EL DRAMA DE LA FE

FORD NEWTON

¡La unión no se ha roto!, dice la ribera a la playa.

Y así continúa la búsqueda, la búsqueda que no sabemos cómo ni cuándo ha de terminar en hallazgo. Y este hallazgo no será sino la preparación para otra búsqueda; porque durante toda nuestra existencia hemos de buscar. Siempre ha de ser utilísimo el estudio de los medios de que se han valido los que nos precedieron en el camino.
En nosotros estriba el seguir conscientemente el camino que conduce hacia Dios, a través de lo bello, de lo perfecto, de lo santo. Cuando lleguemos a la meta final llevando solamente lo que nos pertenezca y dejando atrás todo lo que no constituya nuestros verdaderos yos, descubriremos que los que fueron compañeros nuestros de fatigas están con nosotros. La meta se llama el Valle de la Paz.
Arthur Edward Waite, The Secret Tradition.

CAPÍTULO III
EL DRAMA DE LA FE

No sólo de pan vive el hombre, sino también de Esperanza, de Amor y, ante todo, de Fe. Nada hay tan pasmoso, tan persistente, apasionado y profundo como la protesta del hombre contra la muerte. Hasta en los tiempos primitivos vemos erguirse al hombre a las puertas de la tumba, luchando contra su destino y argumentando a favor de su alma. Para Emerson y Addison este hecho es prueba suficiente de la inmortalidad por revelar una intuición divina de la vida eterna. Otros, quizás no se convencerán tan fácilmente, pero a todo hombre de corazón ha de conmoverle esa ancestral y heroica fe de su raza.
En ninguna parte ha sido más vivida, más victoriosa esta fe que en Egipto (Claro que la creencia en la inmortalidad no fue una creencia sólo exclusiva de Egipto, pues en los Upanishads de la India fulgura como en las Pirámides, y por doquiera se fundamenta en el consenso de la intuición, experiencia y aspiración de la razón; pero los anales de Egipto no son, como sus monumentos, más ricos que los de las demás naciones, sino más antiguos. Además el drama de la fe nació en Egipto, de donde salió para difundirse por Tiro, Atenas y Roma. Si se quiere leer un compendio de la religión egipcia léase Egyptian Conceptions of Immortality, de G. A. Reisner, y Religion and Thought in Egypt, por J. H. Breasted). En el antiguo Libro de los Muertos, que es indudablemente el libro de la Resurrección, encontramos las palabras siguientes: “El alma va al cielo; el cuerpo, a la tierra”, creencia que es aún la esencia de nuestra religión actual. Dícese del rey Unas, que vivió en el tercer milenio: “He aquí que tú no nos has abandonado como muerto, sino como vivo.” Jamás se ha podido expresar esta creencia tan elocuentemente como en el Himno a Osiris del Papiro de Hunefer. En los textos de las Pirámides se dice que los muertos son Quienes Ascienden, y se habla de ellos como de Seres Imperecederos que brillan como astros, invocándose a los dioses para atestiguar la muerte del Rey “Que amanece como un Alma”. Hay una intensa profecía impregnada de profundo dolor, en estas entrecortadas exclamaciones escritas en los muros de las pirámides:
“Oh, tú no mueres. ¿Quién ha dicho que habías de morir?. No; el Rey Pepi no muere; sino que vive eternamente. ¡Vive! ¡Tú no morirás! ¡El se ha salvado en el día de su muerte! ¡Tú vives, tú vives! ¡Levántate! ¡Tú no pereces eternamente! ¡Tú no mueres! (Pyramid Texts, 775, 1262, 1453, 1477).
Y, sin embargo, ni la poesía, ni el canto, ni el solemne ritual han podido transformar a la muerte en cosa distinta de lo que es, ya que hasta las mismas obras encontradas en las pirámides procuran evadir la pronunciación de la palabra fatal mientras nos recuerdan aquella época feliz anterior a la muerte. Por elevada que haya sido la fe de los hombres, no pueden negar éstos el hecho fatal de la muerte del cuerpo. Los Misterios se instituyeron para conservar viva la fe en la inmortalidad, y empezaron quizás por no ser más que encantamientos; pero terminaron por elevarse a esferas de belleza en que representaban el drama de la invicta fe humana. Al observar que el sol surgía de la tumba de la noche y que la primavera volvía tras la muerte del invierno, el hombre dedujo por analogía que su raza que se sumergía en la muerte, se levantaría triunfante sobre la muerte.

