EL RITO Y EL SÍMBOLO

RENE GUENON

Hemos indicado precedentemente que el rito y el símbolo, que son el uno y el otro elementos esenciales de toda iniciación, y que incluso, de una manera más general, se encuentran asociados también invariablemente en todo lo que presenta un carácter tra-dicional, están en realidad estrechamente ligados por su naturaleza misma. En efecto, todo rito conlleva necesariamente un sentido simbólico en todos sus elementos constitu-tivos, e, inversamente, todo símbolo produce (y es a eso incluso a lo que está esencial-mente destinado), para aquel que lo medita con las aptitudes y las disposiciones reque-ridas, unos efectos rigurosamente comparables a los de los ritos propiamente dichos, ba-jo la reserva, bien entendido, de que haya, en el punto de partida de este trabajo de me-ditación y como condición previa, la transmisión iniciática regular, fuera de la cual, por lo demás, los ritos no serían más que un vano simulacro, así como ocurre en las paro-dias de la pseudoiniciación. Es menester agregar aún que, cuando se trata de ritos y de símbolos verdaderamente tradicionales (y aquellos que no poseen este carácter no me-recen ser llamados así, puesto que no son en realidad más que simples contrahechuras profanas suyas), su origen es igualmente «no humano»; así pues, la imposibilidad de signarles un autor o un interventor determinado, que ya hemos señalado, no se debe a la ignorancia, como pueden suponerlo los historiadores ordinarios (cuando no llegan, en último extremo, a ver en ello el producto de una suerte de «conciencia colectiva», que, si existiera, sería en todo caso bien incapaz de dar nacimiento a cosas de orden trans-cendente, como aquellas de las que se trata aquí), sino que es una consecuencia necesa-ria de este origen mismo, que no puede ser contestado más que por aquellos que desco-nocen totalmente la verdadera naturaleza de la tradición y de todo lo que forma parte in-tegrante de ella, como es muy evidentemente el caso a la vez para los ritos y para los símbolos.
Si se quiere examinar más de cerca esta identidad profunda del rito y del símbolo, se puede decir, primeramente, que el símbolo, entendido como figuración «gráfica», así como lo es lo más ordinariamente, no es en cierto modo más que la fijación de un gesto
ritual1. Por lo demás, ocurre frecuentemente que el trazado mismo del símbolo debe efectuarse regularmente en condiciones que le confieren todos los caracteres de un rito propiamente dicho; de esto se tiene un ejemplo muy claro, en un dominio inferior, el de la magia (que, a pesar de todo, es una ciencia tradicional), con la confección de las figu-ras talismánicas; y, en el orden que nos concierne más inmediatamente, el trazado de los yantras, en la tradición hindú, es también un ejemplo no menos explícito de ello2.
Pero eso no es todo, ya que, a decir verdad, la noción del símbolo a la que acabamos de referirnos es demasiado estrecha: no hay solamente símbolos figurados o visuales, hay también símbolos sonoros; ya hemos indicado en otra parte esta distinción de dos categorías fundamentales, que son, en la doctrina hindú, la del yantra y la del mantra3. Precisábamos entonces incluso que su predominancia respectiva caracterizaba a dos ti-pos de ritos, que, en el origen, se atribuyen, para los símbolos visuales, a las tradiciones de los pueblos sedentarios, y, para los símbolos sonoros, a las de los pueblos nómadas; por lo demás, entiéndase bien que, entre los unos y los otros, la separación no puede ser establecida de una manera absoluta (y es por eso por lo que hablamos solo de predomi-nancia), puesto que aquí son posibles todas las combinaciones, debido al hecho de las adaptaciones múltiples que se han producido en el curso de las edades y por las cuales han sido constituidas las diversas formas tradicionales que nos son conocidas actual-mente. Estas consideraciones muestran bastante claramente el lazo que existe, de una manera completamente general, entre los ritos y los símbolos; pero, podemos agregar que, en el caso de los mantras, este lazo es más inmediatamente aparente: en efecto, mientras que el símbolo visual, una vez que ha sido trazado, permanece o puede perma-necer en el estado permanente (y es por lo que hemos hablado de gesto fijado), el sím-bolo sonoro, por el contrario, no es manifestado más que en el cumplimiento mismo del rito. Por lo demás, esta diferencia se encuentra atenuada cuando se establece una co-rrespondencia entre los símbolos sonoros y los símbolos visuales; es lo que ocurre con
la escritura, que representa una verdadera fijación del sonido (no del sonido mismo co-mo tal, bien entendido, sino de una posibilidad permanente de reproducirle); y apenas hay necesidad de recordar a este propósito que toda escritura, en cuanto a sus orígenes al menos, es una figuración esencialmente simbólica. Por lo demás, la cosa no es dife-rente para la palabra misma, a la que este carácter simbólico no es menos inherente por su naturaleza propia: es muy evidente que la palabra, cualquiera que sea, no podría ser nada más que un símbolo de la idea que está destinada a expresar; así, todo lenguaje, tanto oral como escrito, es verdaderamente un conjunto de símbolos, y es precisamente por eso por lo que el lenguaje, a pesar de todas las teorías «naturalistas» que han sido imaginadas en los tiempos modernos para intentar explicarle, no puede ser una creación más o menos artificial del hombre, ni un simple producto de su facultades de orden in-dividual1.
