La misma mentalidad moderna, en todo lo que la caracteriza específicamente como tal, no es en suma, repitámoslo todavía una vez más (pues éstas son cosas sobre las que no se podría nunca insistir demasiado), más que el producto de una vasta sugestión colectiva, que, al ejercerse continuamente en el transcurso de varios siglos, ha determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, en el cual se resume en definitiva todo el conjunto de los rasgos distintivos de esta mentalidad. Pero, por muy poderosa y hábil que sea esta sugestión, puede sin embargo llegar un momento en el cual el estado de desorden y de desequilibrio que resulta llegue a ser tan aparente que algunos no puedan dejar ya de darse cuenta, y entonces se corre el riesgo de que se produzca una reacción que comprometa este mismo resultado; parece que las cosas estén hoy día justamente en ese punto, y es notable que este momento coincida precisamente, por una especie de lógica inmanente, con aquel en donde se termina la fase pura y simplemente negativa de la desviación moderna, representada por la dominación completa e indiscutible de la mentalidad materialista. Es aquí donde interviene eficazmente, para desviar esta reacción del objetivo hacia el cual tiende, la falsificación de la idea tradicional, hecha posible por la ignorancia de la que hablábamos antes, y que ella misma no es más que uno de los efectos de la fase negativa: la idea misma de la tradición ha sido destruida hasta tal punto que aquellos que aspiran reencontrarla no saben ya hacia qué lado dirigirse, y están demasiado dispuestos a aceptar todas las falsas ideas que se les presenten en su lugar y bajo su nombre. Estos mismos se han dado cuenta, al menos hasta cierto punto, que habían sido engañados por las sugestiones abiertamente antitradicionales, y que las creencias que les habían sido así impuestas no representaban más que error y decepción; hay aquí ciertamente algo en el sentido de la reacción que acabamos de decir, pero, a pesar de todo, si las cosas quedan aquí, ningún resultado efectivo puede inferirse de ello. Uno se apercibe bien de esto leyendo los escritos, cada vez menos raros, donde se encuentran las más justas críticas respecto de la civilización actual, pero en los cuales, como lo dijimos ya anteriormente, los medios considerados para remediar los males así denunciados tienen un carácter extrañamente desproporcionado e insignificante, infantil incluso en cierta manera: proyectos escolares o académicos, podría decirse, pero nada más, y, sobre todo, nada que testimonie el menor conocimiento de orden profundo. Es en esta fase cuando el esfuerzo, por muy loable y meritorio que sea, puede fácilmente dejarse desviar hacia actividades que, a su manera y a pesar de ciertas apariencias, no harán más que contribuir finalmente a aumentar todavía el desorden y la confusión de esta civilización de la cual ellas están consideradas como las que deben obrar el enderezamiento.
Aquellos de los que acabamos de hablar son a los que se puede calificar propiamente de tradicionalistas, es decir aquellos que tienen solamente una especie de tendencia o aspiración hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta; se puede medir por ello toda la distancia que separa el espíritu tradicionalista del verdadero espíritu tradicional, que implica esencialmente por el contrario tal conocimiento, y que de alguna manera no es más que uno con este mismo conocimiento. En suma, el tradicionalista no es y no puede ser más que un simple buscador, y es por esto por lo que está siempre en peligro de perderse, al no estar en posesión de los principios que serían los únicos que le darían una dirección infalible; y este peligro será naturalmente tanto mayor conforme vaya encontrando en su camino, a modo de otras tantas asechanzas, todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de la ilusión que tiene un interés capital de impedirle alcanzar el verdadero término de su búsqueda. Es evidente, en efecto, que este poder no puede mantenerse y continuar ejerciendo su acción más que a condición de que toda restauración de la idea tradicional se vuelva imposible, y esto más que nunca en el momento en que se prepara a ir más lejos en el sentido de la subversión, lo que constituye, como lo hemos explicado, la segunda fase de esta acción. Por lo tanto, es igualmente importante para él desviar las búsquedas que tienden hacia el conocimiento tradicional, como por otra parte aquellas que, conduciendo a los orígenes y a las causas reales de la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar algo de la propia naturaleza del conocimiento tradicional y de sus medios de influencia; hay aquí, para este poder, dos necesidades en cierta manera complementarias la una de la otra, y que se podrían incluso considerar, en el fondo, como los dos aspectos positivo y negativo de una misma exigencia fundamental de su conquista.
