EL ÚLTIMO TÉRMINO

FORT NEWTON - La Religión de la Masonería


CAPÍTULO VII
EL ÚLTIMO TÉRMINO
I

Lentamente el Templo se levanta sin el son de hachas ni martillos, como monumento de muchas vidas, el ideal y meta de la Masonería, el último término. ¿Pero qué de los constructores?. Van muriendo, como ha de morir todo cuanto vive y pasan de la naturaleza a la eternidad. El Templo permanece y los constructores fenecen, aunque perduran como piedras vivas en los arcos y en el altar. Una generación sigue a otra, y cada época deja la obra incompleta y cada obrero deja su marca. Cada uno hace bien o mal su obra, deposita su caja de herramientas y desaparece llevándose su blanco mandil. Cada cual se marcha solo, y aunque amigos y hermanos le siguen hasta el borde de las tinieblas, se vuelven entristecidos. El padre deja a su hijo, el maestro a sus oficiales y aprendices, y el masón la suave luz de su Logia. Trabajamos juntos, y morimos en soledad. Los soldados marchan a la batalla con tacto de codos, y cada cual muere individualmente sin que nadie comparta el último e inefable suspiro que su alma dirige al nativo hogar. Muere »1 soldado, pero el ejército sigue su marcha al redoble del tambor y ondeando sus banderas hasta alcanzar la victoria o sufrir la derrota. El obrero muere, pero el Templo se alza con sus columnas y sus arcos, y su cúpula asume nebulosa forma en nuestros sueños.
El Templo se alza; pero ¿en dónde están los constructores que en su belleza soñaron, y solícita y amorosamente labraron sus piedras con el nivel y la escuadra?. ¿Qué importa que el rey Salomón en el pináculo de su gloria proyectara y construyera un Templo y con himnos y sacrificios lo dedicara a la santidad de Dios, si con toda su realeza cayó en el insensible polvo que ni piensa ni conoce?. ¿Qué importa que el maestro constructor derramase sobre el Templo su talento y su amor con toda la habilidad de su arte, trabajando pacientemente en continua oración, si cayó anegado en su propia sangre y no ve el Templo majestuosamente erigido a la luz del sol ni acariciado por el suave misticismo de la noche?.
Pero cabe otra pregunta cuya respuesta entraña profundísimos resultados morales que igualmente afectan al honor de Dios y al orden moral del mundo. Salomón experimentó el gozo de proyectar el Templo y el Maestro constructor tuvo intenso placer en emplear sus poderosas facultades en construirlo; pero ¿qué de la multitud de obreros que se esforzaron en realizar el proyecto labrando las piedras, soportando cargas, sentenciados al penoso trabajo a que siempre estuvo sujeto el obrero manual?. ¿Acaso murieron y cesaron de ser, hundiéndose en un borroso e indistinguible montón de polvo, desconocidos y olvidados, dejando tan sólo una débil marca para mostrar que vivieron estos fieles operarios y desaparecieron como barridos escombros?. ¡No! La Masonería no lo considera así. Por la naturaleza de Dios en cuya loanza fue construido y consagrado el Templo, por el mérito de cada obrero que añadió su amor y su trabajo a la fábrica, por la justicia de Dios, firma la Masonería que también son inmortales los constructores. Vivían como piedras vivas en el Templo, pero a medida que en él trabajaban iban construyendo en su propio ser un templo tan imperecedero como el que externamente construían. Además ni el Templo ni su ritual no son de por sí fines, sino medios conducentes a la finalidad de cada operario, aun el más humilde, llegue a ser un santuario de fe, una urna de amor y un altar de pureza, compasión y verdad. Eternamente se alza el Templo y con él sus constructores que participan de su hermosura y de sus promesas.
Dice C. R. Kennedy en The Servant in the House:
A veces prosigue la obra en profunda oscuridad y otras en ofuscante luz; tan pronto bajo la pesadumbre de indecible angustia, como al son de joviales risas y heroicas y tronantes aclamaciones. A veces, en el silencio de la noche, se puede oír el suave martilleo de los compañeros que se adelantaron a escalar la cúpula y en ella trabajan.

II
Si el hombre muere ¿volverá a vivir?. A esta antigua y doliente pregunta, que así mismo se hizo el primer hombre que vio morir a su prójimo, responde afirmativamente la Masonería porque Dios es Dios y el hombre es el hombre y la vida es lo que es (1). En cuanto reconocemos que da dignidad, valor y significado a la vida, ya no se necesita argumentar en favor de la inmortalidad, y mientras no lo reconocemos, es inútil todo argumento. La fe afirma el valor de la vida. La religión realiza el valor de la vida. En el fondo, la fe en la inmortalidad es la fe en la conservación de los altos valores de la vida, y como quiera que estos valores sean individuales, se necesita la fe en la individualidad y una moral confianza en la inmortalidad del amor. Si nada valiera la vida, nada valdría la inmortalidad. Si la vida tiene valor real ha de ser inmortal.

NOTAS AL CAPÍTULO VII
(1) Para el cristiano, Dios, el hombre y la vida se entrefunden en Cristo, la Vida que interpreta la vida. Sin embargo, no sirve en estos casos de mucho la fe, y menos cuando se relaciona con el destino de los seres a quienes hemos amado y perdido. Algún consuelo recibiéronlos lectores de The Little Book of Life after Death, de Gustav Trenchner con introducción de William James, en el que se demuestra la continuidad de la vida en el más allá. Otro libro auxiliador es Faith in a Future Life, por A. W. Martin, en el que se discute la pregunta: ¿Qué satisfactorio fundamento tiene la creencia en la vida después de la muerte?. Examina Martin una serie de razones, sin olvidar las aducidas por el espiritismo, la doctrina del ser sublimal y la reencarnación y el karma de los teósofos. Del análisis de todos estos fundamentos infiere que el más satisfactorio para la fe en la vida futura es la experiencia moral.

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