I

A medida que el drama de la fe evolucionaba, iba transformándose y pasando de un país a otro; pero su Argumento fue siempre idéntico, derivándose todas las variantes del antiguo drama osírico. Osiris hizo su aparición como Señor del Nilo y fecundo Espíritu de la vida vegetal, hijo de Nut, la diosa del cielo, y de Geb, el dios de la tierra (Si se quiere estudiar la evolución de la teología osírica, desde la época en que surgió de la neblina del mito hasta su triunfo, léase Religión and Thought in Egypt, por Breasted, la última obra y quizás la más brillante, escrita a la luz de la traducción más completa de los Textos de las Pirámides - Véase especialmente la quinta conferencia -).
Nada hay más hermoso que la conquista del corazón del pueblo por este Dios. Sin embargo, no vamos a detenernos en esta historia por ahora, sino lo preciso para decir que la pasión de Osiris fue el drama de la fe nacional, bañado en los tiernos matices de la vida humana, si bien conservando aún algo de su radiación solar. Ni que decir tiene que Osiris fue el más amado de los dioses nacidos al calor de las esperanzas y terrores de los antiguos habitantes de las riberas del Nilo. Osiris, el benigno padre, Isis, su triste y fiel esposa, y Horus, el hijo lleno de piedad filial y de heroísmo, formaron la trinidad de los ideales religiosos y familiares de los egipcios. Escuchad ahora la historia del drama más antiguo de la raza, que cautivó durante más de tres mil años los corazones de los hombres (Se ha escrito muchísimo sobre los Misterios Egipcios: desde el De Iside et Osiride de Plutarco y las Metamorfosis de Apuleyo, hasta los enormes y descomunales volúmenes del Barón de Sainte Croix. Creo que las obras más populares que tratan de este asunto son: Kings and Gods of Egypt, de Moret - Capítulos III y IV - y Hermes y Platón, de Schure. Pero los dos iniciados Plutarco y Apuleyo son los autores de más confianza, a pesar de que el juramento de silencio les impidió decirnos aquello que más necesitábamos saber).
Osiris era el Dios de la Eternidad, si bien se revelaba con divina humanidad al tomar forma casi parecida a la humana. Su éxito se debió principalmente al lenguaje encantador de Isis, su hermana-esposa, a cuyos encantos no se podían sustraer los hombres. Osiris e Isis laboraron juntos para bien del hombre, enseñándole a distinguir las plantas alimenticias, prensando ellos mismos las primeras uvas y bebiendo la primera copa. Ellos le enseñaron a encontrar las ocultas venas de metal que se deslizan en la tierra para fabricar con ellas armas; ellos iniciaron al hombre en la vida moral y en la intelectual; ellos le enseñaron la ética y la religión, la astronomía, el canto, la danza y el ritmo de la música. Y, sobre todo, evocaron en el hombre el sentimiento de su inmortalidad, de su destino más allá de la tumba. Pero estos dioses tenían torpes y astutos enemigos: la sombría fuerza del mal que urde la trama del crimen hasta en los mismos confines de la vida humana.
Del mismo modo que el Mal ronda al Bien, el impío Set-Tifón seguía al dios Osiris. Mientras Osiris se hallaba ausente, Tifón - cuyo nombre significa serpiente ¬lleno de envidia y de malicia trató de usurparle el trono; pero Isis hizo fracasar su conjura, por lo que Tifón resolvió matar a Osiris. Para ello, le invitó a una fiesta, y trató de convencerle para que se tendiera dentro de un arcón que había prometido regalar al invitado que cupiera exactamente en él. Apenas Osiris se había metido dentro del arcón, los conspiradores lo cerraron y lanzaron al Nilo (Krishna es el Osiris de los indos. Los dioses del estío eran dioses benéficos que hacían fructíferos los días; pero los “tres malvados” que presidían el invierno, se salieron del zodíaco y como “se vio que no estaban en él” se les acusó de la muerte de Krishna). Hasta entonces los dioses ignoraban en qué consistía la muerte, pues aunque habían envejecido de tal modo que todos sus miembros temblaban y sus cabellos eran blancos como la nieve, ninguno había muerto. En cuanto Isis se enteró de la infernal traición, se cortó los cabellos, y, vistiéndose con una túnica de duelo, corrió de acá para allá, presa de cruel angustia en busca del cuerpo del Dios. Llorosa y enloquecida de dolor, no se detuvo jamás, ni se cansó de buscar.
Mientras tanto, las aguas del río arrastraron el arcón hasta el mar, cuyas corrientes le llevaron a Biblos, la ciudad asiría de Adonis, en donde encalló entre las ramas de un pequeño tamarindo, árbol parecido a la acacia (En la Eneida, de Virgilio, puede hallarse un sorprendente paralelo con el mito de Osiris. En los primeros tiempos de la guerra de Troya, el rey Príamo encomendó a Polimestro, rey de Tracia, la educación de su hijo Polidoro, enviándole una fuerte cantidad de dinero. Una vez destruida Troya, el rey de Tracia asesinó al joven príncipe, para apoderarse de sus riquezas, enterrándole, luego, en secreto. Eneas, que llegó a Tracia, tuvo que arrancar un arbusto y descubrió el cadáver de Polidoro. Muchas otras leyendas de casuales descubrimientos de tumbas desconocidas corrían en boca de los antiguos, quizás sugeridas por la historia de Isis). Tan enorme era el poder del cuerpo del dios que el arbusto se convirtió en árbol gigantesco envolviendo al arcón en su seno para protegerlo, hasta que el rey de aquel país mandó que cortaran el árbol e hicieran con él una columna en su palacio. Llevada por una visión a Biblos, Isis se dio a conocer y pidió la columna. De aquí que se represente a la diosa algunas veces llorando junto a una columna rota, mientras Horus, dios del Tiempo, derrama perfumes sobre su cabeza. La diosa se llevó el cadáver del dios a Bouto; pero Tifón encontró un día el arcón mientras se dedicaba a cazar a la luz de la luna, y despedazó el cuerpo de Osiris, esparciendo al azar sus pedazos. Isis, que es la encarnación del dolor universal producido por la muerte, volvió a reunir los pedazos del cadáver de su esposo y les dio sepultura. Tal fue la vida y muerte de Osiris; que no podía terminar así, por representar el ciclo de la naturaleza.
Horus luchó con Tifón y aunque perdió un ojo en el combate, lo venció, haciéndole prisionero y “partiéndolo en tres pedazos”, según dicen los textos de las pirámides. Después de lo cual el fiel hijo marchó en solemne procesión a la tumba de su padre, y, abriéndola, invocó a Osiris clamando: “¡Levántate! ¡Levántate, porque no debes morir!” Pero el muerto no le obedeció. A continuación recitan los Textos de las Pirámides el ritual mortuorio, con sus numerosos himnos y cantos. Por fin Osiris se levanta, débil y fatigado y, con ayuda de la fuerte garra del dios-león, vuelve a tener dominio sobre su cuerpo y retorna de la muerte a la vida (The Gods of the Egyptians, por E. A. W. Budge; La Place des Víctores, por Austin Fryar. Véanse las láminas en color de esta última obra).
Y, por virtud de su triunfo sobre la muerte, Osiris llega a ser el Señor del País de la Muerte, teniendo por cetro una cruz ansata, y por trono, una escuadra.

