cierto que la arquitectura se debió a la necesidad, pronto, sin embargo, mostró su mágica cualidad; llegando todo verdadero edificio a conmover los profundos cimientos del sentimiento y las abiertas puertas de lo maravilloso. Sin duda alguna, los hombres que primero colocaron una piedra sobre otras dos debieron contemplar su obra con asombro, adorándola después. Este elemento de asombro, de pavor místico, persistió a través de los siglos y aún se siente cuando se levanta un edificio con arreglo a las normas clásicas de acuerdo con la naturaleza, la necesidad y la fe. Los arquitectos primitivos sentían cuando trabajaban fulgurar en su corazón ideas de santidad, de sacrificio, de rectitud ritualista, de estabilidad mágica, de imitación del universo, de perfección de la forma y de la proporción. Sostiene Wren que el deleite que experimenta el hombre al erigir columnas nació cuando adoraba en las arboledas de la selva, y está en lo cierto, pues los modernos investigadores opinan lo mismo, entre ellos Arturo Evans que dice que los primitivos habitantes de Europa adoraban a las columnas como si fueran dioses. En los albores de la arquitectura europea adoró siempre el hombre grandes piedras (Architecture, de Lethaby, capítulo I).
Lo mismo ocurre en Egipto, que parece haber sido el primer país que llegó a un gran desarrollo de la arquitectura y cuyas ruinas se conservan bastante bien. Mucho tiempo antes del período dinástico habitaba aquel país un pueblo fuerte que alcanzó grandes progresos artísticos, heredados luego por los constructores de las pirámides. A pesar de ser salvajes semidesnudos que se valían de instrumentos de pedernal como los actuales habitantes de las selvas vírgenes, los egipcios fueron la semilla de los futuros grandes artistas. Herodoto dice que los egipcios “recolectaban los frutos de la tierra con menos esfuerzo que los demás pueblos”. Con la agricultura y la vida sedentaria nació el comercio, y se acumularon energías para mejorar la vivienda humana. En las orillas del Nilo el hombre trató quizás por vez primera de obedecer a su alma, sobreponiéndose a la rutina de la necesidad imprescindible. Y allí labró hermosos vasos de delicadísimo mármol e inventó la construcción cuadrada, valiéndose de la escuadra.
Sea como fuere, lo cierto es que la más antigua de las construcciones prehistóricas, una tumba descubierta entre las arenas de Hieracómpolis, es ya casi rectangular. Lethaby cree que la geometría dio un gran paso con el descubrimiento del cuadrado que no es una forma tan fácil de descubrir como suponen los modernos. El cuadrado abrió una nueva era arquitectónica (Architecture, de Lethaby, capítulo II). Los inventos primitivos parecen revelaciones, y no nos extraña que los hábiles conocedores de las artes pasaran por magos. Si es cierto que el hombre sabe cuanto hace, entonces, el descubrimiento del cuadrado y de la Escuadra fue un gran acontecimiento para los primitivos místicos del Nilo. Pronto se transformó la Escuadra en emblema de la verdad, de la justicia, de la rectitud, cosa que sigue siendo aunque han transcurrido incontables edades. Sencillo, familiar, elocuente, nos trae de bien lejos un vislumbre de la maravilla del pasado y nos enseña una lección ardua de aprender. De igual modo fueron el cubo, el compás y la clave de arco grandes adelantos para quienes creían que la arquitectura era “edificar ungiendo de emociones”, con objeto de mostrar que sus leyes son las leyes de lo Eterno.
Masperó opina que los egipcios construyeron sus templos imitando la forma que, según ellos, tenía la tierra (Albores de la Civilización). Para ellos la tierra era a modo de una gran piedra llana, más larga que ancha, y el cielo un techo o bóveda sostenida por cuatro columnas. El pavimento, representaba la tierra; los cuatro ángulos, eran las columnas; el techo, generalmente llano y a veces curvado, correspondía al cielo. En el pavimento crecían plantas, y del agua emergían flores acuáticas, mientras que el cielo, pintado de azul obscuro, estaba salpicado de estrellas de cinco puntas. Algunas veces, representaban al sol y la luna flotando en el océano celeste, escoltados por las constelaciones, los meses y los días. Los templos construidos de cara a oriente tenían una cámara recóndita pequeña y obscura, a la que se llegaba a través de una serie de patios y salas hipóstilas. Ante las puertas exteriores veíanse obeliscos y avenidas de estatuas. Tales fueron los santuarios de la antigua religión solar, orientados de tal forma que, en determinado día, los rayos del sol naciente o de algún astro brillante que le precediera, cruzaran toda la nave yendo a iluminar el altar (Albores de la Astronomía, de Norman Lockyear).
Uno de los ideales de los primitivos arquitectos fue el del sacrificio, como puede apreciarse observando que utilizaban los más preciados materiales; y otro, el de la precisión en los trabajos. No pocas de las construcciones primitivas son obras de maravillosa habilidad técnica en las que los trabajadores realizaban una idea premeditada. Trataban ante todo de hacer eternas sus obras, por eso se leen en sus inscripciones frases como estas: “es como el cielo sobre sus cuatro puntas”, “firme como los cielos”. Es evidente que la idea predominante fue la de que toda construcción que estuviera en adecuada relación con el universo debería tener tan mágica estabilidad como la de los cielos. Recuérdese que cuando Ikhnaton fundó su nueva ciudad, mandó colocar una piedra en cada uno de sus cuatro ángulos de tal forma que formaran un cuadrado perfecto y para que perdurase eternamente. Siendo la eternidad el ideal a que se aspiraba, todo se sacrificaba a él.
