OLSWALD WIRTH
Doña Gina Lombroso, hija y colaboradora del célebre antropólogo, nos ha remitido un estudio sobre el Alma de la Mujer que ayuda a comprender la ley del binario a la que aluden las dos columnas Jakin y Bohaz, levantadas a la izquierda y a la derecha del templo de Salomón.
Los Francmasones atribuyen suma importancia a esta dualidad, imagen de los extremos abstractos o subjetivos entre los cuales se desenvuelve la realidad concreta y objetiva. Los Masones que han penetrado el significado de los misterios dividen lo que es uno para poder discernir y comprobar; pero estas distinciones indispensables a nuestra función mental no deben ser motivo de ilusiones. Las abstracciones, hijas de nuestra mente, marcan los límites de lo real, del mismo modo que las columnas de Hércules pretendían marcar los límites del mundo conocido.
Cuando hablamos de activo, de pasivo, de espíritu y de materia, de bien y de mal, debemos tener buen cuidado de no objetivar nuestros conceptos más allá de la realidad. Todo cuanto existe es necesariamente mediano y mixto, a la vez activo y pasivo, espíritu y materia, bien y mal.
A la luz de estos principios, tan familiares a los iniciados, podemos aplicar las distinciones teóricas de doña Gina Lombroso en el terreno de una sana aplicación a la práctica. Cuando nos representamos las características de la masculinidad por un lado, y de la femineidad por el otro, bueno es recordar que no los encontramos realizados en ser alguno humano. Podemos concebir la humanidad como situada entre dos polos inaccesibles, la masculinidad pura y la femineidad.
Esta polarización masculina y femenina repercute en los individuos y vemos según los casos, predominar una u otra, con el bien entendido, que la mayor masculinidad realizada lleva consigo siempre algo de femineidad, de igual manera que la femineidad queda también modificada por ciertas influencias masculinas. Tanto los hombres como las mujeres llevamos un atavismo masculino y femenino a la vez, de tal manera, que desde el punto de vista psíquico, somos en realidad andróginos con predominio masculino o femenino.
De no ser así, resultaría imposible la vida; las exageraciones de la masculinidad o de la femineidad harían del todo imposible la armonía, la buena inteligencia y la fusión entre los seres. Insensible y brutal, el hombre tiranizaría a la mujer sin miramientos hasta que lograra ella feminizarle. Esta feminización es, por otra parte, fatal en virtud de lo que llaman los ocultistas choque de rechazo. El hipnotizador que se alaba de su poder pretendiendo que el sujeto es su cosa, no se da cuenta que a su vez ha pasado en parte en poder de su instrumento pasivo.
A toda influencia puesta en juego corresponde una contrainfluencia recibida y esta constatación entra de lleno en las aplicaciones de la ley del binario iniciático. Por la virtud de su sumisión y de su dulzura, la mujer obtiene predominio sobre el hombre y le impone la civilización. Hechicera por instinto, ha sabido adivinar que su fuerza estriba precisamente en su resignación en el dolor como en el artificio y, como nada se pierde, el triunfo de la mujer queda asegurado en el dominio espiritual, gracias a las virtudes operativas de la femineidad. ¿No se dijo acaso que su pie aplastaría algún día la cabeza de la serpiente, o sea, el egoísmo del macho?
No es ésta precisamente la tesis de doña Gina Lombroso; establece una comparación entre el hombre, egocentrista, y la mujer, alterocentrista. El significado de estas palabras nos da a entender que la mujer busca por centro de sus deseos y de su ambición, no su misma persona, sino otra distinta que ama o de quien anhela el amor: marido, hijos, padre, amigo.
El hombre, al contrario, hace de sí mismo, de sus intereses, de sus placeres, de sus ocupaciones, el centro del mundo en donde vive. Este doble punto de partida de masculinidad y femineidad se refleja en los individuos de uno y otro sexo y de ahí que convenga en la práctica imponer ciertos temperamentos a la distinción, teóricamente muy acertada, de doña Gina Lombroso.
En el hombre predomina el ardor sulfuroso de los alquimistas; es un centro de acción autónomo cuya organización responde perfectamente a la conquista del mundo externo. Dominado por lo que apetece, por lo que considera deseable, se lanza a la realización de sus aspiraciones sin consideraciones de ninguna clase para él mismo como para los demás. Tanto la debilidad como la sensibilidad le inspiran tan sólo desprecio, por ser por naturaleza rudo, grosero y hasta cierto punto salvaje.
Por fortuna el hombre es sociable y siente la necesidad de unir sus esfuerzos a los de sus semejantes, lo que explica sus tendencias a la disciplina, la inclinación que siente para los grupos y las colectividades organizadas.
Añadiremos que el hombre razona y da presa a la argumentación; le interesan las abstracciones; fácilmente llega a considerarlas como reales, de tal manera que muy a menudo es juguete de sus concepciones quiméricas.
