EL TIEMPO CAMBIADO EN ESPACIO

El tiempo desgasta en cierto modo al espacio, por un efecto del poder de contracción que representa y que tiende a reducir cada vez más la expansión espacial a la cual se opone; pero, en esta acción contra el principio antagonista, el tiempo mismo se desenvuelve con una velocidad siempre creciente, ya que, lejos de ser homogéneo como lo suponen aquellos que no le consideran más que desde el punto de vista cuantitativo únicamente, está al contrario «cualificado» de una manera diferente en cada instante por las condiciones cíclicas de la manifestación a la que pertenece. Esta aceleración deviene más visible que nunca en nuestra época, porque se exagera en los últimos periodos del ciclo, pero, de hecho, existe constantemente desde el comienzo hasta el fin de éste; así pues, se podría decir que el tiempo no solo contrae al espacio, sino que se contrae también él mismo progresivamente; esta contracción se expresa por la proporción decreciente de los cuatro Yugas, con todo lo que implica, comprendida ahí la disminución correspondiente de la vida humana. Se dice a veces, sin duda sin comprender la verdadera razón de ello, que hoy día los hombres viven más rápido que antaño, y eso es literalmente verdad; en el fondo, la prisa característica que los modernos ponen en todas las cosas no es más que la consecuencia de la impresión que sienten confusamente de que ello es así.
En su grado más extremo, la contracción del tiempo desembocaría en reducirle finalmente a un instante único, y entonces la duración habría dejado de existir verdaderamente, ya que es evidente que, en el instante, ya no puede haber ninguna sucesión. Es así como «el tiempo devorador acaba por devorarse a sí mismo», de suerte que, en el «fin del mundo», es decir, en el límite mismo de la manifestación cíclica, «ya no hay más tiempo»; y por eso también es por lo que se dice que la «muerte es el último ser que morirá», ya que allí donde no hay sucesión de ningún tipo, ya no hay tampoco muerte posible. Desde que la sucesión está detenida, o desde que, en términos simbólicos, «la rueda ha cesado de girar», todo lo que existe no puede estar más que en perfecta simultaneidad; así pues, la sucesión se encuentra transmutada en cierto modo en simultaneidad, lo que se puede expresar también diciendo que «el tiempo se ha cambiado en espacio». Así, un «vuelco» se opera en último lugar contra el tiempo y en provecho del espacio: en el momento mismo en que el tiempo parecía acabar de devorar al espacio, es al contrario el espacio el que absorbe al tiempo; y eso es, se podría decir refiriéndose al sentido cosmológico del simbolismo bíblico, la revancha final de Abel sobre Caín.
Una suerte de «prefiguración» de esta absorción del tiempo por el espacio, ciertamente muy inconsciente en sus autores, se encuentra en las recientes teorías físicomatemáticas que tratan el complejo «espacio-tiempo» como constituyendo un conjunto único e indivisible; por lo demás, lo más frecuentemente, se da de esas teorías una interpretación inexacta, al decir que consideran el tiempo como una «cuarta dimensión» del espacio. Sería más justo decir que consideran el tiempo como comparable a una «cuarta dimensión», en el sentido de que, en las ecuaciones del movimiento, juega el papel de una cuarta coordenada que se agrega a las tres coordenadas que representan las tres dimensiones del espacio; es bueno destacar que esto corresponde a la representación geométrica del tiempo bajo una forma rectilínea, cuya insuficiencia hemos señalado precedentemente, y ello no puede ser de otro modo, en razón del carácter puramente cuantitativo de las teorías de que se trata. Pero lo que acabamos de decir, aunque rectifica hasta un cierto punto su interpretación «vulgarizada», no obstante es inexacto también: en realidad, lo que juega el papel de una cuarta coordenada no es el tiempo sino lo que los matemáticos llaman el «tiempo imaginario»; y esta expresión, que no es en sí misma más que una singularidad de lenguaje que proviene del empleo de una notación completamente «convencional», toma aquí una significación bastante inesperada. En efecto, decir que el tiempo debe devenir «imaginario» para ser asimilable a una «cuarta dimensión» del espacio, no es otra cosa, en el fondo, que decir que para eso es menester que deje de existir realmente como tal, es decir, que la transmutación del tiempo en espacio no es realizable propiamente más que en el «fin del mundo».