Todos los empleos abusivos de la palabra tradición pueden, en uno u otro grado, servir para este fin, comenzando por el más vulgar de todos, aquel que la hace sinónimo de costumbre o de uso, trayendo con ello una confusión de la tradición con las cosas más básicamente humanas y más completamente desprovistas de todo sentido profundo. Pero hay otras deformaciones más sutiles, y por ello mismo más peligrosas; todas tienen por otra parte como carácter común el hacer descender la idea de tradición a un nivel puramente humano, mientras que, totalmente al contrario, no hay y no puede haber en ella algo verdaderamente tradicional que no sea lo que implica un elemento de orden supra-humano. Este es en efecto el punto esencial, el que constituye de alguna manera la definición misma de tradición y de todo lo que se relaciona con ella; y esto es también, por supuesto, lo que es necesario a cualquier precio impedir que se reconozca para mantener a la mentalidad moderna en sus ilusiones, y con mayor razón para darle también noticias, que, muy lejos de concordar con una restauración de lo supra-humano, deberán por el contrario dirigir más efectivamente esta mentalidad hacia las peores modalidades de lo infra-humano. Por otra parte, para convencerse de la importancia que se le da a la negación de lo supra-humano por los agentes conscientes e inconscientes de la desviación moderna, no hay más que ver en qué medida todos aquellos que pretenden hacerse los historiadores de las religiones y de las otras formas de la tradición (que confunden por lo demás generalmente bajo el mismo nombre de religiones) se encarnizan ante todo en explicarlas mediante factores exclusivamente humanos; poco importa que según las escuelas estos factores sean psicológicos, sociales u otros, e incluso la multiplicidad de explicaciones así presentadas permite seducir más fácilmente a un mayor número; lo que es constante, es la voluntad bien firme de reducir todo a lo humano y de no dejar que subsista nada que vaya más allá; y los que creen en el valor de esta crítica destructiva están dispuestos desde ese momento a confundir la tradición con cualquier cosa, puesto que, en la idea que se les ha inculcado de ella, no existe en efecto nada que pueda distinguirla realmente de lo que está desprovisto de todo carácter tradicional.
Desde el momento que todo lo que es de orden puramente humano no podría, por esta misma razón, ser legítimamente calificado de tradicional, no puede haber, por ejemplo, ni tradición filosófica, ni tradición científica en el sentido moderno y profano de esta palabra; y, bien entendido, no puede haber tampoco tradición política, al menos allí donde falta toda organización social tradicional, lo que es el caso del mundo occidental actual. Estas son sin embargo algunas de las expresiones que se emplean corrientemente hoy día, y que constituyen otras tantas desnaturalizaciones de la idea de la tradición; y va de suyo que, si los espíritus tradicionalistas de los que hablábamos anteriormente pueden ser conducidos a que dejen que se desvíe su actividad hacia uno u otro de estos dominios y a que limiten aquí todos sus esfuerzos, sus aspiraciones se encontrarán así neutralizadas y vueltas perfectamente inofensivas, eso si incluso no son a veces utilizadas, sin ellos saberlo, en un sentido totalmente opuesto a sus intenciones. En efecto, sucede que hasta se llega a aplicar el nombre de tradición a cosas que, por su misma naturaleza, son tan netamente antitradicionales como ello es posible: es así que se habla de tradición humanista, o aún de tradición nacional, mientras que el humanismo no es otra cosa que la negación misma de lo supra-humano, y la constitución de las nacionalidades ha sido el medio empleado para destruir la organización social tradicional de la Edad Media. ¡No habría por qué sorprenderse, en estas condiciones, si se llegara algún día a hablar de tradición protestante, o incluso de tradición laica o de tradición revolucionaria, o también si los mismos materialistas acabaran por proclamarse los defensores de una tradición, aunque no fuera más que en calidad de representantes de algo que pertenece ya en gran parte al pasado! Al grado de confusión mental al que ha llegado la gran mayoría de nuestros contemporáneos, las asociaciones de palabras más manifiestamente contradictorias no tienen ya nada que pueda hacerlas retroceder, ni incluso que pueda hacerlas motivo de reflexión.