¿Y la mujer? En lugar de obrar por impulso propio, sus determinaciones son casi siempre consecuencia de las influencias externas y su tónica es recibir todo lo que viene del exterior. Su naturaleza atrae el influjo penetrante del mercurio de los Herméticos; los materiales que va acumulando no proceden de su fuero propio; son como quien dice prestados y de ahí el altruismo femenino, diametralmente opuesto al egoísmo masculino. Este último procede de la convicción de pertenecerse a sí mismo, sentimiento que la mujer rechaza por naturaleza. Esta quiere siempre entregarse y es feliz cuando el hombre la posee.
Pero aquí interviene la ley del Binario, en virtud de la cual no puede uno dar sin recibir, en medida estrictamente equivalente, ni recibir sin venir obligado a la restitución en una forma u otra. La mujer, al abandonarse con abnegación, atrae por lo tanto de un modo irresistible. La atracción puede muy bien no ser inmediata y corre el riesgo de no producir los efectos soñados por la interesada, pero nada se pierde, en la esfera de los sentimientos como en el dominio material; esto nos explica la influencia innegable de la mujer en todas las épocas.
Hecha la mujer no para ejercer el mando ni para conquistar la tierra, sino para fundar un hogar y reproducir la especie, sus preocupaciones son opuestas a las del hombre. Se esfuerza en ser agradable, en cautivar por la dulzura, buscando en resumidas cuentas, el amor de los otros a fin de poder amar. La maternidad es el eje normal de su existencia; por instinto rodea al hombre de seducciones, a fin de atraerle y de conseguir la familia indispensable a su ternura.
En razón de su función de madre, la mujer limita su cariño al estrecho círculo de los suyos. No es sociable en tan alto grado como el hombre: el sentimiento de franco compañerismo, tan natural entre los varones, no cuadra bien con la sensibilidad femenina.
Menos sensitivo, el hombre es de temperamento pacífico y soporta con indulgencias los pequeños defectos de sus compañeros de lucha y de trabajo. Siente la fraternidad y se complace en desempeñar su papel de comparsa en este concierto de mutua admiración que caracteriza las agrupaciones masculinas. No sucede lo mismo con la mujer. Temiendo en todas una rival, guarda una actitud defensiva con las personas de su sexo y las observa sin gran benevolencia, pronta a recoger y aún a amplificar la menor impresión desagradable. En esto no hace más que obedecer los impulsos de una organización más refinada.
Sintiendo y adivinando muchas cosas que no afectan la sensibilidad más grosera del hombre, se alarma también con más facilidad. Poco dispuesta a seguir punto por punto las demostraciones lógicas, o le vengan con la elaboración lenta y metódica del pensamiento: éste le viene a la mente como formulado de antemano. El cerebro femenino funciona a la inversa del cerebro masculino. No supone esto inferioridad intelectual para unos ni otros, y la intelectualidad femenina produce resultados tan dignos de admiración como los más notables que tiene a su activo la intelectualidad masculina.
La masculinidad y la femineidad mentales se combinan en dosis muy variables en los individuos de ambos sexos. Muy pocas son las mujeres cuyo cerebro es estrictamente femenino, y también, por fortuna, los hombres distan mucho de pensar únicamente según la tendencia de su sexo. La intelectualidad más equilibrada será, desde luego, la que participará en proporciones armoniosas, del razonamiento masculino y de la intuición femenina.
Sin embargo, las especializaciones, hasta las más exageradas, tienen su utilidad cuando se completan y producen la afinidad entre los contrarios, fuente eterna de fusión en todos los dominios entre la masculinidad y la femineidad.
No queda más, por ahora, que sacar de lo que antecede la moraleja relativa a la Iniciación femenina.
El Alma de la Mujer nos ayudará a resolver este problema.
Después de leer este libro parece producente renunciar al ensueño de una Masonería femenina, con sus secretos propios y completamente desinteresada de la cooperación masculina.1
El hombre puede prescindir de la mujer para las empresas propias de su sexo. No quiere admitirla en un lugar que, a su juicio, no le corresponde, y en esto tiene razón. La mujer, por el contrario, no quiere prescindir del hombre, puesto que tan sólo por él vive. Las mujeres no se sienten atraídas unas hacia otras y no aspiran poco ni mucho a juntarse, en vista de ejercer sobre el mundo en su conjunto una influencia colectiva transformadora. Comprenden perfectamente que su esfera de acción debe limitarse a estos seres humanos que tienen a su alrededor. Tienen el poder de formar el alma de estos seres.
Hechiceras inconscientes van amasando las almas y operan unas invisibles metamorfosis de innegable realidad. De un bruto hacen un civilizado, de un guerrero sanguinario un héroe animado de los más nobles sentimientos caballerescos. La acción de la mujer se manifiesta en el mundo a través del hombre. Para ella el hombre lo es todo; sobre él concentra sus potencias todas, y si el hombre es grande lo debe a la mujer.
Entonces ¿qué podemos hacer para la mujer aún siendo Iniciados? Enseñarlo lo que sabemos y luego dejarla y que obre siguiendo los dictados de su naturaleza. En el pasado cupo encontrar el camino para llegar al corazón del hombre y bajo su influencia el hombre amoldó su conducta al ideal femenino.
La mujer de hoy día vale tanto como sus hermanas de antaño y a buen seguro le seremos deudores de esta regeneración que anhelan los pueblos hastiados de masculinismo exagerado.
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