II

Tal era sucintamente la antigua alegoría de la vida eterna, que dio origen a múltiples versiones con el transcurso de los tiempos; conservando siempre el tema fundamental, a pesar de las variaciones que imponía el color local. Tergiversada a menudo, expresó por doquiera el gran ideal humano de triunfar de la muerte y unirse a Dios, conservando la creencia en la victoria final del Bien sobre el Mal. Por eso este drama cautivó a los hombres antiguos y mereció las alabanzas de los más ilustres hombres de la antigüedad: de Pitágoras, Sócrates, Platón, Eurípides, Plutarco. Píndaro, Isócrates, Epicteto y Marco Aurelio. Plutarco encomienda a su esposa en una carta, escrita a raíz de la pérdida de su hija, que ponga sus esperanzas en los ritos y símbolos místicos de este drama que le mantuvo “tan lejos de la superstición como del ateísmo”, ayudándole a acercarse a la verdad. Este drama tiene para los profundos pensadores la doble significación de la inmortalidad del alma después de la muerte, y del despertar del hombre del sueño del animalismo a la vigilia de una vida pura, justa y honrada. En el Secreto Sermón de la Montaña de la doctrina hermética puede observarse cuan noblemente se enseñaba su aspecto práctico (Quests New and Old, by G. R. S. Mead).
“¿Qué puedo decirte, hijo mío? No puedo enseñarte nada más que esto: Siempre que por gracia de Dios contemplo en mi interior la sencilla Visión, nazco a través de mí mismo, en un Cuerpo que nunca ha de morir. Entonces, soy lo que antes no era... Quienes así han nacido, hijos son de una divina raza, y, cuando Dios quiere, vuelven a recordar. Profundiza en ti mismo y encontrarás el “camino del Nacimiento en Dios. Basta querer para hallarlo”.
Se dice que Isis en persona fue quien fundó el primer templo de los Misterios; siendo los más antiguos los practicados en Menfis. Los misterios se dividían en dos clases: los Menores en los que se admitían a numerosas personas y que consistían en diálogos y ritual, con ciertos signos, toques, señas y palabras secretas, y los Mayores, reservados únicamente para quienes se hacían dignos de conocer las más altos secretos de la ciencia, de la filosofía y de la religión. En estos últimos debía pasar el candidato por diferentes pruebas, purificaciones, peligros y ascetismos, y, por último, regenerarse por medio de una muerte simbólica. Quienes soportaban valerosamente esta ordalía aprendían ya oralmente, ya por medio de símbolos la más elevada sabiduría alcanzada por los hombres, en la que se incluían la geometría, la astronomía, las artes, las leyes de la naturaleza y las verdades de la fe. Se exigían a los candidatos terribles juramentos. Plutarco dice que les obligaban a arrodillarse, con las manos y el cuerpo atados con una cuerda y que, poniéndoles un cuchillo en el cuello, les recordaban que la violación de sus promesas se castigaría con la muerte. Y tan cautos eran, que hasta el mismo Pitágoras tuvo que esperar durante veinte años para aprender la sabiduría oculta de los egipcios. Pitágoras fundó después una orden secreta en Cretona, donde enseñó, entre otras cosas, la geometría, sirviéndose de los números como de símbolos de la verdad espiritual (Pitágoras, de Schuré, es una sugestiva narración de la vida del gran pensador y maestro. No deben confundirse los números de Pitágoras con las místicas y fantásticas matemáticas de los cabalistas de la antigüedad).
