CIELO Y TIERRA

«El Cielo cubre, la Tierra soporta»: tal es la fórmula tradicional que determina, con una extrema concisión, los papeles de estos dos principios complementarios, y que define simbólicamente sus situaciones, respectivamente superior e inferior, en relación a los «diez mil seres», es decir, a todo el conjunto de la manifestación universal. Se indican así, por una parte, el carácter «no actuante» de la actividad del Cielo o de Purusha, y, por otra, la pasividad de la Tierra o de Prakriti, que es propiamente un «terreno» o un «soporte» de manifestación, y que es también, por consiguiente, un plano de resistencia y de detención para la fuerzas o las influencias celestes que actúan en sentido descendente. Por lo demás, esto puede aplicarse a un nivel cualquiera de existencia, puesto que siempre se puede considerar, en un sentido relativo, que la esencia y la substancia, en relación a todo estado de manifestación, son, para ese estado tomado en particular, los principios que corresponden a lo que son la Esencia y la Substancia universales para la totalidad de los estados de la manifestación.
En lo Universal, y vistos del lado de su principio común, el Cielo y la Tierra se asimilan respectivamente a la «perfección activa» (Khien) y a la «perfección pasiva» (Khouen), de las que ni la una ni la otra son, por lo demás, la Perfección en el sentido absoluto, puesto que hay ahí ya una distinción que implica forzosamente una limitación; vistos del lado de la manifestación, son solo la Esencia y la Substancia, que, como tales, se sitúan a un menor grado de universalidad, puesto que no aparecen así precisamente más que en relación a la manifestación. En todos los casos, y a cualquier nivel que se les considere correlativamente, el Cielo y la Tierra son siempre respectivamente un principio activo y un principio pasivo, o, según uno de los simbolismos más generalmente empleados a este respecto, un principio masculino y un principio femenino, lo que es efectivamente el tipo mismo del complementarismo por excelencia. Es de ahí de donde derivan, de una manera general, todos los demás caracteres, que son en cierto modo secundarios en relación a éste; no obstante, a este respecto, es menester estar atentos a algunos cambios de atributos que podrían dar lugar a equivocaciones, y que, por lo demás, son bastante frecuentes en el simbolismo tradicional cuando se trata de las relaciones entre principios complementarios; tendremos que volver sobre este punto después, concretamente sobre el tema de los símbolos numéricos que se refieren respectivamente al Cielo y la Tierra.
Se sabe que, en un complementarismo cuyos dos términos se consideran como activo y pasivo el uno en relación al otro, el término activo se simboliza generalmente por una línea vertical y el término pasivo por una línea horizontal; el Cielo y la tierra también se representan a veces conformemente a este simbolismo. Solo que, en este caso, las dos líneas no se atraviesan, como lo hacen más habitualmente, de manera que formen una cruz, ya que es evidente que el símbolo del Cielo debe ser situado todo entero por encima del símbolo de la Tierra: así pues, es una perpendicular que tiene su pie sobre la horizontal, y estas dos líneas pueden ser consideradas como la altura y la base de un triángulo cuyos lados laterales, que parten del «techo del Cielo», determinan efectivamente la medida de la superficie de la Tierra, es decir, delimitan el «terreno» que sirve de soporte a la manifestación.
No obstante, la representación geométrica que se encuentra más frecuentemente en la tradición extremo oriental es la que refiere las formas circulares al Cielo y las formas cuadradas a la Tierra, así como ya lo hemos explicado en otra parte; sobre este punto, recordaremos solo que la marcha descendente del ciclo de la manifestación (y esto en todos los grados de mayor o menor extensión en que un tal ciclo puede ser considerado), al ir desde su polo superior que es el Cielo a su polo inferior que es la Tierra (o lo que los representa desde un punto de vista relativo, si no se trata más que de un ciclo particular), puede ser considerada como partiendo de la forma menos «especificada» de todas, que es la esfera, para concluir en la que es al contrario la más «fijada», y que es el cubo; y se podría decir también que la primera de estas dos formas tiene un carácter eminentemente «dinámico» y que la segunda tiene un carácter eminentemente «estático», lo que corresponde todavía a lo activo y a lo pasivo. Por lo demás, se puede vincular de una cierta manera esta representación a la precedente, si se considera en ésta la línea horizontal como la huella de una superficie plana (cuya parte «medida» será un cuadrado), y la línea vertical como el radio de una superficie hemisférica, que encuentra el plano terrestre según la línea del horizonte. En efecto, es en su periferia o en sus confines más alejados, es decir, en el horizonte, donde el Cielo y la Tierra se juntan según las apariencias sensibles; pero es menester observar aquí que la realidad simbolizada por estas apariencias debe tomarse en sentido inverso, ya que, según esta realidad, se unen al contrario por el centro, o, si se les considera en el estado de separación relativa necesaria para que el Cosmos pueda desarrollarse entre ellos, se comunican por el eje que pasa por este centro, y que precisamente los separa y los une a la vez, o que, en otros términos, mide la distancia entre el Cielo y la Tierra, es decir, la extensión misma del Cosmos según el sentido vertical que marca la jerarquía de los estados de la existencia manifestada, ligándolos uno a otro a través de esta multiplicidad de estados, que aparecen a este respecto como otros tantos escalones por los que un ser en vía de retorno hacia el Principio puede elevarse de la Tierra al Cielo.
Se dice también que el Cielo, que envuelve o abarca a todas las cosas, presenta al Cosmos una cara «ventral», es decir, interior, y la Tierra, que las soporta, presenta una cara «dorsal», es decir, exterior; esto es fácil de ver con la simple inspección de la figura adjunta, donde el Cielo y la tierra, naturalmente, están representados respectivamente por un círculo y un cuadrado concéntricos. Se observará que esta figura reproduce la forma de las monedas chinas, forma que, por lo demás, es originariamente la de algunas tablillas rituales: entre el contorno circular y el vacío cuadrado de en medio, la parte plana, donde se inscriben los caracteres, corresponde evidentemente al Cosmos, donde se sitúan los «diez mil seres», y el hecho de que esté comprendida entre dos vacíos expresa simbólicamente que lo que no está entre el Cielo y la Tierra está por eso mismo fuera de la manifestación. No obstante, hay un punto sobre el que la figura puede parecer inexacta, y que corresponde por lo demás a un defecto necesariamente inherente a toda representación sensible: si solo se prestase atención a las posiciones respectivas aparentes del Cielo y de la Tierra, o más bien a lo que les figura, podría parecer que el Cielo está en el exterior y la Tierra en él interior; pero es que, aquí todavía, es menester no olvidar hacer la aplicación de la analogía en sentido inverso: en realidad, bajo todos los puntos de vista, la «interioridad» pertenece al Cielo y la «exterioridad» a la Tierra, y encontraremos de nuevo esta consideración un poco más adelante. Por lo demás, incluso tomando simplemente la figura tal cual es, se ve que, en relación al Cosmos, el Cielo y la Tierra, por eso mismo de que son sus extremos límites, no tienen verdaderamente más que una sola cara, y que esta cara es interior para el Cielo y exterior para la Tierra; si se quisiera considerar su otra cara, sería menester decir que ésta no puede existir más que en relación al principio común en el que se unifican, y donde desaparece toda distinción de lo interior y de lo exterior, como toda oposición e incluso todo complementarismo, para no dejar subsistir más que la «Gran Unidad».

RENÉ GUÉNON - LA GRAN TRÍADA (1946)

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