De eso se podría concluir que es perfectamente inútil buscar lo que puede ser una «cuarta dimensión» del espacio en las condiciones del mundo actual, lo que tiene al menos la ventaja de cortar de raíz todas las divagaciones «neoespiritualistas» de las que hemos dicho algunas palabras más atrás; ¿pero es menester concluir de ello que la absorción del tiempo por el espacio debe traducirse efectivamente por la agregación a éste de una dimensión suplementaria, o eso no es también más que una «manera de hablar»? Todo lo que es posible decir a este respecto, es que, puesto que la tendencia expansiva del espacio ya no es contrariada ni restringida por la tendencia compresiva del tiempo, el espacio debe recibir naturalmente, de una manera o de otra, una dilatación que lleve en cierto modo su indefinidad a una potencia superior; pero no hay que decir que en eso se trata de algo que no podría ser representado por ninguna imagen tomada al dominio corporal. En efecto, puesto que el tiempo es una de las condiciones determinantes de la existencia corporal, es evidente que, desde que es suprimido, se está por ahí mismo fuera de este mundo; se está entonces en lo que hemos llamado en otra parte un «prolongamiento» extracorporal de este mismo estado de existencia individual del que el mundo corporal no representa más que una simple modalidad; y, por lo demás, eso muestra que el fin de este mundo corporal no es en modo alguno el fin de este estado considerado en su integralidad. Es menester ir más lejos: el fin de un ciclo tal como el de la humanidad actual no es verdaderamente el fin del mundo corporal mismo más que en un cierto sentido relativo, y solo en relación a las posibilidades que, al estar incluidas en este ciclo, han acabado entonces su desarrollo en modo corporal; pero, en realidad, el mundo corporal no es aniquilado, sino «transmutado», y recibe inmediatamente una nueva existencia, puesto que, más allá del «punto de detención» que corresponde a ese instante único donde el tiempo ya no es, «la rueda recomienza a girar» para el transcurso de otro ciclo.
Otra consecuencia importante a sacar de estas consideraciones, es que el fin del ciclo es «intemporal» así como lo es su comienzo, lo que, por lo demás, es exigido por la rigurosa correspondencia analógica que existe entre estos dos términos extremos; y es así como este fin es efectivamente, para la humanidad de este ciclo, la restauración del «estado primordial», lo que indica, por otra parte, la relación simbólica de la «Jerusalem celeste» con el «Paraíso terrestre». Es también el retorno al «centro del mundo», que es manifestado exteriormente, en las dos extremidades del ciclo, bajo las formas respectivas del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalem celeste», con el árbol «axial» elevándose igualmente en el medio del uno y de la otra; en todo el intervalo, es decir, en el transcurso mismo del ciclo, este centro está al contrario oculto, y lo está incluso cada vez más, porque la humanidad ha ido alejándose gradualmente de él, lo que, en el fondo, es el verdadero sentido de la «caída». Por lo demás, este alejamiento no es más que otra representación de la marcha descendente del ciclo, ya que, puesto que el centro de un estado tal como el nuestro es el punto de comunicación directa con los estados superiores, es al mismo tiempo el polo esencial de la existencia en ese estado; así pues, ir de la esencia hacia la substancia, es ir del centro hacia la circunferencia, de lo interior hacia lo exterior, y también, como la representación geométrica lo muestra claramente en este caso, de la unidad hacia la multiplicidad.
El Pardes, en tanto que «centro del mundo», es, según el sentido primero de su equivalente sánscrito paradêsha, la «región suprema»; pero es también, según una acepción secundaria de la misma palabra, la «región lejana», desde que, por la marcha del proceso cíclico, ha devenido efectivamente inaccesible a la humanidad ordinaria. En efecto, en apariencia al menos, es lo más alejado que hay, puesto que está situado en el «fin del mundo» en el doble sentido espacial (puesto que la cima de la montaña del «Paraíso terrestre» toca a la esfera lunar) y temporal (puesto que la «Jerusalem celeste» desciende sobre la tierra en el fin del ciclo); no obstante, en realidad, es siempre lo que está más próximo, puesto que no ha dejado de estar nunca en el centro de todas las cosas, y esto marca la relación inversa del punto de vista «exterior» y del punto de vista «interior». Únicamente, para que esta proximidad pueda ser realizada de hecho, es menester necesariamente que la condición temporal sea suprimida, puesto que es el desenvolvimiento mismo del tiempo, conformemente a las leyes de la manifestación, el que ha traído el alejamiento aparente, y puesto que, por lo demás, el tiempo, por la definición misma de la sucesión, no puede remontar su curso; la liberación de esta condición es siempre posible para algunos seres en particular, pero, en lo que concierne a la humanidad (o más exactamente a una humanidad) tomada en su conjunto, implica evidentemente que ésta ha recorrido enteramente el ciclo de su manifestación corporal, y no es sino entonces cuando puede, con todo el conjunto del medio terrestre que depende de ella y que participa en la misma marcha cíclica, ser reintegrada verdaderamente al «estado primordial» o, lo que es la misma cosa, al «centro del mundo». Es en este centro donde «el tiempo se cambia en espacio», porque es aquí donde está el reflejo directo, en nuestro estado de existencia, de la eternidad principial, lo que excluye toda sucesión; la muerte tampoco puede alcanzarle, y por consiguiente, es propiamente también la «morada de la inmortalidad»; todas las cosas aparecen aquí en perfecta simultaneidad en un inmutable presente, por el poder del «tercer ojo», con el que el hombre ha recobrado el «sentido de la eternidad».

Rene Guenon

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