Los Misterios pasaron de Egipto al Asia Menor, Grecia y Roma, sufriendo pequeños cambios y substituyendo los nombres de Osiris e Isis por los de los dioses locales. En los Misterios Eleusinos de Grecia, establecidos 1.800 años antes de nuestra era, se representaba la muerte de Dionisos por medio de un solemne ritual, según el cual se conducía al discípulo de la muerte a la vida y a la inmortalidad, al mismo tiempo que le enseñaban la doctrina de la unidad de Dios, la inmutable exigencia de la moralidad y de la vida post mortem, y se comunicaba a los iniciados con signos y palabras sagradas para que pudieran conocerse entre sí, tanto en las tinieblas como en la luz. En los Misterios Persas o Mitraicos se celebraba el eclipse del Dios-Sol, utilizando los signos del zodíaco, las procesiones de las estaciones, la muerte de la naturaleza y el nacimiento de la primavera. Parecidos eran los cultos Adoniacos o Sirios, en los que era muerto Adonis, para revivir más tarde. En los Misterios de los Cabires, celebrados en la isla de Samotracia, moría Atys a manos de sus hermanos las Estaciones, volviendo a la vida en el equinoccio de primavera. Los Druidas del norte misterioso y de Inglaterra enseñaban la tragedia sufrida por un Dios en invierno y verano, y conducían al iniciado por el valle de la muerte a la vida eterna (Si se quieren más detalles de la propagación de los Misterios de Isis y Mitra en el imperio romano, véase Roman Life from Nero to Aurelias, de Dill, - libro IV, capítulos V y VI -. Franz Cumont, la mayor autoridad sobre Mitra, escudriña en los orígenes de este culto con gran acierto, en sus obras Mysteries of Mithra y Oriental Religions. W. W. Reade, hermano del gran novelista Charles Reade, nos ha dejado un estudio de The Veil of Isis, or Mysteries of the Druids, en el que demuestra que en el Druidismo se encuentran vestigios de los símbolos masónicos).
Cercana ya la aparición de Cristo, cuando la fe iba perdiendo su influjo y el mundo parecía caminar a su destrucción, revivieron esplendorosamente las religiones de los Misterios, siendo impotentes los edictos imperiales para detener su implantación. Y, como una gigantesca marea, llegaron de Egipto y del lejano Oriente la Diosa Isis “con su miríada de hombres”, y su rival Mitra, el santo patrón de los soldados, a quien rendía homenaje la plebe. Si tratáramos de conocer las razones secretas de esta influencia mística, no podríamos dar una respuesta única. También nos sería difícil determinar qué influencia tuvieron los principales cultos de los misterios en el Cristianismo primitivo. En las obras de los Padres de la Iglesia se ve patente su influencia y algunos de los Padres llegan hasta decir que los Misterios murieron para revivir en el ritual de la Iglesia. San Pablo conoció los Misterios en sus viajes, y hasta se sirve de algunos de sus términos técnicos en las epístolas (Col. II 8¬
19. Véase Mysteries Pagan ad Christian, por C. Cheethan, y la Monumental Christianity, de Lundy, especialmente el capítulo que trata de la “Disciplina de lo Secreto”. Si se quiere leer un estudio serio sobre la actitud de San Pablo, véase St.
Paul and the Mystery-Religions, obra de gran erudición. El Cristianismo tuvo su esoterismo, como puede verse en las obras de los Padres de la Iglesia, incluso Orígenes, Cirilo, Basilio, Gregorio, Ambrosio, Augustino y otros. Crisóstomo usa la palabra iniciación con respecto a las enseñanzas cristianas, mientras que Tertuliano afirma que los misterios paganos son imitaciones espurias hechas por Satanás de los ritos y enseñanzas cristianos: “También él bautiza a los que en él creen, prometiendo que quedarán limpios de todo pecado.” Otros autores cristianos más tolerantes creían que Cristo era la respuesta a las aspiraciones de los Misterios, y de ahí que considerasen que éstos eran buenos); pero no por eso dejó de condenarlos, porque trataban de enseñar por medio de alegorías lo que sólo podía aprenderse por la experiencia espiritual, sana intuición, si bien también el drama puede ayudar a la experiencia, pues si no fuera así, el ritual del culto caería dentro de la condenación de San Pablo.