Hay también, para los símbolos visuales mismos, un caso bastante comparable al de los símbolos sonoros, bajo la relación que acabamos de indicar: este caso es el de los símbolos que no son trazados de manera permanente, sino que se emplean solo como signos en los ritos iniciáticos (concretamente los «signos de reconocimiento» de los que hemos hablado precedentemente)2 e incluso religiosos (el «signo de la cruz» es un ejemplo típico de ello y conocido por todos)3; aquí, el símbolo no forma realmente más que uno con el gesto ritual mismo4. Por lo demás, sería completamente inútil querer ha-cer de estos signos una tercera categoría de símbolos, distinta de aquellas de las que
hemos hablado hasta aquí; probablemente, algunos psicólogos los considerarían así y los designarían como símbolos «motores» o por cualquier otra expresión de este género; pero, puesto que se hacen evidentemente para ser percibidos por la vista, entran por eso mismo en la categoría de los símbolos visuales; y son en ésta, en razón de su «instanta-neidad», si se puede decir, los que representan la mayor similitud con la categoría com-plementaria, la de los símbolos sonoros. Por lo demás, el símbolo «gráfico» mismo es, lo repetimos, un gesto o un movimiento fijado (el movimiento mismo o el conjunto más o menos complejo de movimientos que es menester hacer para trazarle, y que los mis-mos psicólogos, en su lenguaje especial, llamarían sin duda un «esquema motor»)1; y, en lo que respecta a los símbolos sonoros, puede decirse también que el movimiento de los órganos vocales, necesario para su producción (ya sea que se trate, por lo demás, de la emisión de la palabra ordinaria o de la de sonidos musicales), constituye en suma un gesto del mismo orden que todos los demás tipos de movimientos corporales, de los que, por lo demás, no es posible aislarle nunca enteramente2. Así, esta noción del gesto, tomada en su acepción más extensa (y que, por lo demás, es más conforme a lo que im-plica verdaderamente la palabra que la acepción más restringida que se la da en el uso corriente), reduce todos estos casos diferentes a la unidad, de suerte que se puede decir que es ahí donde tienen en el fondo su principio común; y, en el orden metafísico, este hecho tiene una significación profunda, que no podemos pensar desarrollar aquí, a fin de no apartarnos demasiado del tema principal de nuestro estudio.
Se debe poder comprender ahora sin esfuerzo el hecho de que todo rito esté consti-tuido literalmente por un conjunto de símbolos: éstos, en efecto, no comprenden solo los objetos empleados o las figuras representadas, como se podría estar tentado de pensarlo cuando uno se queda en la noción más superficial, sino también los gestos efectuados y las palabras pronunciadas (puesto que, en realidad, según lo que acabamos de decir, és-tas no son más que un caso particular de aquellos), en una palabra, todos los elementos
del rito sin excepción; y estos elementos tienen así valor de símbolos por su naturaleza misma, y no en virtud de una significación sobreagregada que les vendría de las cir-cunstancias exteriores y que no les sería verdaderamente inherente. Se podría decir también que los ritos son símbolos «puestos en acción», y que todo gesto ritual es un símbolo «actuado»1; no es, en suma, más que otra manera de expresar la misma cosa, poniendo sólo más especialmente en evidencia el carácter que presenta el rito de ser, como toda acción, algo que se cumple forzosamente en el tiempo2, mientras que el sím-bolo como tal puede ser considerado desde un punto de vista «intemporal». En este sen-tido, se podría hablar de una cierta preeminencia del símbolo en relación al rito; pero ri-to y símbolo no son en el fondo más que dos aspectos de una misma realidad; y ésta no es otra, en definitiva, que la correspondencia que liga entre ellos todos los grados de la Existencia universal, de tal suerte que, por ella, nuestro estado humano puede ser puesto en comunicación con los estados superiores del ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario