RENE GUENON
La división ternaria es la más general y al mismo tiempo la más simple que se pueda establecer para definir la constitución de un ser vivo, y en particular la del hombre, ya que debe entenderse bien que la dualidad cartesiana del «espíritu» y del «cuerpo», que se ha impuesto en cierto modo a todo el pensamiento occidental moderno, no podría corresponder de ninguna manera a la realidad; ya hemos insistido en esto con frecuencia en otras partes para no tener necesidad de volver a ello. Por lo demás, la distinción del espíritu, del alma y del cuerpo es la que ha sido admitida unánimemente por todas las doctrinas tradicionales de Occidente, ya sea en la antigüedad o en la edad media; el hecho de que más tarde se haya llegado a olvidarla hasta el punto de no ver en los términos de «espíritu» y de «alma» más que una suerte de sinónimos, por lo demás bastante vagos, y a emplearlos indistintamente el uno por el otro, mientras que designan propiamente realidades de orden totalmente diferente, es quizás uno de los ejemplos más llamativos que se puedan dar de la confusión que caracteriza a la mentalidad moderna. Por lo demás, este error tiene consecuencias que no son todas de orden puramente teórico, y evidentemente ello le hace aún más peligroso ; pero no es de esto de lo que vamos a ocuparnos aquí, y solo queremos, en lo que concierne a la división ternaria tradicional, precisar algunos puntos que tienen una relación más directa con el tema de nuestro estudio.
Esta distinción del espíritu, del alma y del cuerpo ha sido aplicada al «macrocosmo» tanto como al «microcosmo», puesto que la constitución del uno es análoga a la del otro, de suerte que se deben encontrar necesariamente elementos que se correspondan rigurosamente por una parte y por otra. Esta consideración, en los Griegos, parece vincularse sobre todo a la doctrina cosmológica de los Pitagóricos, que, por lo demás, no hacía en realidad más que «readaptar» enseñanzas mucho más antiguas; Platón se ha inspirado de esta doctrina y la ha seguido mucho más de cerca de lo que se cree de ordinario, y es en parte por su mediación como algo de ella se ha transmitido a los filósofos posteriores, tales por ejemplo como los Estoicos, cuyo punto de vista mucho más exotérico ha mutilado y deformado muy frecuentemente las concepciones de que se trata. Los Pitagóricos consideraban un cuaternario fundamental que comprendía primero el Principio, transcendente en relación al Cosmos, después el Espíritu y el Alma universales, y por último la Hylê primordial ; importa precisar que esta última, en tanto que pura potencialidad, no puede ser asimilada al cuerpo, y que corresponde más bien a la «Tierra» de la Gran Tríada que a la del Tribhuvana, mientras que el Espíritu y el Alma universales recuerdan manifiestamente a los otros dos términos de este último. En cuanto al Principio transcendente, corresponde en alguno aspectos al «Cielo» de la Gran Tríada, pero no obstante, por otra parte, se identifica también al Ser o a la Unidad metafísica, es decir, a Tai-ki; parece faltar aquí una distinción clara, que, por lo demás, no era quizás exigida por el punto de vista, mucho menos metafísico que cosmológico, en el que estaba establecido el cuaternario de que se trata. Sea como sea, los Estoicos deformaron está enseñanza en un sentido «naturalista», al perder de vista su Principio transcendente, y al no considerar ya más que un «Dios» inmanente que, para ellos, se asimilaba pura y simplemente al Spiritus Mundi; no decimos al Anima Mundi, contrariamente a lo que parecen creer algunos de sus intérpretes afectados por la confusión moderna del espíritu y del alma, ya que en realidad, para los Estoicos tanto como para aquellos que seguían más fielmente la doctrina tradicional, esta Anima Mundi no ha tenido nunca más que un papel simplemente «demiúrgico», en el sentido más estricto de esta palabra, en la elaboración del Cosmos a partir de la Hylê primordial.
Acabamos de decir la elaboración del Cosmos, pero sería quizás más exacto decir aquí la formación del Corpus Mundi, primero porque la función «demiúrgica» es en efecto propiamente una función «formadora» , y después porque, en un cierto sentido, el Espíritu y el alma universales forman ellos mismos parte del Cosmos; en un cierto sentido, ya que, a decir verdad, pueden ser considerados bajo un doble punto de vista, que corresponde también en cierto modo a lo que hemos llamado más atrás el punto de vista «genético» y el punto de vista «estático», ya sea como «principios» (en un sentido relativo), o ya sea como «elementos» constitutivos del ser «macrocósmico». Esto proviene de que, desde que se trata del dominio de la Existencia manifestada, estamos más acá de la distinción de la Esencia y de la Substancia; del lado «esencial», el Espíritu y el Alma son, a niveles diferentes, como «reflexiones» del Principio mismo de la manifestación; del lado «substancial», aparecen al contrario como «producciones» sacadas de la materia prima, aunque determinen ellos mismos sus producciones ulteriores en el sentido descendente , y esto porque, para situarse efectivamente en lo manifestado, es menester que devengan ellos mismos parte integrante de la manifestación universal. La relación de estos dos puntos de vista es representada simbólicamente por el complementarismo del rayo luminoso y del plano de reflexión, que son necesarios el uno y el otro para que se produzca una imagen, de suerte que, por una parte, la imagen es verdaderamente un reflejo de la fuente luminosa misma, y por otra, se sitúa en el grado de realidad que está marcada por el plano de reflexión ; para emplear el lenguaje de la tradición extremo oriental, el rayo luminoso corresponde aquí a las influencias celestes y el plano de reflexión a las influencias terrestres, lo que coincide bien con la consideración del aspecto «esencial» y del aspecto «substancial» de la manifestación .