III

Al llegar su ocaso, los Misterios cayeron en el fango de la corrupción, como todas las cosas humanas; pero no cabe duda alguna de que fueron nobles y elevados, y sirvieron a elevados propósitos en sus mejores tiempos. Quien haya leído en las Metamorfosis de Apuleyo la Iniciación de Lucio en los Misterios de Isis, no podrá negar que produjo un efecto profundo y purificador en el candidato. Apuleyo nos dice que la ceremonia de la iniciación “es como padecer la muerte” y que él estuvo cerca de los dioses: “estuve cerca y les adoré”. Alejaos de aquí, profanos y todo el que esté contaminado de pecado, tal era el lema de los Misterios. Cicerón atestigua que lo que aprendían los hombres en la morada oculta, les obligaba a vivir noblemente y les llenaba de felices esperanzas para la hora de su muerte.
La fundación de los Misterios se debe a grandes genios, como dice Platón (Fedón), los cuales se esforzaron en los primeros tiempos por enseñar la pureza, por mejorar la crueldad de la raza, por refinar sus costumbres y moralidad y refrenar a la sociedad con lazos más fuertes que los que imponen las leyes humanas. No envolvieron ellos en el misterio sus enseñanzas, sino solamente los ritos, dramas y símbolos utilizados en su magisterio. Ellos enseñaron la creencia en la unidad espiritual de Dios, la soberana autoridad de la ley moral la austera disciplina del carácter, y la doctrina de la inmortalidad del alma. Estas grandes órdenes laboraron por el triunfo de la amistad, congregando a los hombres bajo la bandera de la ley moral y educándolos, para que vivieran más noblemente, a pesar de encontrarse en una época tenebrosa, en que los pueblos, las creencias y las lenguas luchaban ferozmente entre sí. Siendo la suya la más humana y tolerante de las creencias, formaron una moral universal, y crearon la fraternidad espiritual que unía a los hombres por encima de las barreras de nación, raza y credo, calmando la sed de unidad sentida por los humanos y evocando en ellos ese eterno misticismo de que nacieron todas las religiones. Sus ceremonias consistían en dramas sublimes y majestuosos, en los cuales se vertían ideas sobre la ley moral y el destino del alma, recurriendo al misterio y al secreto con objeto de causar mayor impresión en los neófitos, y velando con el cendal de la fábula y del enigma las leyes de justicia, de compasión y la esperanza en la inmortalidad.
La Masonería conserva esta tradición; y si bien no es probable que se encontrara relacionada históricamente con las grandes órdenes antiguas, es su descendiente espiritual y cumple la misma misión en nuestra época que los Misterios en el mundo antiguo. Es innegable que los Grandes Misterios fueron los precursores de la Masonería, cuyo drama es un epítome de la iniciación universal y cuyos sencillos símbolos son los depositarios de la más noble sabiduría de la humanidad. La Masonería une a los hombres en el altar de la oración, mantiene vivas las verdades que nos humanizan, y se esfuerza, recurriendo a todas las artes, por hacer tangible el poder del amor, la dignidad de la belleza y la realidad de lo ideal.

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