Las Pirámides, que son los más antiguos, grandiosos, misteriosos y perfectos monumentos humanos, nos demuestran hasta qué extremo llegaron a realizar los egipcios sus deseos. Los siglos vienen y van, fórmanse y destrúyense los imperios, florecen y decaen las filosofías, y el hombre sigue atónito contemplando las pirámides silenciosas de Egipto, que ocultan bajo el cielo estrellado su misterio fascinador y desconcertante. El obelisco, que es una pirámide cuya base se ha transformado en fuste, ostenta lo más antiguos emblemas de la religión solar: un triángulo sobre un cuadrado. Nadie sabe por qué ni cómo esta figura llegó a venerarse; lo más que llegamos a conjeturar es que, a semejanza de la Kaaba de la Meca, fue una de las piedras sagradas. Nadie puede afirmar si con el obelisco se trataba de imitar el triángulo de luz zodiacal que a veces se percibe en el oriente a la salida y a la puesta del sol, o si se construyó como símbolo del cielo, así como el cuadrado lo era de la tierra (Churchward, dice en su obra Sings and Simbols of Primordial Man - cap. XV -, que la pirámide representaba al Cielo, Shu, de pie sobre siete escalones, habiéndose levantado el cielo de la tierra en forma de triángulo, en cada uno de cuyos vértices se situaba un dios; Sut y Shu, en la base, y Horus en el ápice, o sea en la Estrella Polar del horizonte. Esto es, verdadero en cierto aspecto; sin embargo, el emblema de la pirámide era más antiguo que Osiris, Isis y Horus, pues su origen se pierde en la noche de los tiempos). En los textos encontrados en las pirámides, el Dios Sol se representa sentado en el ápice del cielo en forma de Fénix, después de crear a todos los otros dioses. El Dios Sol es ese supremo dios a quien escribieron un notabilísimo himno de alabanza los dos arquitectos Suti y Hor (Religión and Thought in Egypt, de Breasted, conferencia IX).
La ancestral religión de la luz, que ha perdido su esplendor e inefable belleza, era el sublime misticismo de la naturaleza, que representaba como Luz al amor y a la Vida, y como tinieblas, al mal y a la muerte. Los hombres primitivos creían que la luz era la madre de la belleza, la creadora del color, el fugaz y radiante misterio del mundo, del que hablaban siempre con respeto y reverencia. Al amanecer, saludaban al sol elevando las manos al cielo y, cuando el luminar enorme se hundía en las inmensidades del desierto, lo veían marchar temerosos de que no volviera a nacer. La religión del hombre acabado de emerger de la noche tenebrosa del animalismo, consistía en adorar la Luz; su templo tenía por techumbre las estrellas, su altar era una llama refulgente, y su ritual, un himno en el que se tejía el terror a la noche con la felicidad de la luz. Jamás poeta alguno cantó a la luz más líricamente que Ikhnaton en los himnos entonados en los albores del mundo (La religión egipcia alcanzó su mayor esplendor en Ikhnaton, el “primer idealista de la historia”, gran filósofo y delicado poeta. La lírica de Ikhnaton es tan sublime, según el Dr. Breasted, como los poemas de Wordsworth y los célebres párrafos en que Ruskin celebra la divinidad de la Luz en Los Pintores Modernos - Religion and Thought in Egypt, IX conferencia). Ikhnaton fue, a despecho de la venganza de sus enemigos, la primera alma profética, solitaria y heroica, “el primer individualista”). De aquella lejana religión nos queda como reminiscencia la fe con que seguimos a la Estrella del Día y al Sol de la Justicia, nuestra esperanza en El que en la vida es la Luz del Mundo, en la noche de la muerte, la Lámpara de las Almas.
Los verdaderos fundamentos morales y materiales de la Masonería estriban precisamente en esto: en la necesidad imprescindible, en la aspiración, en la instintiva Fe, en el ardor por el Ideal y en el Amor a la Luz, que anidan en el corazón del hombre. Y bajo todos estos fundamentos yace el sentimiento de que la morada terrestre debe estar en relación con su prototipo celeste o templo del mundo, por cuya causa el hombre imita en la tierra a la eterna morada de los cielos que no fue edificada por mano alguna. Los hombres erigieron templos cuadrados para representar la imagen de la tierra; levantaron pirámides para imitar la belleza armónica del cielo, y, tomando como modelo las montañas, construyeron más tarde esas grandiosas catedrales, cuyas arcadas y columnatas nos recuerdan los panoramas del bosque. Parece lo más lógico que los instrumentos empleados por los arquitectos para expresar su fe y sus sueños por medio de la piedra fueran convirtiéndose con el tiempo en emblemas de sus pensamientos. Y no sólo los instrumentos, sino hasta las piedras que tallaban llegaron a ser símbolos sagrados. El templo no es sino una visión de la Casa de la Doctrina, ese Hogar del Alma, que, a pesar de ser invisible, está construyendo el hombre en el infinito correr de los tiempos.
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