Esto nos lleva además directamente a otra observación importante: cuando algunos, habiéndose apercibido del desorden moderno, constatando el grado demasiado visible en el que se encuentra actualmente (sobre todo después que ha sido sobrepasado el punto correspondiente al máximo de solidificación), quieren reaccionar de una u otra manera, el mejor medio de hacer ineficaz esta necesidad de reacción ¿no es acaso orientarla hacia alguna de las fases anteriores y menos avanzadas de la misma desviación, donde este desorden no había devenido aún tan aparente y se presentaba, valga la expresión, bajo apariencias más aceptables para quien no ha sido completamente cegado por ciertas sugestiones? Todo tradicionalista de intención debe normalmente afirmarse antimoderno, pero puede que no por ello deje de estar menos afectado él mismo, sin darse cuenta, por las ideas modernas bajo alguna forma más o menos sutil, y por esto mismo más difícilmente discernible, pero que sin embargo corresponden siempre de hecho a una u otra de las etapas que estas ideas han recorrido en el curso de su desarrollo; aquí no es posible concesión alguna, incluso involuntaria o inconsciente, ya que, desde su punto de partida a su resultado actual, e incluso aún más allá de éste, todo se mantiene y se encadena inexorablemente. A propósito de lo cual, añadiremos además esto: el trabajo que tiene por objetivo impedir toda reacción que apunte más lejos que la vuelta a un menor desorden, disimulando por otra parte el carácter de éste y haciéndolo pasar por el orden, se une perfectamente con el trabajo que ha sido realizado, por otro lado, para hacer penetrar el espíritu moderno en el interior mismo de lo que puede subsistir todavía, en Occidente, de las organizaciones tradicionales de todo orden; el mismo efecto de neutralización de las fuerzas cuya oposición podría temerse es obtenido igualmente en ambos casos. Ni siquiera es suficiente con hablar de neutralización, ya que, de la lucha que debe tener lugar inevitablemente entre elementos que se encuentran llevados de esta manera por así decir al mismo nivel y sobre el mismo terreno, y cuya hostilidad recíproca no representa ya por esto mismo, en el fondo, más que la que puede existir entre producciones diversas y aparentemente contrarias de la misma desviación moderna, no podrá salir finalmente sino un nuevo acrecentamiento del desorden y de la confusión, y esto no será aún más que un nuevo paso hacia la disolución final.
Entre todas las cosas más o menos incoherentes que se agitan y chocan entre sí actualmente, entre todos los movimientos exteriores sea cual fuere su género, no hay pues en modo alguno, desde el punto de vista tradicional o incluso simplemente tradicionalista, que tomar partido, según la expresión empleada comúnmente, ya que eso sería dejarse engañar; y mezclarse en las luchas deseadas y dirigidas invisiblemente por las mismas influencias que se ejercen en realidad detrás de todo esto sería propiamente hacerles el juego; el sólo hecho de tomar partido en estas condiciones constituiría ya en definitiva, por inconsciente que ello fuese, una actitud verdaderamente antitradicional. No queremos hacer aquí ninguna aplicación particular, pero debemos al menos constatar, de manera totalmente general, que, en todo esto, los principios faltan igualmente en todas partes, aunque seguramente nunca se haya hablado tanto de principios como se hace hoy día por todos los lados, aplicando más o menos indistintamente esta designación a todo aquello que menos la merece, e incluso a veces a lo que implica por el contrario la negación de todo verdadero principio; y este otro abuso de una palabra es además muy significativo en cuanto a las tendencias reales de esta falsificación del lenguaje de la cual la tergiversación de la palabra tradición nos ha suministrado un ejemplo típico, y sobre el cual debíamos insistir más particularmente porque es el que está más directamente ligado al tema de nuestro estudio, en tanto que éste debe dar una visión de conjunto de las últimas fases del descenso cíclico. No podemos, en efecto, detenernos en el punto que representa propiamente el apogeo del reino de la cantidad, ya que lo que le sigue se relaciona demasiado estrechamente con lo que le precede como para que pueda separárselo de otro modo que no sea de una manera totalmente artificial; no hacemos abstracciones, lo cual no es en suma más que otra forma de la simplificación tan querida por la mentalidad moderna, sino que queremos por el contrario considerar, tanto como sea posible, la realidad tal cual es, sin quitarle nada esencial para la comprensión de las condiciones de la época actual.
Traducción: Miguel A. Aguirre
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