Naturalmente, estas precisiones, que acabamos de formular a propósito de la constitución del «macrocosmo», se aplican también en lo que concierne al espíritu y al alma en el «microcosmo»; únicamente el cuerpo no puede ser considerado nunca, hablando propiamente, como un «principio», porque, al ser la conclusión y el término final de la manifestación (esto, bien entendido, por lo que se refiere a nuestro mundo o a nuestro grado de existencia), no es más que «producto» y no puede devenir «productor» bajo ninguna relación. Por este carácter, el cuerpo expresa, tan completamente como es posible en el orden manifestado, la pasividad substancial; pero, al mismo tiempo, por eso mismo se diferencia también, de la manera más evidente, de la Substancia misma, que concurre en tanto que principio «maternal» a la producción de la manifestación. A este respecto, se puede decir que el ternario del espíritu, del alma y del cuerpo está constituido de manera muy diferente que los ternarios formados de dos términos complementarios y en cierto modo simétricos y de un producto que ocupa entre ellos una situación intermediaria; en este caso (y también, no hay que decirlo, en el caso del Tribhuvana al que corresponde exactamente), los dos primeros términos se sitúan del mismo lado en relación al tercero, y, si éste puede considerarse en suma también como su producto, ellos no desempeñan ya en esta producción un papel simétrico: el cuerpo tiene en el alma su principio inmediato, pero no procede del espíritu más que indirectamente y por la intermediación del alma. Es solo cuando se considera el ser como enteramente constituido, y por consiguiente desde el punto de vista que hemos llamado «estático», cuando, viendo en el espíritu su aspecto «esencial» y en el cuerpo su aspecto «substancial», se puede encontrar bajo esta relación una simetría, ya no entre los dos primeros términos del ternario, sino entre el primero y el último; el alma es entonces, bajo la misma relación, intermediaria entre el espíritu y el cuerpo (y es lo que justifica su designación como principio «mediador», designación que hemos indicado precedentemente), pero por ello no permanece menos, como segundo término, forzosamente anterior al tercero , y, por consiguiente, no podría ser considerada de ninguna manera como un producto o una resultante de los dos términos extremos.
También puede plantearse otra cuestión: ¿cómo es que, a pesar de la falta de simetría que acabamos de indicar entre ellos, el espíritu y el alma se toman a veces no obstante de una cierta manera como complementarios, siendo considerado el espíritu entonces generalmente como principio masculino y el alma como principio femenino? Es que, siendo el espíritu lo que, en la manifestación, está más cerca del polo esencial, el alma se encuentra, relativamente a él, del lado substancial; así, si se toma el uno en relación a la otra, el espíritu es yang y el alma es yin, y es por eso por lo que frecuentemente son simbolizados respectivamente por el Sol y por la Luna, lo que, por lo demás, puede justificarse también más completamente diciendo que el espíritu es la luz emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta más que una reflexión de esta luz. Además, el mundo «intermediario», que se puede llamar también el dominio «anímico», es propiamente el medio donde se elaboran las formas, lo que, en suma, constituye efectivamente un papel «substancial» o «maternal»; y esta elaboración se opera bajo la acción o más bien bajo la influencia del espíritu, que tiene así, a este respecto, un papel «esencial» o «paternal»; por lo demás, entiéndase bien que en eso no se trata, para el espíritu, más que de una «acción de presencia», a imitación de la actividad «no actuante» del Cielo .
Añadiremos algunas palabras sobre el tema de los principales símbolos del Anima Mundi: uno de los más habituales es la serpiente, en razón de que el mundo «anímico» es el dominio propio de las fuerzas cósmicas, que, aunque actúan también en el mundo corporal, pertenecen en sí mismas al orden sutil; y esto se vincula naturalmente a lo que hemos dicho más atrás del simbolismo de la doble espiral y del simbolismo del caduceo; por lo demás, la dualidad de los aspectos que reviste la fuerza cósmica corresponde bien al carácter intermediario de este mundo «anímico», que hace de él propiamente el lugar de encuentro de las influencias celestes y de las influencias terrestres. Por otra parte, la serpiente, en tanto que símbolo del Anima Mundi, se representa lo más frecuentemente bajo la forma del Ouroboros; esta forma conviene en efecto al principio anímico en tanto que está del lado de la esencia en relación al mundo corporal; pero, bien entendido, está al contrario del lado de la substancia en relación al mundo espiritual, de suerte que, según el punto de vista desde el que se le considere, puede tomar los atributos de la esencia o los de la substancia, lo que da, por así decir, la apariencia de una doble naturaleza. Estos dos aspectos se encuentran reunidos de una manera bastante notable en otro símbolo del Anima Mundi, que pertenece al hermetismo de la edad media (Fig. 15): en él se ve un círculo en el interior de un cuadrado «animado», es decir, colocado sobre uno de sus ángulos para sugerir la idea del movimiento, mientras que el cuadrado que reposa sobre su base expresa al contrario la idea de estabilidad ; y lo que hace a esta figura particularmente interesante desde el punto de vista donde nos colocamos al presente, es que las formas circular y cuadrada que son sus elementos tienen en ella significaciones respectivas exactamente concordantes con las que tienen en la tradición extremo oriental .
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